En la costa africana de Ouidah, en Benín, reina un paisaje de abandono y desolación. Allí se encuentra un arco de piedra que rememora las enormes procesiones de esclavos que eran forzados a ocupar los barcos negreros destinados a América. Del llanto, los gritos y la impotencia de aquellos días, según el etnólogo francés Alfred Métraux, solo permanece la melancolía de una playa silenciosa y desierta. Cuantos siglos de almas anónimas y tristes arrastrará el viento salado por esos confines. Pues, el lugar que ocupa la “Puerta del no retorno” sería lo último que los esclavos verían de África. Una vez ocupaban los buques, jamás volvían. Muchos ni siquiera llegaban vivos al Nuevo Mundo. Es difícil imaginar el nivel de conmoción y desesperanza que debieron sentir cientos de miles de personas al verse cruelmente despojadas de su dignidad, su tierra y seres queridos. En esas condiciones, sin embargo, solo algo de sí retenían en sus corazones temerosos y resentidos, algo insondable e inaprensible para los amos blancos. Llevaban el vudú.
Nadie hubiese imaginado que el vudú no solo serviría para reivindicar la identidad africana y evocar la tierra natal y perdida, sino que resplandecería como estandarte de resistencia y base de revoluciones posteriores que derivarían en la abolición definitiva de la esclavitud.Pero, lamentablemente, el vudú suele ser concebido de otra manera. Como advierte Métraux, “el vudú sugiere habitualmente imágenes de muertes misteriosas, ritos secretos o saturnales celebradas por negros borrachos de sangre, de estupro y de Dios”. El compilador Amar Hamdani refiere que hubo una literatura “blanca” que fomentó esta imagen diabólica y bárbara del vudú en la cultura popular. Libros como La isla mágica(1929) de William Seabrook o Haytiorthe Black Republic (1884) de Spencer St. John no solo impregnaban un hálito de aventura, crimen, exotismo y magia al vudú,sino que calaban en la cosmovisión de Europa y el resto del mundo con respecto a Haití como país peligroso e incivilizado. Por su parte, el escritor dominicano Tomás Hernández Franco (1904-1952), menos conocido en el plano internacional, también refiere una concepción peculiar del vudú. Explorar dicha concepción y su posible adherencia a la reputación generalizada de esta religión es el propósito de esta nota.
En la formidable conferencia “Apuntes sobre poesía popular y poesía negra en las Antillas” (1942), Tomás Hernández Franco expone una muestra bastante sólida y rica de la tradición poética popular y negra y su relevancia en la definición del mestizaje. La ponencia se perfila como una búsqueda del ser antillano a través de la poesía y subraya la dificultad de identificar un canto puramente mulato. Las confluencias históricas y culturales entre el español, el africano y el indio configurarán una identidad transida de sombras y luchas. Pero hay un detalle que particularmente llama mi atención. Y es cómo este autor parece concebir la negritud y el vudú frente a las demás religiones y culturas:
El negro se siente en su casa. Da todo lo que tiene, pero se posesiona de todo lo que necesita. Ha traído su mundo de ritmos, de supersticiones, de sueños, pero saquea la mitología cristiana en beneficio de sus propios ritos. El voudou haitiano tiene casi todos los santos del calendario cristiano y lo mismo el ñáñigo cubano. ¿Qué le quitó al indio que tenía una mitología mucho más accesible y un fetichismo mucho más ingenuo? Pocos se han preocupado por averiguarlo.
El autor perfila al negro como un “conquistador de ritmos” y señala su aparente determinación de apropiarse de elementos ajenos para beneficiar o enriquecer su propia expresión. Es curioso que plantee esta afirmación desde el punto de vista de qué componentes “saqueó”, por ejemplo, del cristianismo, en vez referir las circunstancias que llevaron a los esclavos a adoptar los íconos cristianos. El escritor dominicano Carlos Esteban Deive en su libro Vudú y magia en Santo Domingo (1996) dice a este respecto que los vuduistas enmascaraban a sus dioses con imágenes de santos católicos para engañar a sus amos blancos y así evitar sus reprensiones: Lo que el esclavo veía en el santo no era su santidad, sino las simples analogías que le permitían rendir culto a un determinado vudú. La imagen del santo actuaba como una pantalla, pero se trataba de una pantalla elocuente, que le servía para mantener viva la representación mística de esa deidad”. Es decir, más que una “conquista” y una usurpación deliberada, los elementos adoptados sirvieron en última instancia para constituir una estrategia de supervivencia y resistencia frente a los atropellos que suscitaban sus actos “paganos”.
Ahora, Tomás Hernández Franco extrapola ese espíritu depredador y voraz del vudú a la poesía. Así lo expone en el poema “Banquete de negros en el muelle de la noche” de su libro Canciones del litoral alegre (1936), en el que recrea una fiesta vudú en el candor de la clandestinidad:
En el banquete del muelle
Se están comiendo la luna
Los negros
Con dientes de la canción.
