En el artículo “Dominicanidad transida: ¿virtual o real?”, escrito para mi columna Carpe Diem, del periódico El Día, publicado en fecha miércoles 2 de agosto de 2017, a raíz de la salida al público del ensayo de Andrés Merejo titulado Dominicanidad transida. Entre lo virtual y lo real (Santuario, 2017), sustenté, bajo la dictadura de seiscientas palabras, algunas ideas que el presente escenario me permitirá ampliar y contextualizar con algo más de holgura expositiva.
Afirmé que, si con Emmanuel Lévinas asumiéramos que la filosofía es la ciencia de las ingenuidades, y que su ámbito está en el Topos Uranos platónico, bien apartado de la vida cotidiana o la realidad, entonces, podríamos ver en la tecnología una dimensión radicalmente opuesta y esencialmente ajena a ella. Parecería, pues, que la tecnología y su inclinación hacia los recursos digitales coluden con la filosofía. Para Heidegger (1953) la pregunta por la técnica, que en su tiempo es básicamente estructura de emplazamiento, y, por tanto, maquinaria, conlleva a la esencia de su relación con el hombre y su afán de hacer salir lo oculto, poniendo al hombre mismo en peligro frente a su propio destino. Ese peligro está en que la técnica impone su dominio. Solo el arte podría salvar la humanidad de ese sino. Sin embargo, no ha sido exactamente así.
Más aun, en su conferencia “El principio de identidad”, pronunciada el 27 de junio de 1957, en conmemoración del 500 aniversario de la Universidad de Friburgo, Heidegger vuelve a reflexionar en torno a lo que llama el mundo de lo técnico. Allí argumenta que, por ejemplo, a pesar de lo fundamental del lenguaje para comprender la relación identitaria, de origen parmenídeo, entre pensamiento y ser, no es posible llegar a la experiencia de la presencia del ser en el “mundo técnico”, con simplemente nombrar el término. Y esto se debe a que mundo técnico y ser en el mundo no son una misma cosa. Hay en lo técnico un “plan”. Porque, lo técnico es, en efecto, “el plan que el hombre proyecta y que finalmente le obliga a decir si quiere convertirse en esclavo de su plan o quedar como su señor” (Ibid, p.7). Ahora bien, no es justo considerar que el mundo técnico es “obra del diablo”. Tampoco sería viable pensar en su destrucción. Sin embargo, sí queda claro que el “plan” del mundo técnico debe, en unión de propósitos con el hombre, procurar que no se engendre en él mismo el peligro de destruir al hombre y al mundo. De ahí que Heidegger advierta sobre la necesidad de evitar o “cuidar” que el mundo técnico pueda volverse autodestructivo.
La idea del peligro autodestructivo del mundo técnico se apoya en la afición de este por “calcular”, que, de acuerdo con Heidegger, tira o se opone de modo “violento” a nuestro pensar. Si bien la llamada “máquina del pensar” (Idem) -hoy hablamos, más bien, de inteligencia artificial-, es capaz de calcular miles de “relaciones” en apenas un segundo, no es menos cierto que, más allá de la “utilidad técnica”, esas “relaciones” carecen de esencia. Esa esencia radica en “el campo de la tradición”, que, aunque parezca paradójico, es el punto de apoyo por excelencia para pensar por adelantado. Así, la oración final del ensayo de Heidegger proclama: “Solo cuando nos volvemos con el pensar hacia lo ya pensado, estamos al servicio de lo por pensar” (Ibid, p.11). La supremacía del cálculo, eso que Byun-Chul Han llama, con absoluta propiedad, pensamiento “aditivo” o “dataísmo”, el culto al Big Data y a la autosuficiencia aparente del dato mismo, forma parte de las piedras angulares sobre las que se sustentan la alienación digital y la hiperinformación de la sociedad tardomoderna, posmoderna o del neoliberalismo económico.
