Miami; Fl.- Tenía apenas cinco años cuando su padre lo llevó a su primera carrera. El chillido de las llantas sobre el pavimento, el olor a caucho quemado y combustible. El rugido de los motores. El fuego. Lo que él sentía ante aquello no era la ilusión típica de un chiquillo. Era a lo que dedicaría su vida el doble campeón mundial de Fórmula 1 y dos veces ganador de las 500 millas de Indianápolis, Emerson Fittipaldi.
“Un Grand Prix. Era el sueño de mi vida”, recuerda el paulista de 70 años desde un sillón de su domicilio en Key Biscayne, Miami, donde ahora reside junto a su esposa y dos de sus ocho hijos.
Siendo el segundo varón de Wilson Fittipaldi, el gran patrón del automovilismo brasileño y Józefa "Juzy" Wojciechowska, una corredora amateur de origen polaco, a Emmo (como cariñosamente le conocen), el frenesí por las carreras le circula en el ADN. Sin embargo, el piloto admite que para hacerse un nombre en esta profesión debió transitar “un camino largo y difícil”.
“Normalmente uno empieza por Go-Karts y luego pasa a la Fórmula, pero yo inicié en motocicletas porque era muy joven, tenía catorce y la edad requerida para Go-Karts eran diecisiete años”, dice Fittipaldi.
A los dieciocho, Emmo se incorpora a competencias en hidroplanos junto a Wilsinho, su hermano mayor, hasta el día en que este sufrió graves lesiones tras un accidente. En ese momento deciden olvidarse de los botes y se envuelven en el Kartismo.
“Mi madre tenía un Mercedes, también amaba correr, pero le daba pánico que yo lo hiciera”, dice Fittipaldi y sostiene que desde mediados de los sesenta hasta la década de los ochenta, el automovilismo era un deporte de alto riesgo, mucho más que ahora.
Más que ser temerosos, Emerson explica que los pilotos aprenden a respetar sus límites y los límites de la pista y del vehículo, a pesar de ello, admite haber pasado varios sustos debido a fallas mecánicas en los carros.
“En una fracción de segundo pasas de ser un piloto profesional a un pasajero sin piloto. El carro va a donde le dé la gana”.
Treinta y siete es el número de amigos que perdió Emmo del comienzo de su carrera hasta su entrada en IndyCar (1984). Al parecer, morir en el camino era la tónica de aquellos años.
“Hoy día los carros y las pistas son más seguras, los equipos de rescate son mucho más eficientes. Aún así, ganar es extremadamente difícil”, explica Fittipaldi.
Afortunadamente, la Fórmula 1 actual ha perdido aquella morbosa atracción de la muerte rondando en cada carrera, por obvias razones éticas y humanitarias y por su incompatibilidad con la imagen que la competencia requiere para la presencia de las grandes corporaciones patrocinadoras. Empero, Emmo no subestima el riesgo que afrontan los pilotos contemporáneos.
“Cada corredor posee un talento natural, pero como en todos las disciplinas competitivas, se necesita mucho entrenamiento, es un deporte muy complejo”, opina Fittipaldi.
Dichos pormenores, explica, van desde una dieta estricta hasta un entrenamiento físico que mantenga a los pilotos con la energía, la mente y el peso adecuado para un correcto desempeño en la pista.
“Se requiere de muchos equipos, las circunstancias pueden estar a tu favor o en tu contra, pero tienes que fijarte en cada detalle, lo más mínimo puede hacerte ganar o hacerte fallar”, agrega.
A los 21 años, Emerson se corona como campeón de la Serie de Fórmula Vee (monoplaza con mecánica del Volkswagen Escarabajo) y su país comienza a quedarle pequeño para tanto talento en el ámbito de las carreras; es allí cuando se produce el éxodo a Europa, donde cosecha buenos resultados tanto en Fórmula Ford como en Fórmula 3 (un escalón por debajo de la F1).
“Creo que el primer requisito para ganar es la pasión y el amor por el deporte. La completa dedicación”, dice Fittipaldi.
Y es por esa absoluta devoción que en 1971 y tras la muerte de Jochen Rindt en el circuito Monza (Italia), Colin Chapman, fundador de la marca de vehículos deportivos Lotus, (íntimamente ligada a los éxitos en la competición), convierte a Fittipaldi en su piloto principal, donde inmediatamente logra su primer triunfo para el equipo.
