Tenemos por costumbre y como práctica, tanto a nivel individual como colectivo, realizar juicios de valor sustentados en nuestras propias consideraciones, obviando que éstas pueden no ser universales, porque no todos partimos de los mismos contextos, realidades ni oportunidades de desarrollo.
Nuestro país se mueve a diferentes velocidades como producto de la desigualdad económica y social, lo que implica irremediablemente que se hayan construido contextos diversos, entendido esto de manera negativa, ya que convivimos en una sociedad donde hay grupos con un gran acceso a la información y la educación, frente a otros donde este acceso es mucho menor, e incluso inexistente para tantos otros. Para estos últimos, lo primario y principal es la supervivencia, el día a día, sin que para esto el Estado sea garante de derechos, ni se aplique de ninguna manera el principio necesario de solidaridad, que supone que los que menos tienen puedan tener las mismas oportunidades de desarrollo y crecimiento, algo que única y exclusivamente puede ser ofrecido por el Estado.
Dentro de estas diversas e injustas realidades, se añade un elemento que también determina el tipo de relaciones que mantenemos: la desigualdad de género. Y su expresión más cruel son las altas tasas de violencia sexual y feminicidios, embarazo adolescente o matrimonio infantil, que se ven además intensificadas en los quintiles más pobres, donde niñas, adolescentes y mujeres están en mayor situación de riesgo.
Revertir estas realidades requiere de cambios estructurales que partan de un sincero diálogo y reflexión nacional, donde reconozcamos sin temor que este no es el camino y sentemos las bases sobre las que debemos re-construir nuestra sociedad, donde se aplique el principio de solidaridad y el Estado garantice las mismas oportunidades y derechos para todos y todas, donde la igualdad de género deje de ser una cuestión ideológica que nos polariza, para convertirse en una cuestión básica de derechos que nos una, y que nos haga crecer bajo los principios del respeto y la convivencia.
Esto se lo debemos exigir al Estado, como sociedad y como individuos, para todos y con todos, con una legislación que no sea discriminatoria y valide la desigualdad de género, con políticas, planes, programas y estrategias nacionales que rompan definitivamente con los círculos de pobreza y la desigualdad, pero no en el papel ni en los macro indicadores.
Como sociedad debemos asumir los cambios como propios, se lo debemos a los cientos de miles de personas que viven en los márgenes sociales y económicos, y a cada niña, adolescente o mujer abusada, tratada, casada o asesinada. Que nuestra determinación como sociedad sea clave para empujar la voluntad política de cerrar esta deuda histórica.