Pero no todo es miedo o fatal premonición. El apogeo tecnológico-digital ha dado lugar a un nuevo campo filosófico, colocado más allá de la sociología, aunque se nutre de ella, al que hemos dado en llamar humanismo digital. Manuel Castells, para solo citar un caso, publicó entre 1997 y 1998 su extraordinaria saga de tres volúmenes titulada “La era de la información” -recordemos que el fenómeno era relativamente reciente-, a través de la cual disecciona la cuestión en temas capitales como la sociedad red, el poder de la identidad y el fin de milenio con sus implicaciones de orden ideológico y socioeconómico.
En nuestro país, el catedrático y ensayista Andrés Merejo ha hecho de este nuevo campo su estandarte mediante la publicación de una serie de obras como El ciberespacio en la Internet en República Dominicana (2007), Hackers y filosofía de la ciberpolítica (2012), La era del cibermundo (2015), con la que obtuvo en 2014 el Premio Nacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña, Modalidad Ensayo Científico, y El Cibermundo Global en la República Dominicana (2016). Obtuvo un doctorado en Filosofía en un Mundo Global por la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y es coordinador del máster conducente a doctorado La Globalización a Examen: Retos y Respuestas Interdisciplinares (UPV/EHU-UASD), así como fundador y director del Observatorio de las Humanidades Digitales en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), desde el cual promueve seminarios y foros sobre cibercultura, ciberpolítica, filosofía y epistemología, entre otros.
En su más reciente obra ensayística, La dominicanidad transida. Entre lo virtual y lo real, que hoy tenemos a bien comentar, Merejo profundiza su visión de lo que entiende como filosofía tecnocientífica, abordando el fenómeno cibernético, en tanto que saber complejo, para un análisis, desde una perspectiva ética, de la sociedad posmoderna a través de la articulación crítica del sujeto cibernético, el lenguaje, la lengua-cultura y los acontecimientos societales en general, sobre todo, aquellos relacionados con las ciberadicciones, la ciberpolítica y el ejercicio y la degradación del poder fáctico (hipercorrupción, hiperclientelismo, hiperpatrimonialismo).
Apelando a un verso del poeta peruano César Vallejo toma el término “transido” para la construcción de lo que llama “dominicanidad transida”, es decir, aquel estado de una nación que vive dubitativa entre lo real y lo virtual; aquella dominicanidad percibida “como devenir de una construcción imaginaria en el plano social y cultural”; aquella conceptualizada “como expresión de la fatiga, de las penalidades”; aquella “atravesada por acontecimientos reales y virtuales, de convulsiones e incertidumbres sociales y políticas a escala global” (p.17). Transido es un adjetivo que, de acuerdo con María Moliner (Diccionario de uso del español, Gredos, 2007), deriva del participio pasado del verbo transir, del latín transïre, que significa pasar, terminarse o morir. El significado de transido remite a algo afectado por un dolor físico o moral intensísimo. En la edición del tricentenario de la Real Academia Española, el Diccionario de la Lengua Española (2014) da entrada al término transido también como participio de transir y como adjetivo que equivale semánticamente a fatigado, acongojado o consumido de alguna penalidad, angustia o necesidad. En una segunda acepción remite al significado de miserable, escaso y ridículo en el modo de portarse y gastar.
A partir de ciertos núcleos léxicos básicos del poema de Vallejo titulado “Transido, salomónico, decente” (Vallejo, C. Obra poética completa, Santo Domingo, Alfa y Omega, 1985, p.242), en cuyo sentido se simboliza una condición de la existencia, una condición socio-cultural del individuo “cadavérico”, “fatídico”, “ceñudo”, “recostado”, “áspero”, “atónito”, y por demás, confundido, acobardado, olvidadizo, que viste “oralmente” y va cargado de incertidumbre, Merejo edifica la condición socioeconómica y cultural del dominicano transido caracterizada por la precariedad, la carencia de bienes materiales y la miseria espiritual, una enfermedad social “que no ha podido ser curada por la modernización cibernética, disruptiva e innovadora de estos tiempos” (Ibid, p.19). Al plantearse el problema de construir un discurso racional, analítico de esa condición Merejo admite que abordar la dominicanidad transida entre lo virtual y lo real le hace “verse envuelto en espejos” (Ibid, p.21), en los que se van a reflejar los agotamientos y malestares sociales padecidos por el sujeto dominicano.
