"La esperanza es esa cosa con plumas que se posa en el alma y entona melodías sin palabras y no se detiene para nada". (Emily Dickinson 1830-1886)

Alumnas de la secundaria San Martin de Porres. (Foto cortesía de José Ramón Frias.)

Con el nombre de la santa guerrera Juana de Arco llegó a República Dominicana hace 63 años una joven monja canadiense que sus alumnos recuerdan como infatigable, presta a la risa, llena de carisma, una brújula que los dirigió por rumbos de infinitas posibilidades.

Su modelo de educación pública basada en valores formó el carácter de una generación en una comunidad insospechada—Yamasá, a la que dio su primer liceo secundario cumpliendo el mandato de su congregación.

En las vidas de sus alumnos hay ‘’un antes y un después de Sor Juana’’, como todavía la llaman.

La religiosa despertó mentes y corazones. Encendió en sus estudiantes la chispa del conocimiento, la curiosidad por lo nuevo, y elevó a muchos que pensaban que no podían o no querían subir. Los retó y entrenó en el esfuerzo constante. Cada victoria en las aulas les dio confianza para trascender sus circunstancias.

Joan Tinkess fue durante 21 años una guerrera sin espada en tierras dominicanas. Además de liberar talentos, su espíritu decidido aliado a otros, sacó de la indigencia a cientos de campesinas de Cutupú, La Vega.

El nombre de Juana de Arco que asumió al ingresar la Orden de las Hermanas Grises de la Inmaculada Concepción, presagiaba en cierto modo su destino. Como su tocaya, se inclinaría a seguir las voces que ‘’otros no podían escuchar o entender’’.

Quizás intuyendo los derroteros de su alma vehemente, aventurera, la madre superiora le advirtió que sólo debía admirar a la Santa, no imitarla. Pero su futuro estaba escrito con la tinta de un humanismo trascendente y un apostolado sin hábitos ni clausura constrictiva.

La joven alta, de cara bonita y fulgurantes ojos azules, fue seducida en su adolescencia por el ideal misionero. El mundo de gozos y de ilusiones no la atraía. Sentía que la vida religiosa le ‘’encajaba como un guante’’, y a esta ingresó como novicia en 1951, a los 17 años. Cinco después, profesaba votos finales.

Joan Tinkess es autora de los libros Desafío y Esperanza y ¡Ni un paso atrás¡ historias de campesinas dominicanas. Dedicó su vida a la educación, y tiene un máster en Estudios Religiosos. María Tiner dejó la educación para convertirse en abogada canónica, profesión que ejerció durante 32 años en Ottawa y Toronto.

Ingresaba a una Orden selecta de religiosas cuya geografía era la compasión. Como mariposas atraídas por la luz, buscaban los lugares más destituidos para obras a las que dedicaban sus vidas.

En el año en que Juana iniciaba el noviciado, cuatro religiosas de la Orden establecían la primera escuela elemental de Yamasá – San Pedro de Córdova–venciendo las dificultades del idioma, la cultura y las carencias económicas.

Sor Juana siguió la ruta de esas religiosas junto a Leonora Gibb, otra Hermana que se haría legendaria en el municipio de Consuelo. Dos de las pioneras de 1951 las prepararon para la partida a Yamasá.

‘’Ninguna mención del calor, de bichos, pobreza, soledad, comida extraña o de un clima político difícil atenuaron mi entusiasmo’’, recuerda Joan Tinkess en su memoria ‘’Desafío y Esperanza’’.

Graduandos junto a las hermanas Joan Tinkess, de izquierda a derecha, y Ana Nolan. (Foto cortesía de José Ramón Frías).
Graduandos junto a las hermanas Joan Tinkess, de izquierda a derecha, y Ana Nolan. (Foto cortesía de José Ramón Frías).

La llegada

En el crepúsculo del nueve de septiembre de 1958, el vuelo de Ottawa-Nueva York descendía en Santo Domingo. Un aguacero había dejado charcos en la pista, sin atenuar el húmedo calor. Sor Juana sintió que entraba a un baño sauna. Los sudores empapaban su hábito de lana cuando el grupo, tras pasar migración, se juntó con las Hermanas Enriqueta y Josefina, que fueron a recibirlas. Entre el cansancio, el acaloramiento y los hoyos de la carretera, el trayecto de 45 kilómetros a Yamasá fue un viaje delirante.

En el momento en que alucinaba una cama, un estruendo de trompetas rasgó el silencio. Velas y linternas alumbraron la oscuridad. Sor Josefina detuvo el vehículo a la entrada del pueblo, donde desmontaron para descubrir ‘’a toda la población de Yamasá frente a nuestros ojos’’.

