En esta serie he abordado narraciones con nombre de mujer que llaman mi atención por lo que simbolizan. Empecé con Anacaona, encantadora cacica taína, seguí con la leal princesa caribe Yngermina, vino luego María, la lánguida y enfermiza muchacha del romanticismo hispanoamericano, y llegué a la hermosa y sensata Fermina Márquez, que enamorase a un tímido estudiante francés, en aquella entrañable novela de pasiones adolescentes del singular escritor Valery Larbaud. En un nombre de mujer pueden bien descansar el amor adolescente, los valores de la nación o las normas de conducta de una sociedad.

Hoy traigo aquí Thérèse Raquin, de Emile Zola, publicada en 1868. ¿Qué lector no conoce al padre del Naturalismo francés? ¿Qué escritor, desde finales del XIX, no lo tuvo como referente? Lo extraordinario es que aún nos sorprenda el tratamiento de su personaje femenino como una muestra de la degradación y la maldad humanas. Asesina de brutales pasiones, escandalizó a los lectores y a la crítica de la época, Thérèse, la protagonista de esta novela, no nace asesina, sino que va haciéndose paso a paso, lentamente, como se fermenta y se destila un caldo en un medio propicio, hasta abrirse una grieta por la que escapan las ansias contenidas, forzosamente adormecidas por instinto de conservación o apatía del personaje.

La infamia, el cinismo o la crueldad ilimitada a la que puede llegar un ser humano escandalizaron a los lectores de la época.

Thérèse niña es arrancada de su lugar de nacimiento y de los brazos de la madre, princesa de una tribu en la Argelia ocupada por los franceses. El padre, hermano de madame Raquin, la lleva a Francia y la deja bajo su tutela cuando solo tenía cinco años. Obligada a compartir el destino del único hijo de la tía, un niño enfermizo y caprichoso, Thérése se somete a sus designios y acepta sin protestar que se trasladen de una casa de campo, a la orilla del Sena, a un barrio sórdido de París. Aquí madame Raquin adquiere una mercería y un estrecho piso donde su sobrina se muere de hastío. Thérèsa llega, incluso, hasta aceptar casarse sin amor con el primo Camille, cuando alcanza la mayoría de edad.

Sin permitirse manifestar sus deseos, la joven aprende a reprimirse y a someter el instinto, hasta que aparece Laurent, un descarado y sensual joven que vive en París a su capricho y que sueña con dejar el empleo para vivir de la renta de Madame Raquin, ya que su padre lo ha desheredado. El encuentro de estos dos jóvenes despertará en ellos deseos incontenibles de posesión. De un egoísmo sin límites, juntos planean y consuman el asesinato de Camille, el marido de Thérèse, confiando en que así desaparecerán aquellos obstáculos que les impiden vivir de acuerdo con sus propios deseos.

La infamia, el cinismo o la crueldad ilimitada a la que puede llegar un ser humano escandalizaron a los lectores de la época. Zola tuvo que explicar que su propósito era dar vida a personajes dominados por “los nervios y la sangre, desprovistos del libre arbitrio e impulsados por las fatalidades de la carne”. Como observa un médico, el autor argumenta que Thérèse y Laurent no son bestias humanas, sino criaturas que sufren un desarreglo orgánico.

Thérèse y Laurent acaban culpándose el uno al otro de todos sus actos y se enfrentan, en una lucha despiadada, ante la mirada rígida y muda de la anciana madame Raquin.