Si bien se padece en la vida nacional una bancarrota ética, que tiene en la partidocracia y el Estado clientelar sus más deleznables expresiones, el autor quiere salvar la dominicanidad del fatalismo, del pesimismo y de la incertidumbre a que se la empuja y que la evidencia transida, fatigada, acongojada, consumida o angustiada. Pero, también, miserable y ridícula. ¿Salvación real o virtual? Salvación necesaria, diría yo. Por ello Merejo subraya que “la historia de la dominicanidad transida busca situarse como un discurso más allá de cualquier visión fatalista, de derrumbe o destrucción” (Ibid, p.15), afincando su corte cronológico en las postrimerías del decenio de los 70 del siglo pasado, con la finalización del primer período de doce años del despotismo balaguerista. Pero, lo que más interesa al pensador es lo que denomina dominicanidad transida de los tiempos cibernéticos, esa que “vive entre lo real y lo virtual, en donde más de un 53 % de sus habitantes navegan por el ciberespacio y parte de estos se conectan permanentemente a las redes sociales” (Ibid, p.16).
Algo que me parece interesante es ver cómo el autor nos plantea una escisión entre lo virtual y lo real-social, cuya frontera o distanciamiento, si los hubiere, se desploman mediante la articulación, como efecto de lo transido mismo de nuestra situación social y cultural, de agobiantes acontecimientos sociales y culturales. Así, en el “espacio real”, en tanto que “escenario”, se producen los acontecimientos sociales y culturales de los que “se alimenta” el espacio, el mundo de lo virtual, ese “que por sus características es interactivo y brota de lo cibernético, de los dispositivos móviles y redes de pantallas digitales” (Idem). Veremos cómo, precisamente, cuando esos espacios no son bien articulados y el sujeto digital se aliena en el ciberespacio, puede llegar a subsumir, a agotar su identidad en la del homo digitalis y considerar, errónea e ingenuamente, que su accionar en el ámbito virtual es suficiente para producir cambios radicales en el ámbito de lo real-social. Aquí tiene su fundamento la duda, el enfoque crítico en torno a la supuesta eficacia democrática y modernizadora de las redes sociales como ámbito y herramienta de movilización social y reivindicaciones políticas y económicas, tan en boga a partir de la llamada Primavera Árabe de 2010, que pensadores como Zygmunt Bauman y Byung-Chul Han ponen en cuestión, aunque con diferencias de matices y no de naturaleza, tanto en sus entrevistas como en sus ensayos sociológicos, filosóficos, políticos y culturales. Critican lo que Joaquín Estefanía (“Bauman, el pensador viral”, El País, jueves 12 de enero de 2017, p.26) considera “esa idea extendida en una parte de los usuarios de las redes de que escribir mensajes revolucionarios en las mismas equivale a intervenir en un espacio público.” He aquí una muestra de desarticulación y no, precisamente, de articulación, como plantea Merejo, entre lo real y lo virtual.
Es notorio que Andrés Merejo no concuerda con los enfoques cuestionadores, sobre todo, de la eficacia política de las redes sociales, en Bauman y en Han, así como tampoco comulga con Umberto Eco y sus últimos resabios contra lo que considera la invasión de la incultura por vía de las redes sociales al espacio del auténtico saber, por lo que podríamos asumir como un exceso de equidad o de democratización. “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas”, además, Internet ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad”, dijo Eco (https://actualidad.rt.com/actualidad/177851-umberto-eco-redes-sociales-legion-idiotas).
La crítica de Merejo a estos autores, especialmente a Bauman y a Eco, acusa una fragilidad. Toma como fundamentos teóricos de sus respectivas visiones de las redes sociales o el orden digital entrevistas coyunturales publicadas en periódicos, con excepción de la referencia al ensayo de Bauman En busca de la política (FCE, 2001), que se publica en 1999, un libro, después de todo, ajeno a reflexiones sobre la tecnología, Internet o mundo digital y más propio del problema de los totalitarismos ideológicos y de la identidad individual y colectiva en lo que ya denomina posmodernidad.