En el tumulto adulto estaba la niña Ángela Acosta, embelesada por las pieles blancas y los ojos claros de las ‘’muñecas angelicales’’. Con ellas caminó medio kilómetro hasta el convento. Los zapatos de Sor Juana se hundían en el sendero lodoso salpicado de excrementos de vacas y caballos. Dejó de importarle a donde pisaba. Al olor de humanidad sin afeites se mezclaban otros desconocidos, el aroma del cacao, de caña quemada, el humo de leña ardiendo en fogones de piedra.

‘’Era una nueva realidad. Estaba exhausta. El resto es un borrón. Si dormí bien o mal, no lo sé. Simplemente sabía que había llegado a casa’’.

El sol brillaba sobre las palmas cuando despertó en su nuevo hogar apreciando la cómoda habitación con butacas, escritorio y armario. Había imaginado un espacio primitivo, pero el convento tenía dos niveles, sala con piano, ocho dormitorios, dos baños con múltiples aseos y área de esparcimiento.

No necesitó mucho tiempo para darse cuenta de que, pese a sus votos de pobreza, no vivía ni comía como los dominicanos de las casitas coloridas esparcidas en el pequeño valle rodeado de colinas. Y menos como los de campo adentro en sus bohíos de yagua. Pronto los conocería al lomo de un burro o caballo y su corazón gritaría por ellos.

Con todo, resultaba una vida de sacrificios. La energía eléctrica era ocasional y el acopio de agua consumía los días. Los aguaceros eran la gran ocasión para almacenar. Sor Juana los acechaba, olfateando la humedad hasta que la lluvia aparecía como ‘’una cortina de plata en la cresta lejana. Cuando el agua bendecía nuestras vidas sedientas, sabíamos lo que era ser verdaderamente ricas’’.

La cualidad luminosa de los días atemperaba las largas horas de trabajo, enseñando a más de 45 alumnos primarios. Le parecía una vida idílica, hasta que la dictadura mostró sus garras en la puerta de la escuela. Un alumno de las Hermanas fue asesinado y su cuerpo tirado en una zanja frente al plantel.

Las religiosas sabían que estaban rodeadas de espías. Algunos eran devotos y sus consejos las salvaron de convertirse en blanco del gobierno. La desaparición del régimen distendió las tensiones y las Hermanas se unieron al gran suspiro de alivio colectivo.

Miembros de la Juventud Estudiantil Catolica (foto cortesía de José Ramón Frias)
Miembros de la Juventud Estudiantil Catolica (foto cortesía de José Ramón Frias)

La esperanza en el vendaval

En la batahola que siguió al colapso de la dictadura, no todo fue Armagedón. Yamasá dio un salto cuantitativo en la educación. En agosto de 1962, Sor Juana recibió del Consejo en Pembroke, Canadá, el precepto de iniciar una escuela secundaria.

Sin bachillerato los graduados de octavo estaban condenados a repetir eras de exclusión. La secundaria San Martín de Porres abrió en el mes de los frutos, del cacao y las carambolas. Ese septiembre Sor Juana cumplía cuatro años en Yamasá.

Los estudiantes estrenaron un edificio construido para el Partido Dominicano, nunca inaugurado. Un giro de la historia lo destinaba a mejores propósitos. En ese espacio pequeño de generosos ventanales incubó el futuro de valiosos profesionales.

Uno de ellos, Higinio Báez, tenía 16 años y ninguna esperanza de seguir estudiando. Hijo de un aparcero y una doméstica, pasaba parte del día vendiendo frutas. ‘’Era una existencia ‘’lóbrega, penosa, porque no teníamos alternativa para forjarnos una esperanza’’.

–No se puede juzgar lo que no fue, pero estoy seguro que en nuestro caso, siendo de una familia pobre de nueve hijos, la disyuntiva pendulaba entre la ignorancia y el azar. Y en esa alternativa no hay márgenes para el optimismo.

El liceo cambió su vida por completo. ‘’No sólo la mía, sino la del pueblo entero. De ahí en adelante intuimos un futuro, inédito, pero un futuro’’. La universidad se convirtió en un gran sueño.

Soñaba ser ingeniero, pero resultó una carrera cara, y terminó graduado en Educación con mención en Matemáticas. La vida lo condujo por un camino transformativo. ‘’Ser docente expandió mis sueños, me conectó con la juventud, me permitió descubrirme y encontrarme conmigo mismo’’.

A 63 años de distancia, el profesor jubilado, escritor, poeta y diputado al Parlamento Centroamericano, calibra la educadora que lo ayudó a vislumbrar otro destino.

