“Nosotros agregamos los que podríamos denominar “apátridas por ignorancia”, para referirnos a personas y sus descendientes que han sufrido marginalidad y/o desconocen sus derechos a ser educados y documentados, transmitiendo a sus hijos este pesado fardo: un desamparo doloroso e innecesario, que en sentido general se asocia a quienes se encuentran en condiciones de pobreza.”*   – Roberto Rosario Márquez          

Quiérase o no, el reconocido derecho del Estado soberano de regular la nacionalidad está limitado por el preeminente principio de salvaguardar los derechos humanos de todas las personas en su territorio, y evitar la apatridia.  Podemos patalear y negar con argumentos teóricos la existencia de apátridas en el país, y acusar de injerencia en los asuntos internos de nuestra nación a quienes buscan eliminar este flagelo de la humanidad; pero así como nadie se puede escudar en el derecho a la privacidad del hogar para perpetrar la violencia doméstica, la soberanía no da derecho al Estado a privar del reconocimiento de la nacionalidad a personas nacidas dentro de sus fronteras, si carecen de otra. Al menos no en el siglo XXI. Basado en el principio de la preeminencia del deber del Estado de garantizar el derecho a la nacionalidad y eliminar la apatridia, diversos organismos internacionales y oenegés dan seguimiento a la cuestión de los apátridas en la República Dominicana, y con mayor intensidad después de la Sentencia 168/13 y la cuestionada determinación del Tribunal Constitucional de que nunca hemos estado vinculados a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sin que ese monitoreo implique violación alguna de la soberanía del Estado.

Hace ya más de tres décadas, en 19 de enero 1984, en su Opinión Consultiva OC-4/84 sobre el anteproyecto de texto de la Constitución de Costa Rica, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, escribía con diáfana claridad:

[l]a nacionalidad, conforme se acepta mayoritariamente, debe ser considerada como un estado natural del ser humano. Tal estado es no sólo el fundamento mismo de su capacidad política sino también de parte de su capacidad civil. De allí que, no obstante que tradicionalmente se ha aceptado que la determinación y regulación de la nacionalidad son competencia de cada Estado, la evolución cumplida en esta materia nos demuestra que el derecho internacional impone ciertos límites a la discrecionalidad de los Estados y que, en su estado actual, en la reglamentación de la nacionalidad no sólo concurren competencias de los Estados sino también las exigencias de la protección integral de los derechos humanos. […] En efecto, de la perspectiva doctrinaria clásica en que la nacionalidad se podía concebir como un atributo que el Estado otorgaba a sus súbditos, se va evolucionando hacia un concepto de nacionalidad en que, junto al de ser competencia del Estado, reviste el carácter de un derecho de la persona humana (…)”**

Muchos de nuestros teóricos y dirigentes siguen insistiendo en el concepto clásico de nacionalidad y su magnánima concesión por el Estado benefactor, en lugar de evolucionar entendiendo la nacionalidad como una relación orgánica de una persona- y sus derechos intrínsecos – con la nación. Este proceso de evolución del concepto de nacionalidad en el siglo XX, lo resume magistralmente la catedrática argentina, Mary Beloff:

De acuerdo con la posición clásica dentro del derecho internacional son los propios Estados quienes establecen la atribución de nacionalidad, conforme su derecho interno, el cual será reconocido por los demás Estados en la medida en que sea consistente con los tratados internacionales, la costumbre internacional y los principios generalmente reconocidos con relación a la nacionalidad. En otras palabras, se trataría de un vínculo creado por el derecho interno cuya adquisición, pérdida y readquisición son legisladas por cada país. Sin embargo, el derecho internacional de los derechos humanos ha receptado esta idea y la ha transformado [en] un derecho humano fundamental. En efecto, ese enfoque que puede ser denominado “clásico” se ha transformado sustancialmente en las últimas décadas a partir de la aprobación de varias convenciones de derechos humanos y de la interpretación que de ellas han hecho los órganos judiciales y otros organismos de control de cumplimiento de tratados, los cuales se han pronunciado sobre el impacto que tiene el reconocimiento de la nacionalidad en el disfrute de derechos fundamentales que se extienden desde el derecho a la no discriminación hasta el ejercicio de derechos políticos, entre otros que se analizan más adelante.

