Gobierno tras gobierno la República Dominicana asiste al triste espectáculo del asistencialismo estatal dirigido a familias e individuos pobres y muy pobres.

Los repartos de raciones de alimentos, de pequeñas cantidades de dinero y medicinas (en los denominados “operativos médicos”) no son una novedad. 

Son viejas modalidades que utilizan los políticos dominicanos para, supuestamente, aliviar las penurias que sufre un segmento importante de la población dominicana. 

En realidad se trata de un efecto muy superficial y de un alcance muy limitado, pues esas dádivas no son recibidas por la mayoría de los pobres, y los que se benefician de ellas no logran elevar su calidad de vida ni vencer definitivamente la miseria. 

El asistencialismo reproduce la pobreza, nunca la elimina. Sólo sirve para cobijar el parasitismo y la politiquería, cuando no la corrupción. 

Resulta un contrasentido que mientras el Gobierno insiste con tozudez que no tiene dinero para invertir en educación lo que ordena la ley, el 4% del Producto Interno Bruto o el 16% del Presupuesto Nacional, al mismo subsidie con millones de pesos en combustible a los empresarios privados del transporte de carga y pasajeros, además de destinar miles de millones de pesos todos los años a los llamados programas “sociales”, que no son más que iniciativas asistencialistas. 

Si se estudian las experiencias de los países que han tenido éxito en sacar a la mayoría de sus ciudadanos de la pobreza, en cualquier zona del mundo, se hallará un común denominador: una inversión importante y sostenida de su PIB en el sistema educativo; un celo riguroso por la calidad educativa, desde los niveles elementales hasta los universitarios y los de alta especialización. 

Al desarrollo no se llega por atajos. En la carrera hacia esa importante meta ningún país ha podido hace trampas saltándose escalones.