“Ese fue otro sueño cumplido. Pertenecer al equipo de Colin, uno de los mejores ingenieros en la historia de la F1, un genio del diseño automotriz”, dice Fittipaldi, quien para la temporada 1972, queda al mando del vehículo más tecnológicamente avanzado en la categoría reina del automovilismo, el Lotus 72D.
Emerson domina la serie de ese año ganando cinco de las once carreras, entre ellas el Campeonato Mundial de Pilotos, convirtiéndose, a los 25 años de edad, en el corredor más joven en obtener dicho título y cuya marca sostuvo por treinta y tres años, hasta que el asturiano Fernando Alonso se la arrebatara en 2005.
“Tengo dos palabras claves: esfuerzo y resultado; mientras más esfuerzo pongas, mejores resultados obtendrás”, apunta Fittipaldi, quien se marcha de Lotus en 1974 y firma con un equipo que prometía mucho, el denominado Marlboro Team Texaco de McLaren.
Al volante del McLaren M23 obtiene tres victorias en 1974 alcanzando cuatro podios más en la temporada y rebasando por escasos puntos al italiano Clay Regazzoni para adjudicarse el campeonato Mundial de ese año.
Para un desempeño óptimo como los demostrados anteriormente, el corredor considera fundamental un balance total de su cuerpo: mental, físico y espiritual. “Es complicado para todos que esos aspectos trabajen al unísono, pero cuando lo consigues puedes alcanzar el máximo rendimiento”
Como si no le bastara con los tantos galardones en su palmarés, Fittipaldi fantaseaba con algo más: las 500 millas de Indianápolis. Lotus, su antigua cuadrilla, había sido el primer equipo de Fórmula 1 en ganar dicha competencia con el piloto escocés Jim Clark, a quien Emmo refiere como uno de sus ídolos.
“Cuando entré a F1 siempre le preguntaba a Colin (Chapman) cómo era correr ‘al otro lado del charco’”, dice esbozando una sonrisa entre sus peculiares patillas. En 1974 Mclaren le hace la propuesta.
“El equipo quería que yo corriera, pero el carro era tan rápido y peligroso”, recuerda Fittipaldi, pues no existía la fibra de carbono, en cambio las monoplazas se fabricaban en materiales más livianos como el aluminio y, con el calor, las gomas se desintegraban.
Intrépido como de costumbre, Emmo hizo dos días de prueba en el óvalo de Indiana donde según él mismo explica, el procedimiento es totalmente diferente, hay que tener una actitud diferente frente a la carrera.
“Los pilotos se pueden volver locos, pasan semanas entrenando, yendo de una esquina a la otra, puede destruirte tanto física como mentalmente.”
Atraído de algún modo por la intrínseca fatalidad que acompañaba al automovilismo deportivo, aquella práctica lo dejó fascinado, pero en esta ocasión la sensatez pudo más. “Le dije al dueño del equipo ‘No correré Indianápolis. No aún’”. Esperó diez años, hasta que llegó la fibra de carbón.
Para la temporada de 1975 Fittipaldi continúa sumando triunfos para Mclaren, no obstante, se queda corto frente al dominante piloto austríaco del equipo Ferrari conocido como Niki Lauda, el mismo de la gorra roja y cicatrices en el rostro.
En lo mejor de su carrera, en 1976, Emerson sorprende al mundo de la Formula 1 abandonando el equipo McLaren para irse a manejar un auto del Fittipaldi Automotive Team, de su hermano Wilsinho, bajo el auspicio de la firma brasileña de azúcar y alcohol, Copersucar.
“Yo siempre tuve mucha suerte, siempre tuve un buen equipo detrás de mi dándome soporte, desde que empecé en los Go-Karts”, dice Emmo, quien posteriormente crea su propio equipo.
Un segundo puesto en cinco años fue el triste bagaje de un Fittipaldi cuya carrera en la Fórmula 1 concluye en el mismo GP donde se adjudicó su primera victoria, el de Estados Unidos, en Watkins Glen. Pues como dijo alguna vez su colega Ayrton Senna “el segundo es el primero de los perdedores”.
Tras la constante insistencia de Ralph Sánchez, fundador del Miami Grand Prix, Emmo, de 37 años para ese entonces, acepta correr en las pistas de Bayside, un recorrido que no había hecho nunca, en una ciudad que no había pisado jamás.
“Cuando me vi manejando de nuevo luego de tres años, dentro de aquella cabina, sentí como si hubiera nacido de nuevo”, dice Fittipaldi agradecido, pues aquella fue su inspiración para volver al asfalto.