En Ética posmoderna, un ensayo de 1993 (Siglo XXI, 2013, pp.222-253), figura una amplia reflexión, entre los paradigmas de Beck y Giddens, acerca de la relación entre el orden tecnológico y el yo moral, en la que sí aparece el concepto de Lévinas sobre la “distancia” en la relación del yo con el otro, que luego, en el ámbito de lo digital, se va a transformar en un modo de distancia del yo consigo mismo, con los demás y con el espacio real, para su interacción en las llamadas comunidades digitales o sociedad en red, como prefiere Castells.
En lo que concierne a Bauman y la crítica de Merejo acerca de su confusión en las nociones de Internet y ciberespacio, además de entender las redes sociales como trampa, convendría precisar que lo que vamos a ir descubriendo en la evolución del pensamiento del sociólogo polaco desde 1999, cuando en el ensayo La cultura como praxis (Paidós, 2010, p.45) ya habla del espacio cibernético y de la “red global de información” como nuevos órdenes culturales que se impondrían al orden real, hasta sus ensayos y diálogos filosóficos, sociológicos y políticos más recientes, es una visión crítica, una advertencia, si se quiere, acerca de, por un lado, la alienación que el uso excesivo de las redes sociales o ciberadicción provoca en los sujetos digitales, hasta llegar a lo que hoy llamamos infoxicación, así como el problema de la pérdida de vínculos humanos que la soledad digital implica, y por el otro, los límites que en el ámbito de lo político y la acción o movimiento social las redes, como espacio online, presentan frente al accionar del ejercicio de la política como poder fáctico, como espacio offline. He aquí una confrontación de hecho entre lo virtual y lo real, donde el llamado, de acuerdo con Bauman, habría que ponerlo, justamente en algo que muy bien plantea Merejo, es decir, la articulación.
Más aun, en su enjundioso ensayo de 1998 titulado La globalización. Consecuencias humanas (FCE, 2011, pp.66-73), el autor se plantea la superación del panóptico de Bentham y Foucault como mecanismo de poder y control de los individuos por el súper panóptico basado en datos y redes, es decir, el Sinóptico de Mathiessen como poder en el “ciberespacio”.
En su libro Modernidad líquida (FCE, 2003, p.165), publicado en el año 2000, el autor reflexiona acerca de las relaciones de poder implícitas en el acceso a la información electrónica. En la obra Sociedad sitiada (FCE, 2013, pp.52-58), bajo el subtítulo de “Surfuear la red” (o navegar la red), el autor se refiere a una “élite global” que, desde la economía y la política, empezará a sustituir el concepto de sociedad por el de red. En un trabajo de 2011 titulado Daños colaterales. Desigualdades sociales en la era global (FCE, 2011, pp.124-128), el filósofo polaco maneja el concepto de “autopista de la información” como sinónimo de internet, y también habla acerca de los mails, iPhones y de Twitter y el “tuiteo”, remarcando que estos “vehículos” de surfeo o navegación digital vuelve frágil nuestra humana capacidad de atención, tanto a la información misma como a los demás seres humanos, y nos hace pagar un precio por la “disponibilidad” de la información, y es el de que esa disponibilidad se traducirá en una reducción severa de su significación. Además, las comunidades creadas en el espacio virtual “no están concebidas para perdurar” (Ibid, p.126), dada la facilidad con que sus miembros pueden conectarse y desconectarse.
