Sería la primavera caribeña. La primacía de todas las primaveras sociales por venir. Pero quedaría trunca para convertirse en la más decepcionante frustración histórica del siglo XX dominicano.

La Revuelta de abril de 1965, de la que se cumplen ya 56 años, pretendió reponer a un gobierno democrático depuesto por un golpe militar cuyas rémoras aun persisten.

Pero la horda gloriosa de militares y civiles que en el estallido abrileño dividió a hombres de pusilánimes no se limitó a oponerse al cuartelazo neotrujillista. Con su reclamo de reinstalar a Juan Bosch en el poder, la Revolución Constitucionalista perseguía un objetivo mayor, hermoso y profundo.

En efecto, aquella rebelión que encabezó el coronel Francisco Alberto Caamaño aspiraba a sembrar el germen de un nuevo modo de convivencia que suplantara los cimientos de una sociedad que pedía a gritos un cambio sustancial de paradigmas.

El pueblo alzado en armas contra un régimen corrupto que usurpaba el poder era un suceso que despertaba serias aprensiones en las élites de poder de entonces. Mayor preocupación suscitaba el triunfo de unos insurrectos que luchaban por reorientar el rumbo de un país  que aun se concebía como una extensión de un feudo trujillista sin Trujillo.

En aquellas horas en que cada decisión suponía un compromiso con la historia, los hombres de "allá abajo", los  que solo levantaban fusiles y pecho erguido al desnudo, defendían una causa que les sumaba la fuerza del coraje. Los militares al servicio del status quo jugaron su rol de peleles infames, llamaron a Estados Unidos a invadirnos y éstos trajeron cañones sin retroceso y modernas ametralladoras AR 15, mas no pudieron someter a sus valientes rivales.

Acorralados en medio centenar de cuadras por el ejército más poderoso del mundo, los rebeldes de abril resistieron con gallardía y valor legendario el fragor de las descargas que no pudieron amilanarlos.

Sin embargo, entre negociaciones mediatizadas y realpolitik, la Revuelta quedó reducida hasta difuminarse y con la juramentación del antiguo servidor de Trujillo Joaquín Balaguer, apuntalado con las tropas yanquis presentes en suelo dominicano, se puso fin al intento más bizarro y noble de sacudir a una nación que hace mucho ha precisado de despojarse de estructuras anquilosadas que no la dejan ser.

La Revolución Constitucionalista se inscribe en la historia como esa pretensión de largo aliento en el que el pueblo dominicano se alzó como una bandera, orgullosa y altiva, para mirar por encima de un país carcomido por lastres antiguos y soñar con una marcha hacia el futuro.

Pero no pudo ser.

Hoy nos queda celebrar el recuerdo de hombres y mujeres que se parapetaron en la trinchera de la historia para batallar por la honra de una Patria mancillada por una cohorte de ruines que se apoyó en la soldadesca extranjera.

Sería aquella revuelta la primera de las primaveras políticas. Hasta Neruda llegó a inmortalizarla.  Más de media centuria después no debería quedar congelada en el olvido uno de los más decorosos y viriles alzamientos que pueblo alguno haya protagonizado.