El lunes siguiente, el cubano americano Pepe Romero, quien acababa de formar un pequeño equipo, le hizo a Emerson la oferta que había esperado por siempre.
“Me llamó y me dijo “Emerson yo quiero que tu corras en Indianápolis”, cuenta el piloto. “Jamás imaginé que haría treinta temporadas y que encima ganaría. Aquello fue fantástico”.
Fittipaldi participa en las Indy Series (llevándose el título en 1989) y en la Indianapolis 500 consiguiendo el triunfo en las ediciones de 1989 y 1993, la cual celebra tomándose un vaso de jugo de naranja en vez de la tradicional leche de vaca.
“En motorace como en cualquier deporte tienes que aprender a perder antes de ganar”, dice Emerson describiendo su descalificación de Indianápolis en el 95 como una de los peores momentos de su carrera.
Su compañero de equipo Al Unser Jr., tampoco pudo lograrlo y ambos quedaron fuera de la competencia. “Cuando llegamos al garage fue un desastre para el equipo. Nunca sucedió para Penske”, recuerda Fittipaldi en una mezcla de alegría y pena.
La última temporada como piloto de la CART terminó tempranamente al lesionarse en un choque durante una carrera en Michigan. Cuando aún se recuperaba con la esperanza de reincorporarse a las pistas, el motor de su avión ultraliviano se apaga y junto con su hijo Jayson, de cinco años en aquel entonces, Emerson evita milagrosamente una catástrofe. Pero se rompe la columna vertebral por segunda vez. Sin poder disputar las últimas cuatro fechas, se retira con un 19º puesto en el campeonato 1996 a los 49 años de edad.
“Luego de eso me convertí en Cristiano”, dice Fittipaldi, agradeciendo al fundador de “Atletas de Cristo”, quien fue uno de los primeros en visitarlo al hospital con una Biblia bajo el brazo.
“Cuando lo vi le dije: ‘Tú crees que yo me voy a morir que me vas a dar la extrema unción?” recuerda entre risas. “Él me contestó que había ido a hablarme de la Fe y al final resultó buenísimo. Me cambió la vida”, concluye.
Actualmente, los días de Emerson transcurren entre Sao Paulo y Miami. De su natal Brasil dice sentirse sumamente decepcionado, de la decadencia en sus cimientos culturales, religiosos y educativos.
Asimismo, califica a los gobiernos de Dilma y Lula como un desastre total, que lo sumieron a él mismo en graves problemas financieros y que, incluso, han llevado a la Justicia a embargarle varios de sus bienes, entre ellos algunos de los coches que pilotó a lo largo de su carrera.
“No he visto el primer país del mundo en que el comunismo haya funcionado. Sin excepción”, manifiesta Fittipaldi, quien de todos modos conserva la esperanza de que las generaciones venideras actúen con más dignidad y moralidad. “Honor, en esa palabra se resume todo”, concluye.
Aunque el control de las emociones es una exigencia del oficio, Fittipaldi ha aprendido que los pilotos también lloran. Sus vidas pasan por las victorias más emotivas o las más duras de las tragedias y pone como ejemplo la muerte de su querido Ayrton Senna, quien fuera su pupilo a los trece años, o del insólito accidente en esquís de Michael Schumacher. De ellos solo guarda entrañables memorias.
Su Fe, su reencarnación en Cristo, su esposa Rossana y sus hijos son la alegría de su vida, pues cree que la familia es la única institución creada y diseñada por Dios. “Todo lo demás es invención del hombre”, dice. “Ellos son nuestro puerto seguro, nuestra ancla”.
Han pasado 65 años de aquel Grand Prix que le sacudió el asfalto. Se retiró de los paddocks, mas no se ha bajado del carro de la vida. Se levanta a las 4:30 de la mañana, va al gimnasio y lleva a sus niños al colegio. Este domingo participará en el centenario de las 500 millas de Indianápolis.
“Y todavía me falta un sueño por cumplir”, dice al levantarse del sillón. “Correr con mis nietos”.
Fittipaldi no ha perdido ese “algo” que desde sus primeros kilómetros a bordo de cuanto coche de carreras condujo, lo hizo notable: su talento innato para conducir y ganar, una amabilidad sin par y una figura física que le mereció varios sobrenombres zoológicos y uno que hoy reúne en cuatro letras el cariño y admiración que el mundo le profesa: Emmo, el viejo Emmo.