En su diálogo con Ricardo Mazzeo, que se publicó en 2012 bajo el título de Sobre la educación en un mundo líquido (Paidós, 2013), Bauman trata la cuestión del uso político y social de las redes y su efecto en los temas de Estado. Luego de analizar movimientos como los Indignados de Europa, Occupy Wall Street en Estados Unidos y la Primavera Árabe, afirma que: “Ninguno de los estallidos de protesta de raíces populares, que han sido propiciados de forma verdaderamente espectacular por Internet y luego masificados por la electrónica, han conseguido, al menos hasta ahora, eliminar las causas que han desencadenado la ira y el desespero de la población” (Ibid, p.95). Aduce, además, que, si bien es cierto que con los medios digitales las “chispas” se suceden al vuelo, “no son los aparatos electrónicos, por inteligentes que sean, quienes determina la incidencia y la naturaleza de las explosiones sociales” (Ibid, p.142).
En la obra de 2013 Ceguera moral. La pérdida de sensibilidad en la modernidad líquida (Paidós, 2015, p.145), basada en un diálogo con el filósofo lituano Leonidas Donskis, Bauman retoma la articulación entre ciberespacio y movimientos sociales y hace ver que, distinto a lo que ocurre en la militancia civil en las calles, las protestas en la red no pasan de ser la exigencia de “derechos sin obligaciones”.
En otro diálogo, ahora con David Lyon, publicado en 2013 bajo el título de Vigilancia líquida (Paidós, 2013, p.47), el creador de la metáfora de la sociedad líquida advierte que “una red y una comunidad son tan diferentes como las peras de las manzanas. Pertenecer a una comunidad es un estado mucho más seguro y fiable que tener una red, aunque ciertamente, con más restricciones y obligaciones”. En su última obra publicada en vida, denominada Extraños llamando a la puerta (Paidós, 2016, pp.93-97), Bauman establece las claras diferencias entre los mundos offline y online, poniendo énfasis en las responsabilidades morales y éticas del primero, a diferencia de las seducciones y encantamientos, sobre todo, por el autopoder que confiere al sujeto digital, del segundo. Concluye que existe en el mundo online una “simplificación” moral que no tendría lugar en el espacio offline.
En su obra póstuma Retrotopía (Paidós, 2017), el catedrático de la Universidad de Leeds, Inglaterra, subraya cómo desde el ciberespacio y las redes sociales (Facebook, Twitter, MySpace o LinkedIn) el poder y la vigilancia sobre los individuos posmodernos es más eficaz y de qué manera, mediante la manipulación digital y las falsas noticias, una “nación ciberformateada” (Ibid, p.71) como los Estados Unidos fue arrastrada a llevar a la Casa Blanca a un maniático como Donald Trump. En este caso, los populistas dieron voz a buena parte de los excluidos.
En su diálogo de 2015 con el periodista Ezio Mauro, titulado Babel, y publicado a finales el pasado año (Trotta, 2017), también como obra póstuma, hay un extenso y último capítulo subtitulado “Solitarios interconectados”, en el que Bauman retoma la oposición entre culturas online y offline, imprimiendo a la primera rasgos de “adiaforización” tecnológica (Ibid, p.77), por ejemplo, al matar seres humanos con drones, al tiempo que subraya la diferencia entre información o hiperinformación y conocimiento (porque el saber no es el algo que “se descarga”, Ibid, p.97); además, la problemática de la identidad digital como “identidades ilimitadas” (Ibid, p.91), la falsa libertad en las redes sociales (Ibid, pp.104-105) y el grave peligro de lo que llama “slacktivismo” o activismo lento, el cual define como “una actitud peligrosa por sus seductoras promesas de un confort físico y espiritual, y una virtual ausencia de riesgo, (que) en más de un sentido predispone a sus seguidores a olvidar que el original activismo significaba” (Ibid, p.119). O lo que es igual decir, que tenía un sentido político y social.