La determinación de quienes son nacionales sigue siendo competencia interna de los Estados. Sin embargo, su discrecionalidad en esa materia sufre un constante proceso de restricción conforme a la evolución del derecho internacional, con vistas a una mayor protección de la persona frente a la arbitrariedad de los Estados. Así que en la actual etapa de desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos, dicha facultad de los Estados está limitada, por un lado, por su deber de brindar a los individuos una protección igualitaria y efectiva de la ley y sin discriminación y, por otro lado, por su deber de prevenir, evitar y reducir la apatridia.**

Otros líderes y funcionarios finalmente conceden a regañadientes la limitación que tiene el Estado soberano en materia de nacionalidad en función del deber de prevenir y evitar la apatridia, pero argumentan que son haitianos “automáticamente” los hijos de los braceros (y otros inmigrantes) nacidos en el país, y por tanto no son apátridas. Aparentemente entienden que no existe un solo descendiente de inmigrantes haitianos que no pueda demostrar  a las autoridades haitianas que sus antepasados eran haitianos (¿creen que con exhibir su negritud es suficiente?).  Afirma taxativamente un destacado exponente de esta tesis que “el único caso que puede calificar como de apátrida en nuestro suelo, es del señor Joseph Rosario, procedente de Holanda, llegado en abril de 1986”.*

Sin embargo, desde 1929 a la fecha han fallecido muchos de los progenitores de los hoy “apátridas funcionales”, que son personas que nacieron, se criaron y residen en nuestro territorio, pero carecen de documentos de identidad***. En todo caso muchos inmigrantes nunca ostentaron documentos expedidos por el Estado haitiano para probar su nacionalidad y “declarar a sus hijos en el consulado haitiano”. Para los que niegan la existencia de apátridas en la República Dominicana, éste es exclusivamente un problema de Haití; a ellos no les importa el destino de los indocumentados que siguen malviviendo  bajo el “amparo” de la República Dominicana, sin que aparentemente existan intenciones de exiliarlos como otrora se hacía, para evitar un mayor escándalo internacional. Esas personas indocumentadas (para algunos quizás sea más fácil aceptar este eufemismo en lugar de apátridas), nacidas y criadas aquí, a pesar de sus precariedades siguen procreando nuevas generaciones de indocumentados (apátridas funcionales). Con cada nueva generación se complica la situación. Esta realidad es del interés de ACNUR y Amnistía Internacional, entre otras entidades internacionales, porque ellas tienen la misión de ayudar a los Estados a eliminar la apatridia en todos los rincones del mundo.

Por más que proclamemos que en la República Dominicana no hay un solo apátrida porque los indocumentados todos tienen “derecho” a la nacionalidad haitiana, jamás ahuyentaremos a los caballeros andantes que combaten la apatridia sin fronteras. Por igual sus escuderos criollos, por más que se tilden de traidores a la patria y otros epítetos, no cejarán en su afán de enderezar este tuerto histórico, cuya existencia los dominicanos (en general) insistimos a todo trance negar con fríos argumentos teóricos, ignorando el evidente sufrimiento de nuestros hermanos.

El que sean apátridas funcionales nacidos en la República Dominicana por culpa de la “ignorancia” de sus progenitores, de los propios indocumentados, o de los líderes y funcionarios del Estado en cuestión, no viene al caso. No se trata de buscar culpables, sino de reconocer la cruda realidad y aliviar las penurias de las víctimas de carne y hueso que padecen las consecuencias de la privación de nacionalidad al no tener los documentos correspondientes, algunos porque nunca los han tenido y otros porque les fueron revocados. Obrando firmemente amparado en el supremo mandato del Estado de garantizar “el derecho de los derechos” de los nacidos en su territorio que de facto carecen de otra la nacionalidad, podemos y debemos eliminar la apatridia sin que se viole nuestra soberanía.

¿O será que los dominicanos (en general)  desconocemos la misericordia, atributo divino de la humanidad como recientemente nos recordara el Sumo Pontífice, pues entendemos que es más importante evitar la contaminación y proteger la pureza de la estirpe dominicana que aliviar el sufrimiento de los indocumentados (“apátridas funcionales”, apátridas de facto o “apátridas por ignorancia”, escoja usted el término que considere apropiado) que nacieron, se criaron, y siguen malpasando en esta tierra bendita? 

* Ver “La Apatridia; Conceptualización y Desconceptualización en el Contexto de la Realidad Dominicana”; Conferencia dictada por el doctor Roberto Rosario Márquez, Presidente de la Junta Central Electoral el 20 de enero de 2015, en la Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña en http://jce.gob.do/Noticias/rosario-marquez-dicto-conferencia-magistral-apatridia-en-republica-dominicana

**Citado en la p. 473 de Beloff, Mary, “Comentario al Artículo 20 Derecho a la Nacionalidad de la CADH”, en libro Convención Americana sobre Derechos Humanos. Comentario, (Fundación Konrad Adenauer Stiftung, editores Christian Steiner y Patricia Uribe; 2014), ver enlace: https://www.scjn.gob.mx/libreria/Documents/ConvencionAmericanaSobreDerechos20141209.pdf

***Basándonos en el concepto de “analfabeta funcional”, definimos como “apátrida funcional” a una persona que carece del reconocimiento formal de nacionalidad de parte de al menos un Estado, por la razón que sea. Es, en efecto, una especie de apátrida de facto.