Pablito Pueblo, de 15 años, tiene la ilusión de ser científico inventor, le dice á su mamá que quiere ser el Primero en descubrir la forma de convertir la basura en combustible para automóviles. A su madre Mirla estos sueños le iluminan el rostro un domingo por la mañana, aunque esté muy lejos de Pablito. Hace varios meses que “se la busca” en Puerto Príncipe, es decir, que busca la forma de ganar un dinerito como trabajadora sexual, para mantener a Pablito y a su hermano.
“La ausencia del padre –dice- es lo que nos empuja a nosotras a venir aquí, los hombres dominicanos tienen sus hijos y luego les dan la espalda”. En esta conclusión no está ausente la amargura; ni la verdad. La experta en asuntos de la mujer, Ana Tolenar, confirma que el fenómeno de las madres solteras ha tenido un repunte muy significativo en la última década. Cada vez son más las mujeres jóvenes -y adultas- que deben enfrentar la vida con las carencias económicas y afectivas que conllevan la crianza de hijos sin padre.
“¡Ay, todos estos g….van a acabar con uno!”. La frase está acompañada de una sonrisa perfecta y un cuerpazo joven y bien alimentado, el de “La Pesúa”, que pide que por favor para los fines periodísticos de lugar se deje bien claro que ella es la que más cuartos levanta. “No menciones mi nombre -agrega- que me parten el culo en Santo Domingo”.
Para ganarse su apodo, “La Pesúa” se jacta de tener un promedio de cinco haitianos por noche, lo que equivale a cinco “momentos”. Un “momento” es una simple penetración, que luego de ser satisfecha pone al cliente fuera. El precio de un momento es el equivalente a cinco dólares americanos. Todos esto lo relata “La Pesúa” con desparpajo y buen humor. “El cuero más importante de este cabaret soy yo. Yo no soy baúl de nadie, si alguien me dice un secreto, lo digo, porque soy Géminis”.
Esta mujer de 25 años tiene dos hijos: un varón de cuatro años y una niña de ocho, a quienes les envía remesas de 350 dólares cada mes. Los dos son de padres dominicanos distintos porque: “Yo no soy tan seria: ¿cómo voy a fabricarlos con uno solo? hay que aprender cómo lo tiran los otros”. No habla haitiano porque sólo tiene un mes y pico que llegó, pero sabe decir: dinero, hambre y comida (moné, grangú, mangé), que al final no es con palabras con lo que se la busca para mantener a sus retoños.
“La Bruja” habla perfectamente el haitiano, hace ocho años que llegó con una amiga para disfrutar del carnaval haitiano y “hasta la fecha: me quedé en carnaval” la risa la tira de la silla. Sin pretensiones de historiadora, “La Bruja” hace un recuento del pasado reciente de Haití: “He pasado de todo aquí: golpes de Estado, Aristide, la ida de Aristide un domingo 29 de septiembre, “cuando empezó el pum-pum-pum. Ese mismo día me fui en el minibús de la Embajada [dominicana]. Eso fue un desastre aquí, mataban a la gente, a la juventud, ¿tú te crees? En esa época no se salía a la calle, había que usar ropa negra y mantener las luces apagadas, tiraban de afuera para adentro, yo ni comía ni dormía con la zozobra”.
“La Bruja” regresó a este espeluznante panorama porque casi desde que llegó se consiguió un “marido” que la mantiene. Esta modalidad de prostitución implica que la trabajadora sexual continúa viviendo en su pieza del prostíbulo, pero sólo atiende a la persona de la que depende económicamente.
Con el dinero de esta relación “La Bruja” se compró su ranchito en el Ensanche Quisqueya, donde vive su hija de 21 años que nunca la ha venido a visitar: “Mi hija sabe que estoy aquí con un marido, yo siempre le pongo un pretexto para que no venga, le digo que aquí hay muchos problemas”.
Los problemas de la vida le dan un aspecto avejentado a esta mujer de 37 años, que ha sido víctima y testigo de las legendarias depredaciones (dechoukaje) haitianos; como en el 87, cuando Jean-Claude Duvalier abandonó definitivamente el país. “Yo estaba aquí cuando el dechuqueo, me quedé con la ropa puesta, perdí todo, tuve que refugiarme en casa de una amiga haitiana”. El “dechuqueo” es la práctica de vandalizar los bienes inmuebles de los poderosos con o sin ellos dentro. El término viene del haitiano “dechoukaje” que significa desenraizar. “Después vino la invasión, la Guerra Fría -La Bruja se vuelve a reír al hacer gala de sus conocimientos de política internacional- ahora el problema es la confusión, los negocios turbios, la droga; ahora tengo más miedo que antes, hay muchos ladrones, te roban dominicanos o haitianos, ¿qué tú dices, tenerle miedo a tus propios paisanos, y es fácil…?” La interrumpe Fanny, la del Salón de Belleza: “Esta que no se queje, que le va muy bien, no tiene que cocinarle a su marido y para lo único que baja a la barra es para beberse una cerveza y esperar a que llegue su “vegetal” (del coloquialismo vejete, viejo).