–Sor Juana Impresionaba por su integridad. No había un desencuentro entre sus palabras y sus actos. Asumía con total entereza las responsabilidades que se asignaba. Su carácter reflejaba osadía y don de mando. Era fuerte, sin embargo, esparcía ternura. No disimulaba la alegría, reía con derroche.

La persistencia de la religiosa creó un futuro para Servando Hernández, un joven con talento para las artes desinteresado en los estudios secundarios. Muchas veces le pidió que fuera al liceo, sin convencerlo, hasta que en uno de los asedios resolvió registrarse ‘’para complacer a la monja’’.

La decisión tomada en segundos definió su vida por completo. De la secundaria, Servando prosiguió a la universidad, y terminó integrando facetas de su creativa personalidad en dos carreras, la de artista y la de abogado.

El primer año del liceo pasó como el vals del minuto. Sor Juana enseñaba todas las clases, sólo la retaba la Geometría. En esa materia, Odette Núñez, una brillante alumna de familia campesina pobre, la sacaba de apuros.

Su primer refuerzo fue Julio Víctor Castillo, recién graduado del Colegio de Profesores. Siguieron César González, y el matemático Coridez Pérez. Resultó un profesorado inspirador. ‘’Maestros y estudiantes parecían respirar con un solo espíritu, y cada día era una nueva aventura para todos nosotros’’.

El liceo creció acogiendo a jóvenes de otros pueblos. La familia Frías Sosa, de San José de los Llanos, se mudó a Yamasá en 1963 para salvar los varones de la vida errante de los campos de caña. El padre era un inspector de cultivos. La hija mayor estudiaba en la capital.

Fue curioso ver a cuatro hermanos, de distintas edades, inscribirse en el octavo y luego pasar al liceo. Los padres abrieron las puertas de su casa a la juventud, y no era raro ver allí a Sor Juana en las tardes, estimulando proyectos extracurriculares.

Los formaba a golpe de desafíos desde la plataforma de la Juventud Estudiantil Católica, donde hacían cursos de liderazgo, oratoria y prácticas parlamentarias. Los estudios bíblicos se combinaban con labores sociales, reparaciones de viviendas y letrinas.

Las actividades actuaron como el cemento mojado, dejando impresiones finales en los jóvenes involucrados. Encarrilaron a Álvaro Frías, que vivía el juego de la espera soñando con salir de Yamasá. Los cuatro años con Sor Juana fueron luces direccionales en su adolescencia rebelde. El trabajo y la interacción con la religiosa ampliaron su perspectiva de la vida.

‘’Una parte importante de mi formación se la debo a Sor Juana, ese ser maravilloso que nos marcó a todos’’. Álvaro encontró su vocación en la medicina veterinaria que ejerció ‘’con pasión y entrega’’.

Todos los que estuvieron en la órbita de Sor Juana por breve o largo tiempo, sintieron la fuerza de su ejemplo. En Ramona Perdomo operó de manera ‘’sutil, casi inconsciente’’. Su influencia y la de otros maestros la condujeron al magisterio. Otro influjo fue el activismo social, que comenzó en la adolescencia. La incursión en el arte, en su madurez, parece un germinado tardío de la educación humanista que recibió en esos años formativos.

Ahora evoca la dinámica cultural del liceo donde florecieron las artes, la música, los deportes. Entre las celebraciones diversas, recuerda los cantos de su progenitora en Días de Madres. Su memoria gira a ‘’los paseos a la capital, las playas, los juegos mecánicos, el cine, los conciertos de la Sinfónica en Bellas Artes, el piano en el que cantaban tonadas juveniles, los viajes del coro a otros pueblos para cantar la misa Panamericana a ritmo de güira y tambora’’.

En ese coro juvenil, Félix Conde Peña afianzó principios, aprendió más de convivencia que de exclusión, más tolerancia que imposición. Los cantos lo acercaron al trabajo grupal. Sor Juana no intimidó al joven de 17 años becado por las monjas de Consuelo. Se sentía ‘’cómodo en su presencia’’. En contraste con San Pedro de Macorís, encontró que en Yamasá los ‘’ricos y pobres bailaban en la misma fiesta’’. La hospitalidad y laboriosidad de su gente le dejaron un gusto por este pueblo para toda la vida.

Mary Reynoso era de las que decían ‘’no puedo’’. Temía pronunciar el discurso inaugural del Presidente Abraham Lincoln, en un concurso de oratoria. Cuando decía ‘’no puedo’’, la religiosa respondía ‘’usted sí puede’’. Ganó el segundo lugar, y la lección ‘’con esfuerzo, todo se puede’’, que la ayudó a ascender en su carrera de bioanalista-microbióloga. Sor Juana la acogió bajo su ala a los cinco años tras la muerte de su madre en un sexto parto. Su hermano Cesáreo fue uno de cuatro jóvenes enviados a Canadá en un intercambio escolar de dos años. Regresó con un inglés fluido, invaluable para su futuro en hotelería.

