Asombra y tranquiliza ver cómo esta sociedad comienza a interesarse en estudios científicos. Puede que desplacemos especulaciones y falsedades, y precisemos verdades. Queremos objetividad. Una muestra de ello ha sido el singular interés mostrado por las conclusiones genéticas sobre el origen racial dominicano, ordenado por la Academia de la Historia.
Viendo el impacto mediático ocasionado por ese irrefutable estudio – donde salimos más negros que blanco, poco indio, y muy mezclados – me ha llamado mucho la atención un alboroto tan grande por algo ya conocido. ¿Acaso no venimos siendo testigos de nuestro mulataje desde siempre? Parece que esta obviedad no es tal y, una vez más, necesitaba ser probada.
Nuestra negritud, ese submarino armado que emerge de tiempo en tiempo amenazando a algunos y atizando a otros, para volver a sumergirse por temporadas sin dejar de merodear nuestras costas periscopio afuera, es, sospecho por qué, tema de interminables debates y angustias.
Hemos estado conscientes, generación tras generación, de una oligarquía blanca avasallante, pero eso es otra cosa. Hace décadas que ni la oligarquía es tan blanca ni tiene todo el dinero; la pureza se ha perdido entre “blanquitos” hijos de europeos; ahora son medio negros y medio blancos, cirugía estética aparte. Sin remedio, tienen que hablar de tú a tú con mulatos multimillonarios dueños de enorme fuerza política y económica. Esto crea problemas, angustia, sensación de desplazamiento.
No obstante, a pesar de lo sabido y lo sentido, procuraron otra prueba, otra muestra de sangre, un documento irrefutable, un tapaboca científico tan válido como un ADN de paternidad; en inglés y rubricado por “National Geographic”.
Podemos suponer, dada la necesidad de comprobación, que hubo quienes pudieron imaginarse números diferentes- 60% europeo 30% negro, 10 % indígena-, algo por el estilo. Quizás esos que así pensaban requerían exactitudes. O (todo puede caber en mentes previsoras), que la academia de la historia necesitase, siempre es bueno dejar constancia, documentos para empacar en plomo, indestructibles e imperecederos, con copia internacional; dejar constancia de lo que fuimos, para cuando seamos exterminados por el saqueo irresponsable de las clases gobernantes, o por la furia de la gleba. Folios para la arqueología.
Hablando de comprobaciones, los estudiosos deben dejar claro, explicarlo cuidadosamente: raza no es lo mismo que cultura. ¿A cuál cultura estamos adscritos? ¿Somos mulatos africanoides o mulatos hispanoides? Fijémonos: no actuamos como africanos ni tampoco como españoles. Hablamos mal español y no hablamos dialectos africanos, aunque de patuá algo entendemos. Y la música, y la comida, y el desorden, y los políticos. Puede que seamos cultura antillana, sincrética, original. Una fusión única. Un merecumbé dominicano.
Eso de diferenciar raza y cultura no está bien deslindado, y muchos no quieren deslindarlo. Existe un grupo que se resiste a ver las pruebas definitivas – igual que un enfermo rehúsa escuchar el diagnóstico fatal del médico – de que el viejo orden social se ha desmoronado. Hoy tenemos una cultura imprecisa, estancada en el tercer mundo, y una raza mulata apabullante.
Pero la raza no es lo importante, la cultura sí. Aquí se van imponiendo las costumbres del “chopo” (vocablo prejuiciado, pero trascendental). Se teme que estemos ya sometidos a una “chopocracia ”, donde no habrá genes que valgan ni estudios que puedan salvarnos. Asunto éste que pudiéramos encomendar al departamento de sociología de Yale o de Harvard para su verificación.