Poeta y profesor domínicoamericano. Ha publicado más de 30 libros de poemas, crítica literaria y antologías poéticas. Su libro Otridades: Lámpara de los encuentros fue declarado por la Asociación de Editores de España como uno de los diez mejores de 2010. Ha recibido la Médaille de Vermeil de la Academia de Arte y Ciencia de París y el Premio Internacional Trieste de Poesía de 2011 por el conjunto de su obra poética. Dirige el Maratón de Poesía del Teatro de la Luna en Washington, D.C.
GALLO DEL ALBA
Lo prendieron por exceso de futuro,
por la furia de su cresta distinguida,
por la vaina de su boca al hueso vivo,
por sus piernas indecentes y agrietadas
y el aplauso de la gleba enmudecida.
Lo prendieron porque aireaba con su canto
que el vacío de la noche terminaba,
que la luz de un llanto sobrio establecía
sus vibrantes espectros juveniles
en la piel de la mañana.
Lo prendieron por exceso de alegría,
por hacer que el hombre tienda a su estatura
y cruce a cada paso nuevos puentes,
y levante polvaredas de guitarras
sobre el musgo desprendido del camino.
Lo prendieron, ya se sabe, a todas horas,
le violaron su aparente inocencia florecida,
la mordieron sus bordes impacientes, su rocío,
mas tuvieron que dejarle repetir el hechizo de sentirse
pregonero de la aurora en el corral de las pestañas.
EL JUICIO DE SÓCRATES PASADO POR LA TELE
Hacía muchos años que llevábamos incrustadas sus preguntas bajo las costillas.
Medio muerto traíamos el sueño de justicia, cuando en mitad de la pantalla
apareció el viejo Sócrates ya cicutado su silencio y su verdad a solas
después de explicar en silogismos convincentes que jamás
había pronunciado algunos de los juicios que el joven
Aristocles (Cabezotas o Platón, eran sus motes)
había escrito en sus memorias, publicadas
día a día, en diversas páginas de la guía
de la tele que todos leían y miraban
en una gran pantalla tipo plasma
puesta en el ágora de Atenas
por los que odiaban
la mayéutica.
Fue así como
llegamos a saber,
sin casi darnos cuenta,
que el loco a quien todos
envidiábamos, pues podía decir
lo que quisiera sin haber jamás escrito
nada y no tener, por tanto, nadie pruebas
contundentes que pudieran llevarlo al tribunal,
tenía leales seguidores en todas las escuelas del Estado,
menos en su casa, donde Jantipa lo había puesto en su lugar
más de una vez, pues no quería higienizar los fondillos de sus hijos
sin antes preguntarles si era posible conocer la virtud sin antes practicarla.
Dicen que también testificó contra el marido porque éste no le servía para nada.
NO LE PARECE APROPIADO AL PARECER
EL MOTE DE SEGUNDÓN QUE LE HAN COLGADO
Todos me han tenido siempre de segundo.
Sus intenciones claramente definidas,
me han mirado cuando menos de reojo,
sospechando de mí no sé qué cosas
-“engañan las apariencias,” dicen-
y me ponen en la lista de lo prescindible,
como si el vestido, el rostro, los modales,
sólo fueran ocasiones de un minuto
y el resto de la hora hubiera que entregárselo
a mi némesis, el Ser,
que nunca tuvo que hacer nada
para llegar a ser el hijo predilecto
del humano y sus asombros
(al menos así me lo parece).
Hubo sí ocasión fugaz,
débil esperanza de mi medro
-si hubieran visto qué alboroto
en el mundo desvirtuado de lo que aparenta-
cuando logró por fin Descartes señalar
-perdonen el empaque dieciochesco-
que el oficio del pensar mayéutico
estuviera por encima del Ser estático
o de la inanidad del Estar,
envés de su moneda.
Pensé yo entonces que el partero
de esta modernidad que desde entonces nos apremia,
amigo de reinas, algo galileante, y por ello
sospechado del romano tribunal, daría
otro salto en el método de examinar las apariencias,
haciendo vital la instancia de la idea
de que lo que aparece
puede también ser si yo lo pienso.
Pero el pobre se murió de frío relativo
en una cama nada cogitante de Estocolmo
y yo he tenido que seguir aquí de segundón,
acostumbrado a los axiomas
de la fe, de la filosofía, y deseando vivamente
que un músico quizás,
tal vez algún poeta del Índico o el Caribe,
me ponga en mi lugar, mejor,
espero, del que aquí me asigna Rei Berroa,
me saque oportunamente
de este estado segundino
del que estoy ya bien cansado
y me eleve a la condición
que me tengo, creo yo, bien merecida,
después de tanta espera.