No quisiera concluir la referencia a Bauman sin antes profundizar un poco en el “slacktivismo”, con el cual el pensador explica muy claramente la diferencia entre acción socialmente comprometida en el ámbito de lo real y la ilusión de combate o de lucha activa que se libra en el espacio virtual, bajo la creencia de que sería suficiente para producir cambios relevantes en el orden socioeconómico y jurídico-político. Es un neologismo que se fundamenta en el adjetivo inglés “slack”, que significa vago, flojo, descuidado, perezoso, lento, negligente o muerto. El “slacktivismo” o activismo lento es estimulado por sitios web de los llamados “social networks”, dígase Facebook o Twitter, limitando la participación de los individuos en cuestiones públicas o cívicas para combatir males políticos y sociales solo clicando “me gusta” o publicando un tuit, creando en ellos la ilusión vacía de que de esa forma participan o hacen algo concreto por el cambio o las reivindicaciones. El slacktivimso es “una actitud peligrosa por sus seductoras promesas de un confort físico y espiritual, y una virtual ausencia de riesgo (que), en más de un sentido predispone a sus seguidores a olvidar lo que el original activismo significaba” (Ibid, p.119). Se trata de una suerte de militancia social y cultural “light”. El fenómeno se vio con bastante claridad en la Primavera Árabe, que, en principio, dio a las redes sociales un protagonismo enorme, cuando se trataba de países con relativamente pocas comunidades virtuales, especialmente en aquellos de Estados o Gobiernos autoritarios, por ejemplo, Irán.
Hay que dudar, pues, que el activismo lento de las redes sociales lleve implícito el espíritu o el germen de la democracia como sistema. Esta tendencia, antes que a cambiar el orden establecido o a mejorar las condiciones y limitaciones de la sociedad, más bien, podría crear un efecto de simulación transformadora, que garantice la continuidad del orden establecido, liberando a los sujetos cibernéticos de su responsabilidad ciudadana, dejando rezagados los derechos humanos y los avances de la democracia en el mundo.
Ahora bien, lo planteado no es razón suficiente para restar importancia a lo que Norberto Zingoni (El poder en la era de Internet, Sílex Ediciones, 2016) llama la revolución del hombre aislado, en la que, para solo citar dos casos emblemáticos, Julián Assange y Edward Snowden, “sin demasiada estructura y desde un cibercafé, pusieron en vilo a los servicios de seguridad como el FBI, la CIA, la Agencia de Seguridad de los Estados Unidos” (Ibid, p.51). Sus acciones solitarias, aisladas en la red provocaron cambios relevantes en las estructuras económicas, políticas y sociales de la condición neoliberal y posmoderna.
En lo que concierne al filósofo alemán de origen surcoreano Byung-Chul Han, un recorrido por sus ensayos publicados hasta la fecha podría tomarnos demasiado tiempo. Sin embargo, es conocida su postura crítica contra lo que él denomina el orden o el “giro” digital. Su argumento clave es que en el neoliberalismo y la tardomodernidad el individuo se explota a sí mismo, sin necesidad de que otro lo explote, como ocurría en la visión de Marx y Engels, hasta provocarse el síndrome del burnout o del trabajador quemado; que vivimos dopados por el narcisismo y por la depresión y que la época en que el otro era importante, para la convivencia social y para la reafirmación creativa del yo, ya ha desaparecido; que estos fenómenos, entre otros tantos que nos convierten en seres más tristes y solitarios tienen que ver con el apogeo del giro digital y con la hiperinformación, la hipertransparencia, el dataísmo o culto al dato per se y el consumismo delirante a que nos invita para reducirnos a sujetos de rendimiento laboral. Recuérdese que Heidegger ya andaba preocupado, en los años 50, por la presión del cálculo, que Han presenta como tendencia “aditiva”, es decir, que solo suma y teclea, contra el pensamiento y el acto de narrar a través del lenguaje. Brillantes ensayos suyos como Sobre el poder, de 2005 (Herder, 2016), La sociedad del cansancio, de 2010 (Herder, 2012), La sociedad de la transparencia, de 2012 (Herder, 2013), En el enjambre, de 2013 (Herder, 2014), Topología de la violencia, de 2013 (Herder, 2016), Psicopolítica, de 2014 (Heder, 2015) y su más reciente ensayo de 2016, La expulsión de lo distinto (Herder, 2017), entre otros.