Cuando Sor Juana creó el Club Estudiantil, comenzó un entrenamiento en cine- fórums en Santo Domingo, con ella de chofer. En el pueblo resonaba la voz de José Ramón Frías, anunciando películas alquiladas en la capital. Salía de su caparazón para ponerse múltiples ‘’cachuchas‘’. Vendía en la paletera y la boletería, atendía al orden y analizaba la influencia del cine-forum en la juventud. Venció la timidez, y siendo el más joven de la clase, pronunció el discurso de graduación de bachillerato. El liderazgo definió su carrera de ingeniero químico con maestría en Administración durante 34 años en Falconbridge.

Su hermana Mary, creativa publicitaria retirada, hizo parte de la secundaria en Yamasá durante la Revolución de Abril. ‘’Los dos años que pasé con Sor Juana fueron de mucho crecimiento personal. Yo era muy jovencita y ella, veinteañera. Para mí, era ‘’El pequeño Larousse’’. La recuerdo aupando en el patio del colegio a los equipos de basketball… ella fue corazón y espíritu allí. Lo puedo asegurar. La miraba y admiraba en su accionar como maestra, mentora, como vecina de la comunidad, y decía para mis adentros: cuando sea grande, quiero ser como Sor Juana’’.

Las acciones de las Hermanas Grises codificaron futuros impredecibles. Para la niña que presenció la llegada de las monjas en 1958 cuajó un mejor porvenir. Ángela Acosta fue adiestrada en el magisterio, y cuando llegó a la universidad se dio cuenta de lo mucho que le habían enseñado. Impartió docencia en Yamasá durante 44 años y dirigió la escuela de costura, repostería y belleza creada por las religiosas.

El inglés que su hija Susana aprendió con Sor Patricia abrió la puerta para estudios de post-grado en la Ohio State University, donde graduó Cum Laude en Biotecnología Vegetal. Ha ejercido su carrera en el país, Estados Unidos, Holanda y en España, donde labora como investigadora en una empresa de diagnóstico in vitro –IVD.

La vida trazó futuros no sólo para los alumnos. La de Sor Juana giró en otra dirección. Sus vivencias en el país terminaron de forjar su carácter poco dado a la ambigüedad y a los tonos grises. Sentía el llamado de la opción preferencial por los pobres emanada del Concilio Vaticano ll.

María Tiner, una religiosa estudiosa, compartía su ideal de activismo social. Las ideas de cambio no resonaron en la Orden. Cuando plantearon un proyecto de enseñar a mujeres fuera del convento, la Superiora lo desestimó diciendo que la vida en vecindarios les provocaría ‘’un colapso nervioso’’. Lo de enseñar a adultos le pareció ‘’una idea de tontos’’.

La colisión con la Orden escaló. Sor Juana partió de Yamasá en 1970, dejando su legado educativo a alumnos que nunca la olvidaron. Tenía 37 años, 19 en la congregación.

Un año después, libres de votos, las exreligiosas renunciaron a una confortable existencia en Canadá, para vivir entre los pobres dominicanos.

En Cutupú

En los campos de Cutupú reencarnaron como Juana y María, dos almas ‘’bajadas del cielo canadiense’’, para reforzar el ministerio del párroco de la iglesia San Lorenzo, José Luis Lanz, empeñado en mejorar las vidas de sus fieles.

El inicio de su aventura fue duro, pero tras los primeros tropiezos buscando empleo y alojamiento, sus espíritus se animaron en ‘’la euforia del trabajo significativo’’.

La madre superiora erró por partido doble. Las mujeres iletradas a las que creía incapaces de aprender, eran esponjas, absorbían conocimientos con la rapidez de suelos sedientos. Juana y María no tuvieron un colapso nervioso. Resistieron los ratones que poblaban su primer alojamiento, y pasaron nueve años en una casita alquilada acomodadas a la bulla típica de un vecindario dominicano, esa que asalta los tímpanos y acelera las ondas cerebrales.

El primer paso del nuevo apostolado comenzó en una capilla alumbrada por dos velas y una lámpara de gas en el campito Arroyo Hondo, al que llegaron en camioneta, subiendo por un desfiladero que les cortó el aliento.

El padre Lanz las presentó y las campesinas intrigadas escucharon propuestas para mejorar sus vidas. Mientras llovía y caía la noche, Juana y María lanzaron los dados que catalizaron la revolución de las asociaciones.

