En ocasión de una invitación cursada por familiares y amigos de la dueña de la fiesta, tuve la oportunidad de participar en una celebración a San Miguel, correspondiente en el vudú dominicano a Belié Belkán, en la casa de la portadora de misterio y sacerdotisa Neydi, quien nos acogió con calor humano y simpatía.
Allí, en compañía de un grupo de amigos pasamos una parte de la tarde en el sector Gran Almirante de la zona este de la capital y nos permitió dar seguimiento a estas celebraciones de la religiosidad popular y tantear la manera cómo son o no impactadas estas tradiciones por efecto de fenómenos de la magnitud de una pandemia.
Ciertamente pudimos ver la presencia que, aunque tenue de la mascarilla, era el único elemento usado como parte de los protocolos en caso de aglomeración de personas, lo cual convertía dicha actividad en un sitio de alto riesgo. Niños, adultos, persona de la tercera edad compartían con júbilo la celebración que de entrada era dominada por un majestuoso altar dedicado a San Miguel y a su lado la cabeza de un chivo depositada como ofrenda en el lugar sagrado, además de los puntos a Santa Martha la dominadora en la parte inferior del altar, simbolizando que allí se trabaja con la diosa del amor dominicana.
Un grupo de palos animaba la música sacra, con atabales bastantes anchos poco usuales de este lado geográfico del país, pues son más propios al sur. Pero quizás nos impresionó la presencia de la música secular que sirvió de animación y compañía a la sagrada, donde pudimos oír perico ripiao y pri prí, menos frecuentes en estos ambientes de la religiosidad popular relacionadas con el vudú dominicano, además el carabiné y hasta algo de mangulina.
Estas músicas de acompañamiento servían a la vez, en su doble función como parte del contexto sagrado y ritual de la misma, salves y canciones a los luases que permitía invocarlos y recibirlos, rompiendo un poco el modelo tradicional en las que estas músicas seculares son simplemente soportes de ambientación a lo sagrado, no necesariamente música con significación ritualizada.
Edis Sánchez, que me acompañaba con su compañera e Iris de Mondesert, tuvimos el honor de comer de la comida ceremonial sacrificada a Belié Belkán de chivo guisado con arroz blanco y también pudimos observar la integración ferviente de los públicos, algunos más comprometidos que otros con la tradición. El baile tradicional de pri prí , magníficamente representado por una pareja de la comunidad, se articulaba con el carabiné, y el merengue típico haciendo de la ceremonia un verdadero festejo popular En el que la gente cantaba las salves y canticos , bailes a ritmo de acordeón o palos, dialogaba con el caballo de misterio, que a la vez de conducir su ceremonia, recibía a manera de consulta a muchos de los participantes, algo igualmente inusual en estos casos, donde el misterio solo quiere disfrutar de su fiesta y no duplicar su función con los consultantes.
Familiares de la sacerdotisa, vecinos, amigos y otros asiduos visitantes que a veces llegaban en taxi al lugar, era la membresía de los participantes que, entusiasmados se hacían bendecir por la dueña de la fiesta quien al pasar de un estado emocional a otro, era irreconocible en sus gestos, fisonomía , tono de voz y trato, dándole un sentido cada vez más especial a la festividad y cómo ella inspiraba confianza, admiración y respeto por parte de los participantes, rasgo necesario en el liderazgo de ese tipo de convocatoria, sobre todo, en un liderato espiritual, que no es ni político, ni social, ni de fuerza, es sugestión espiritual traducida en influencia sobre los demás.
Esta fiesta cada año es parte del compromiso con la dueña del altar para mantener contento a sus dioses y evitar despertar su ira, como decía el filósofo alemán Frederick Nietzsche. Esta adoración se compone de la decoración excepcionalmente bien lograda del altar, la carga simbólica de este sito sacro con bebidas, bizcocho, perfumes, y otras partes objetuales y simbólicas que lo componen. Las bebidas seleccionadas según el gusto del luá o deidad que allí habría de participar, los sacrificios acordados previamente con los luases, los animales sagrados escogidos para el sacrifico, los músicos acompañantes de la sonoridad invocadora, la comida, brindis a los participantes y otras ritualidades que confirman el carácter ceremonial de la convocatoria.
Al final se descubre entre los músicos, uno con estas mismas cualidades: Edis Sánchez, quien se integra como uno más del grupo entonando, con contagiosa destreza de los ritmos de base de tan exquisita música, que termina siendo aceptado como parte de los artistas populares que animaban la ceremonia. Solo que al final no querían que se fuera de tan bien que conectaba con los demás músicos.
El costo de esa ceremonia, a veces para los investigadores es imprudente preguntar, pero por lo ofrecido como brindis a los visitantes y lo vistoso como decoración y otros compromisos derivados como los grupos musicales, hablo de decenas de miles de pesos. Al final, los dioses familiares que protegen al grupo se lo recompensan de distintas maneras en el año, por tanto, no es un gasto como tal la ceremonia, es una inversión espiritual, que nunca tiene precio material.