[…]
Los negros ya no se van:
Con viento de la tormenta
Está inflado el acordeón
El volcán de Martinica
Está en el trago de ron,
Trueno de noche de trópico
Rodando va en el tambor.
[…]
El vudú de Hernández Franco es ritmo de trópico y muerte. Pero también apetito insaciable y paroxismo. En este poema, que puede evocar la posesión de los loas sobre sus adeptos o el trance místico, los negros engullen todo a su paso y van oscureciendo el paisaje. Es decir, a través del furor de la música y la expresión corporal los negros se adueñan de los elementos naturales.En última instancia, el poema proyecta a los negros como una procesión de invasores hambrientos. A propósito de ello, el ensayista dominicano José Enrique Delmonte refiere que el poema hace patente el “canto del negro y su inserción exitosa en tierra dominicana”, mientras queel poeta dominicano Héctor Incháustegui Cabral advertía que estos versos tenían un aire profético, además de señalar que el final del poema parecía responder a una pregunta enigmática: “Los negros ya no se van/los negros”.Más curiosa resulta la impresión del mismo Tomás Hernández Franco, quien califica su propio poema en la conferencia como “un ensayo de captación del ritmo que todos llevamos dentro”. Me pregunto, a la luz de este análisis, qué esperaba el autor que se captara: ¿El resultado del mestizaje? ¿Los elementos saqueados?¿Nuestra dimensión africana? Independientemente de todo, Tomás Hernández Franco concreta el clima de superstición y fatalidad que moldea su concepción del vudú en la que se considera su obra cumbre: “Yelidá”.
En este poema, el marinero noruego Erick, intrigado por las historias fantásticas de su tío, emprende la aventura hacia “los puertos bruñidos y azules” y “donde las noches olían a cedro como las barricas de ron”. La épica de esta parte recuerda las peripecias de Ulises en La Odiseay las islas misteriosas y encantadas que fueron apareciendo en su viaje. Erick llega a Haití y se enamora de la nativa Mamuasel Suquiete. La haitiana lo quiere “por ser blanco y rubio” y lo amarra con rituales vudús. Erick se une con ella, como muy a pesar suyo:
Erick amó a Suquiete entre accesos de fiebre
Escalofríos y palideces y tomaba quinina en grandes tragos de tafiá
Para sacarse de la carne a la muchacha negra
Para ahuyentarla de su cabeza rubia
Para que de los brazos y el cuerpo se le fuera
Aquel pulido y agrio olor de bronce vivo y de jungla borracha
Para poder pensar en su playa noruega con las barcas volteadas
Como ballenas muertas.
El noruego queda despersonalizado, consumido y convertido a la religión de la negra. En este punto, vale resaltar que en las historias del tío los jóvenes que llegaban a volver de esas islas fantásticas “volvían flacos, callados y tristes”. La magia consumía a los hombres y cerraba el camino de regreso. Los terribles rituales y maleficios del vudú marcaron el trágico final de Erick y apagaron para siempre su pulso de viento. Con ese mismo clima de fatalidad, William Seabrook describe en su isla mágica todo lo concerniente a los “muertos que trabajan la caña”, es decir, expone por primera vez, a modo de reportaje, un caso de zombificación, mientras Spencer St. John refiere el terrible “Caso Bozoton” en el que supuestamente unos adeptos vudús asesinan a una menor por razones rituales. Por otro lado, muchos especialistas contemporáneos, como Métraux, opinan que estos relatos y otros similares fueron exagerados o distorsionados para generar interés y comercializar la intriga que suscitaba el vudú en el resto del mundo.
No hay que olvidar que la iglesia católica venía arrastrando una lucha encarnizada contra una religión que creía pagana y salvaje. Hamdani señala que desde 1860, con la firma del concordato entre la república haitiana y el Vaticano, los cristianos empezaron a fijar la imagen de terror y barbarie del vudú que iría arraigándose en el imaginario social de esa época y las que le seguirían. Tomás Hernández Franco pudo verse influido por esa ola mediática y estigmatizante del vudú, a tal punto de involucrar su obra en ello.
Ahora, en pleno siglo XXI, con documentales pagados en Youtube y posesiones efectistas en vivo, el misticismo fatal del vudú ha devenido en una curiosidad corriente. Métraux refiere que varios hougans y mambos de Puerto Príncipe “hanconvertido los santuarios en salas de espectáculos iluminadas con luces de neón”. Es decir,han llegado a falsear ceremonias por unos cuantos dólares americanos, y por ese negocio han expulsado a muchos de los verdaderos creyentes.La traición de sus mismos sacerdotes ha debido mermar la fe de forma significativa. Es triste imaginar que el capitalismo logre quebrantar en unos años lo que el colonialismo no pudo tocar en siglos de represión y muerte. Pero me gusta pensar que el vudú será depurado y reivindicado en su faceta política, social y revolucionaria,y será finalmente reconocido como una de las fuerzas articulatorias que determinaron la revaloración y libertad de los esclavos.