Fanny es la veterana de las lides de “La Búsqueda” en Haití. Hace trece años que llegó, habiendo hecho escala existencial en los mismos menesteres en Grecia, Turquía y Alemania. Exhibe con orgullo de sobreviviente la cicatriz que le dejó en el seno izquierdo un griego que la sacó de República Dominicana hace más de una década. Para Fanny los haitianos se comportan mejor que los dominicanos, aunque en general confiesa que ha tenido mucha mala suerte con los hombres, no importa la nacionalidad. “Enamorarme, para qué: ¡hazme el favor!”. Tiene 34 años y una hija de 12 en Nueva York. No le hace falta su país, ni tiene ilusiones para el futuro: “Mi futuro será el mismo que lo que tengo ahora, no voy a Santo Domingo porque me haga falta, sino porque ahí está mi familia”. Ese “ahora” es una piececita en uno de los cabarets más establecidos de Martissant, en la calle Jean Jacques Dessalines, donde desde la primera ocupación estadounidense (1915-1934) la piel de las dominicanas se cotiza bien; y en dólares. El lugar está frente al mar y se entra por un callejón que garantiza privacidad y seguridad; se trata del famoso “El Caribeño”. Unas cincuenta mujeres, todas dominicanas, viven en pequeñas habitaciones ubicadas a lo largo de la entrada que alquilan al dueño, de quien todas afirman recibir buenos tratos.
En otros cabarets de Puerto Príncipe las mujeres están obligadas a trabajar todos los días; aquí no. El dueño sólo exige puntualidad en su renta semanal de unos 25 dólares americanos. Como en la mayoría de las edificaciones de esta área populosa, colindante del barrio de Carrefour, no hay sistema de aguas negras ni letrinas. Desde el gran salón de baile de “El Caribeño” -un espacio amplio techado y sin paredes- se vislumbra la belleza de la serena bahía de Puerto Príncipe, completamente opacada por el hedor de la podredumbre más heterogénea y el caos urbano endémico de esta ciudad. Hace tres años, durante el embargo, Fanny tenía un salón con agua corriente y la dentadura en mejores condiciones.
“Ahora” se las arregla para lavar a sus clientas con un lavamanos portátil que desahoga rutinariamente por el balcón de su pieza. Con la serenidad de quien ha visto más que lo suficiente, dice: “A mí ya nada me sorprende”. No sólo su piel está más ceniza y sus cabellos tienen menos brillo: “También la seguridad está peor, ahora te matan por cualquier cadenita de oro”. De las amistades de hace tres años le quedan un par de muertos y una que otra viva con la que se peleó, pero no se queja porque nunca se ha enfermado y además, “los haitianos nunca me han hecho nada”. En efecto, las mujeres entrevistadas afirman que la mayoría de los haitianos además de tratarlas con deferencia, traen su condón, y si no, ellas tienen. La preferencia que demuestra tener el hombre haitiano por la trabajadora sexual dominicana está documentada por el historiador Georges Corvington en uno de los volúmenes de su extensa obra “Port-au-Prince au cours des ans (1743-1950”. El autor dice que es a partir de 1923, cuando la prostitución exótica se instala en esa ciudad, muy en detrimento de la local. Los primeros clientes eran los estadounidenses que ocupaban en ese entonces la isla completa. Les siguieron los locales, según el autor, por curiosidad. En esa época la resistencia moral a la proliferación de cabarets de dominicanas (se llamaban entonces “dancings”) era patente entre la buena sociedad haitiana. Hoy en día, tras más de siete décadas de ejercicio ininterrumpido, el estatus de la dominicana trabajadora sexual en Haití es tan reconocido, que formará parte de la próxima reunión de la Comisión Bipartita entre los Secretarios de Relaciones Exteriores de ambos países. De acuerdo a lo dicho por el encargado de Negocios de la Embajada Haitiana, Guy Lammothe, este nuevo punto de negociación es la última novedad de la agenda, que se discutirá en enero de 1998.
“El hombre haitiano no hace sentir a uno como que esto es un cabaret”, habla Alexandra, de 23 años. Llegó hace sólo cuatro meses y afirma que nunca antes había tenido que “ejercer”. “A mí no me da miedo el SIDA, porque yo compro mis condones por cajas”. Ninguna de ellas ha escuchado hablar del COIM, donde se orienta y organiza a las trabajadoras sexuales residentes fuera y dentro del país, ni tampoco ninguna organización haitiana les da consejería o algún tipo de asistencia.
Mirla, de 32 años, la mamá de Pablito Pueblo, tiene un par de terrenos alquilados en la avenida Libertad en Santo Domingo. Cursó hasta el segundo de bachillerato y le gusta Haití porque: “A los haitianos no les importa que uno sea así, un cuero, en cambio los dominicanos son malos; la mayor parte”. Pablito, el que sueña con ser un inventor, tiene quince años y un hermanito de dos. Su mamá dice que si hubiera tenido una hija, la hubiera aconsejado que mejor “se la buscara” antes que aguantar a uno de sus paisanos que son tan machistas. “Usted lo sabe, cómo algunas mujeres aguantan tanto; así que para pasarla tan mal, a mi hija le diría que mejor haga esto”.
LISTÍN DIARIO, MIÉRCOLES 27 DE DICIEMBRE de 1997.