Nacieron las reuniones semanales para estudiar y hablar de necesidades. La voz corrió atrayendo una caravana de mujeres. Bajo sol o lluvia, recorrían a pie caminos y callejones hasta las capillas donde se juntaban ávidas de conocimientos. Por primera vez escuchaban hablar de justicia social, de derechos humanos y políticos. Aprendían en talleres sobre alfabetización, violencia doméstica, sanidad, remedios caseros, crianza de hijos.

Armadas de conciencia social, marcharon y exigieron acueductos, luz eléctrica, caminos asfaltados, escuelas primarias, liceos, distribución equitativa de semillas agrícolas.

Sus educadoras observaban la metamorfosis. La esperanza iluminaba miradas apagadas, vigorizaba cuerpos disminuidos por las bregas. En los grupos brotaba la confianza, el compañerismo, y una fiera persistencia que expresaban en su lema ‘’ni un paso atrás’’.

Las asociaciones comenzaron sin mapas de rutas, pero al cabo de poco tenían dos objetivos centrales: las reuniones educativas y las del microcrédito con un método similar al que impulsó cinco años después el Banco Grameen, de Bangladesh.

Juana y María pasaron meses consolidando la formación, antes de introducir los ahorros y préstamos. Las mujeres clamaban ‘’algún negocito’’ para suplir las exiguas entradas de sus maridos.

Los primeros ahorros eran de diez, veinticinco centavos y el raro peso que registraban en libretas ‘’laboriosamente’’, mientras Juana y María revoloteaban como mamás gallinas verificando las cifras. Guardaban el dinero en una caja de madera bajo llave, que sólo abrían en presencia de todas. Un préstamo requería dos garantes. El interés del 1% pasaba a la asociación.

Los ahorros solventaban imprevistos, medicinas, uniformes y libros escolares. De las cajas de madera, el dinero pasó a los bancos. Con los fondos iniciaron proyectos pecuarios y mejoras de viviendas. Repartían novillas, cerdos y gallinas entregando las primeras crías a otra socia. Así tenían acceso regular a alimentos que sus hijos necesitaban desesperadamente.

Los ranchos de yagua fueron sustituidos por casas de madera con techos de zinc. Estufas pequeñas de gas reemplazaron los fogones de piedra y la leña deforestadora. El cemento desterró el piso de tierra apisonada, y mini-lavadoras simples terminaron el trajín de subir y bajar la montaña con bateas de ropa en la cabeza.

Esas mejorías requirieron años de trabajo paciente, transmutador. De las vidas de raíces amargas surgieron dulces frutos. Las campesinas aprendieron a manejar las reuniones, a elegir los temas educativos apelando a los folletos de Radio Santa María, y se entrenaron como líderes comunitarias en el Centro de Formación Social y Agraria en Gurabo, Santiago.

Empoderadas por la acción, estaban listas para dirigir los grupos cuando Juana y María partieron en 1980. Su espacio lo llenarían destacadas organizadoras, como Altagracia Espinal, Úrsula de la Cruz, Chicha Jerez, Argentina Castillo, Rubia Hernández y otras animadoras de Río Verde, Río Verde Abajo, El Naranjal, Alto del Gallo, Cutupú, Hababa, Mirador, El Quemado, Pueblo Viejo, El Zumbido, Mirador y Bonagua.

Mujeres asociadas reunidas en Cutupu, La Vega. (Foto cortesía de José Ramón Frias)
Dos religiosas en una motocicleta. (Foto cortesía de José Ramón Frias)

Las campesinas veganas no han detenido el camino que comenzaron en 1971. Las asociaciones integraron en 1984 la Federación Campesina Juana María, y se unieron a la Confederación Campesina Mamá Tingó.

En medio siglo de luchas los grupos han cambiado las vidas de dos generaciones, cuenta a este diario Idalina Rosario, asociada de Río Verde Abajo. –Nuestras vidas han mejorado en un 100%. Las asociaciones, los cursos de promoción humana y los ahorros cambiaron las comunidades marginadas. Ahora los hijos salen de los campos a las universidades.

La segunda generación de asociadas incursiona en la manufactura artesanal de textiles y fibras naturales. Tienen iniciativas de negocios, producen vasijas de barro, velones, muñecas, juegos de baño, alfombras de retazos. Se mantienen los proyectos pecuarios y mejoras de viviendas, con los encuentros reducidos por la pandemia.

Desde su retiro en Canadá, Juana y María siguen la vida de las pioneras y sus retoños, orgullosas de las intrépidas campesinas que cultivaron un mejor destino.