MONTE PLATA, República Dominicana.- Esta es una de las provincias más pobres, según estableció el Mapa de la Pobreza en la República Dominicana. En las estadísticas oficiales y en los estudios de los economistas la pobreza suele presentarse como simples cifras, números grises que apenas ofrecen una idea de esta triste realidad.
Una cosa muy distinta es cuando se sufre la pobreza, la extrema pobreza, en carne propia. Cuando la persona no es más que un despojo para la sociedad en la que ha nacido y vivido, en la que ha trabajado, cumplido las leyes y votado en las elecciones. Esta es la historia de doña Lucía Martínez, una adulta que apenas comienza la tercera edad, que narró sus vicisitudes a los reporteros de Acento.com.do
Medio cuerpo delgado de la señora es notorio en la puerta principal de su casa de madera vieja, teñida por el sol candente de las mañanas de Yamasá, municipio de Monte Plata.
Su pecho quemado es dejado a medio descubrir por la camisa azul floreada que lleva puesta. Más arriba, dos paños blancos le abrigan las llagas que brotan de su cuello oscuro, donde casi todas sus ulceras se encuentran a flor de piel.
Lucía Martínez de los Santos, mejor conocida como Cirila, cuenta con 61 años, los cuales dice ha vivido de sufrimientos en sufrimientos. De hecho, parece una persona de mucho más edad.
“Todas las tardes debo comprar 200 pesos de pastillas. Todas las tardes, todos los días, de noche y de día"
Con la hospitalidad propia de los provincianos dominicanos nos invita a pasar mostrándonos su hogar y con una sonrisa a medias, responde cada pregunta que le hacemos.
Sin aún saber con exactitud qué enfermedad padece, muestra unas enormes esferas que hacen ver su nuca mucho más ancha de lo que realmente es. Mueve las manos sin cesar, se tapa el cuello y se lo destapa. Destaca que le duele. “Yo he sufrido”, expresa.
Explica que para el dolor que la acompaña a todas horas desde hace 8 meses, ha tenido que gastar lo poco que tiene y tomar prestado a su vez, para soportarlo.
“Todas las tardes debo comprar 200 pesos de pastillas. Todas las tardes, todos los días, de noche y de día”, resalta afligida, con voz baja y un tanto disfónica.
Manifiesta que trata sus heridas con remedios caseros y bañándose con bicarbonato, “no tengo para más nada”:
A su lado en la estufa de 20 pulgadas y de gris intenso, 3 de las 4 hornillas llevan encima pequeños calderos de acero. El continuo humo que proviene de ellos inunda la pequeña vivienda. Hasta hace poco cocinaba en el fogón preparado en el patio de tierra.
Narra que hace unos 10 años las llamas de un incendio provocado por una vela encendida a media noche y dejada al lado de su cama, por ella misma, acabaron con la piel de su pecho, su cuello y su rostro.
“Ese día dejé una vela encendida y ya no supe más nada”, relata Cirila, conocida por todos sus vecinos.
Dice que un hombre que ahora reside en Estados Unidos, se arriesgó a sacarla de la vivienda. Pero hubo secuelas, como las cicatrices que muestra.
“En ese tiempo me quemé toda y me hicieron una operación en las piernas para quitarme piel y ponérmela aquí”, señala las quemadas en su pecho y cuello.
Su hijo, quien la cuida desde hace 4 meses, dice que las llagas salieron con los años por la mala inserción de los tejidos de la piel en el cuello y el pecho de su madre, según le explicaron los médicos.
Roberto Martínez, estuvo detenido por no pagar la manutención de sus tres hijos. Ahora vive con ellos.
“El problema no le penetró para adentro sino que le salió de dentro para afuera. Yo vine para acá después que ella se enfermó porque no la puedo dejar sola”, explica Roberto.
A parte de Roberto, Cirila tiene otra hija que reside en unos de los sectores más pobres de Santo Domingo y no puede ayudar en todo lo que requiere su madre.
“Nosotros somos pobres, yo tratando para mis hijos. Ahora es que yo estoy directamente aquí porque ella no tiene a más nadie que la atienda”.
El esposo de Cirila se marchó hace más de 15 años, “dijo que iba para Santiago a hacer unos trabajos y nunca volvió”.
Ella misma cuenta cómo empezó todo: “La carne fue para pegármela aquí y me la pusieron, luego de un tiempo comenzó a salirme unas bolas y una vez un niño me ayudó a explotármela, y cuando hizo eso “POP”, me explotó eso era raro dije a pues por dentro somos podridos”.
Sentada en una silla de guano bajo el zinc que la cubre del sol, pero que deja penetrar sus rayos por los pequeños hoyos que el pasar de los años les ha creado, Cirila se echa constantemente aire con un cartón.
“Cuando viene una brisa no se para donde voy a correr, me alza todo eso (el zinc), llena eso de agua y me pongo temblorosa”, indica la mujer que con un pañuelo cubre su cabeza blanca.
No llegó a quinto curso de básica, aunque trabajó toda su vida. Hasta la adolescencia, vivió con una familia que no tenía hijos y luego con su madre soltera. Sus hijos tampoco terminaron la escuela.
Con la cabeza abajo y mostrando la dentadura que le hace falta, pide ayuda para salir de este mal que la ataca desde hace tiempo.
Mira más allá de las ramas de algunos árboles que cubren la puerta de su casa que se inclina pesada hacía un lado por la disparidad de sus suelos, sin saber que va a pasar con su cuerpo.