Por sus miradas oblicuas al apogeo y masificación del giro digital no podemos ver, ante todo, a Bauman y a Han, el caso de Eco constituye, después de todo, un exabrupto periodístico (similar al que hizo en otra ocasión al sustentar: “Odio a los deportistas, espero que se maten todos entre sí”), como intelectuales clásicos con vocación de “indigentes digitales” o con padecimiento del “síndrome amish”, según la categorización de Enrique Ferrari Nieto (Resistencias con lo digital, Los libros de la Catarata, 2014), que implica un rechazo visceral por las tecnologías y por la revolución digital. No. Se trata, más bien, de una visión crítica.
Merejo considera, aun así, y yo lo respeto, que ellos tienen un discurso con “sentido único” (Ibid, p.55) con respecto a las redes sociales y que tampoco llegan a comprender, sustenta, que “el mismo sujeto cibernético es el sujeto de la sociedad” (Idem). Sin embargo, cuando el propio Merejo asume también una actitud de cuestionamiento a ciertos fenómenos propios del orbe digital, apunta una suerte de inmersión narcótica de los sujetos nativos digitales dominicanos, que “viven atrapados en las redes sociales” y llegan a pensar que las redes tienen vida en sí mismas, rechazando, en consecuencia, los “espacios sociales”, porque estos “los constriñen, sin que tengan oportunidad de abrirse camino en una sociedad repleta de hipercorrupción e impunidad” (Ibid, p.96). Este ángulo de mira lo acerca bastante a los pensadores que había cuestionado.
No nos damos cuenta de la falsa libertad que se propala en las redes sociales. En esta sociedad del exceso de información y de la incesante y delirante acumulación de datos, el poder sobre los individuos se ejerce de manera sigilosa, digital, evidente, aunque no siempre perceptible. El sinóptico de Thomas Mathiesen, que permite que muchos vigilen a pocos, por la influencia de los medios de comunicación masivos; o bien, el banóptico de Didier Bigo, que mantiene lejos, clasificados y excluidos a los vigilados, por razones de seguridad o prejuicios culturales, económicos y raciales, son alternativas de lo que Han denomina panóptico digital. Estos nuevos sistemas de control son hijos de la revolución digital, el neoliberalismo y la globalización. Se trata del razonamiento del dato, aunque, dato no es sinónimo de objetividad.
Nuestra libertad depende, pues, de la velocidad con que aparezca nuestro perfil o archivo digital en la pantalla del dispositivo que almacena, clasifica, vigila y controla intangiblemente. Mis perfiles o cuentas en la red son la evidencia de una postura identitaria o huella digital, cuya duración dependerá de mi decisión. Queda a expensas de la temporalidad del clic. Como es ilimitada la cantidad de información del Big Data, también es ilimitada su facultad de control y conocimiento interior de los cibersujetos. La libertad propia de las redes sociales es también coacción, coerción y represión. Ya no es el cuerpo (biopolítica) la unidad de control represivo o disciplinario. Ahora es la psique (psicopolítica), porque la orientación de la productividad en el nuevo capitalismo y sus resortes ideológicos descansa más en lo inmaterial o intangible. El poder de vigilar es ahora virtual, digital, ciberespacial. Invade la mente de los individuos, aunque deje en presunta libertad el cuerpo. Se manipula la voluntad más que el acto individual. Las redes sociales son una trampa de insospechada vigilancia existencial, por hipervisibilidad e hipertransparencia.
La obra ensayística de Andrés Merejo, La dominicanidad transida. Entre lo virtual y lo real, es pionera en nuestro contexto académico, intelectual y cultural, y se ha forjado en base a una sistematicidad digna de elogio y de reconocimiento. Hinca, con su escalpelo crítico, la piel hipersensible del tejido social e ideológico-político dominicano y denuncia, con singular valentía, los males de un tiempo y una sociedad cuyos liderazgos institucionales, políticos y sociales cargan con la responsabilidad, después de todo, eludida, del gris nubarrón que le oculta la luz de la esperanza, y de las lacras éticas y morales que, a fuerza de corrupción, patrimonialismo e impunidad, la condenar al padecimiento de lo transido, lo doloroso, lo impenitentemente fracasado.
Santo Domingo, D.N.
28 de febrero de 2018