Con sus dedos tiznados de antigua mugre estiró el guante de látex hasta el límite. El esfuerzo provocó su rotura desde el dedo índice hasta el resto de la pieza. Aprovechó el desguañangue para tragarse tiras ripiosos de los dedos y la palma.
Saboreó la apestosa goma de saliva y plástico que ocupaba toda su boca desdentada y cuarteada como desierto de película de vaquero.
Tanto tiempo sin hablar con nadie, en el abandono, en la real locura, en la indiferencia de la ciudad que no habla con indigentes. Solo se limita a darle diez pesos y seguir su camino. Continuar su tensa vida de prisas y tapones. Y, claro, la mendicidad no es asunto de ellos.
Todas las cucarachas sufren de claustrofobia.
Antes de tragarse lo que quedaba del guante, ya había engullido varias mascarillas azules de las que ahora usa todo el mundo para no morir, menos él, que no sabe de virus, ni de toque de queda, ni de vacunación. Mucho menos de anticuerpos y de que existe la ciudad de Whuan y de que Biden quiere saber si la sopa de murciélagos existió o si la peste salió de algún laboratorio de la Gran Chinca Capitalista y Autoritaria con su Partido Comunista timbí de millones de dólares y siempre a la vanguardia de ser el Gran Hermano Represor y Vigilante.
Sigue masticando el bolo de mascarillas y guantes mientras su mano negra explora el próximo zafacón a ver si la suerte se le cruza y lo sorprende algún tesoro. Quien sabe, alguna sobra de Yao, de Pala Pizza o de alguna sucursal de Barra Payán. Un trozo de algo aunque sea envuelto en hormigas mordedoras y servilletas embarradas de cachú.
Es el Rey de los Zafacones. Precisamente ahora, a las cinco de la tarde, cuando los “ricos” invernan en su toque de queda tratando de apagar el miedo y las ansiedades con tragos o una línea de perico. Siempre aparece el perico. Los ricos piden su coca por wasap a sus deliverys. Los “pobres” se la huelen en el teteo: la nueva cultura de la transgresión. El nuevo juguete para tentar a la muerte. El suicidio compartido. El narco party barrial . Una ofrenda al delirio y la locura.
No encuentra ningún tesoro escondido en la negrura de los zafacones. Camina varios pasos a mitad de la calle desierta y de repente, frena, se dobla y expulsa la masa pestilente y deshilachada de látex y mascarillas turquesa. Vomita un charco blanquiazul en la paz impuesta por el virus. Un gran escupitajo de animal ofendido por no encontrar tesoros de la buena suerte. Un gato huele el charco y espantado prefiere cruzar la calle.
El hombre mareado se sienta en la calle desolada. De nuevo escupe. Esta vez, un hilo blanco y baboso como un lagarto escalador de paredes- Al rato, una patrulla motorizada de la Policía lo levanta y lo sienta al borde de la acera entre mierda de perros y botellas de cerveza. No le piden la cédula y no le preguntan nada. Para los comandos se trata de otra basura más. Nada que merezca dignidad ni atención en medio de la pandemia.
El indigente alza una de las botellas de cerveza y para su asombro descubre en el fondo, un buen bigote del líquido y una cucaracha patas arriba. La cucaracha, de seguro borracha y claustrofóbica, intenta zafarse de su destino. Todas las cucarachas sufren de claustrofobia. De un solo petacazo se bebe el bigote. El indigente ahora sonríe y le da igual no encontrar tesoros en los abismos de los zafacones. Ya hizo su noche.