SANTO DOMINGO, República Dominicana.- Respondiendo a una pregunta de mi viejo y entrañable amigo José Rafael Sosa sobre el decreto que crea el programa de Arte Público Dominicano, que como le escribí me perece una muy buena iniciativa que está mal enfocada, sobre todo por referirse casi exclusivamente al arte mural, sin considerar otras artes, incluso la poesía y la música, como los flashmob, donde orquestas y bailarines asaltan un espacio público sorprendiendo a los usuarios, me referí a una programa que en algún momento, y pienso que puede ser dentro de esta iniciativa, rescate algunas piezas de arte público dañadas, perdidas o abandonadas.

No es que piense que el mural como arte público o arte urbano, que son dos conceptos diferentes, no merezca la atención, sino que me parece que el muralismo debe ponderarse, porque de mano del horror vacui, se pretende muchas veces llenar todos los muros con un mural, algunos buenos y otros terriblemente malos.

Un amigo arquitecto me hablaba de lo que el llama “la ignorancia ilustrada”, refiriéndose a esa compulsión de llenar todas las paredes, y lo hacía refiriéndose al Museo de Historia Natural cuyas paredes fueron blanco de la imagen, muy bien dibujada, de un Tiranosaurio Rex, sin embargo, los diseñadores nunca pensaron en las paredes del museo como lienzos para murales, porque que hay que valorar la arquitectura y que una pared vacía cuenta una historia que también debe respetarse.

El muralismo urbano cobra su verdadera magnitud cuando se usa como estrategia de paisaje urbano; algo de eso se ha hecho en el barrio Simón Bolívar de Santo Domingo, en Salcedo, de una manera a mi parecer excesiva y en Santiago. Esa estrategia de paisaje urbano no necesariamente requiere de la pintura mural tradicional, sino, como lo demuestran algunas barrios populares y vernáculos de ciudades en todo el mundo, como lo demuestra el artículo que tuvo la gentileza de compartir Carmen Ortega cuando publiqué mi texto sobre la quinta fachada de la Ciudad Colonial:   https://www.plataformaarquitectura.cl/cl/959732/arquitectura-para-colorear-7-vibrantes-ciudades-vistas-desde-arriba.

Otro tema es el de los grafiteros que han llevado esa expresión popular a la altura de un arte comercial muy cotizado, como lo hizo Basquiat en su momento y, en la actualidad, el enigmático Bansky.

A José Rafael le hablé de algunas particularmente importantes y algunas de ellas irrecuperables, como las estatuas de Prats Ventós en el edificio Bellas Artes de 1955 diseñado por esa gloria de la arquitectura nacional que es Cuqui Batista. Durante la renovación que se hiciera de ese edificio en la segunda mitad de la década de 1960, las estatuas de Prats Ventós, ese genial catalán que eligió nuestro país como su patria, fueron “sustituidas” por unas estatuas clásicas adquiridas en Italia.

Las esculturas de Prats Ventós tenían una presencia y una fuerza telúrica, con una elegancia clásica, pero de expresión contemporánea. A la fecha, no se sabe aun el destino de aquellas piezas maestras y aun hoy día en las redes se discute sobre el tema. Lo cierto es que perdimos una muestra valiosa de arte público.

Mencionaba los móviles cinéticos den acrílicos de Cristian Martínez que se mostraban en el Aeropuerto Internacional de Las Américas, contando la historia de la aviación y el llamado “Móvil Unicinético” que colgaba de un patio interior de la Biblioteca Nacional diseñada por la oficina de Caro Álvarez. Ambas piezas desaparecen cuando se renuevan los espacios del aeropuerto y cuando se construye la ampliación de la Biblioteca, obra de Gustavo Moré y Juan Caro.

Parecería que las renovaciones y remodelaciones de edificios públicos conllevaran la pérdida de las piezas de arte público, pues algo parecido sucedió cuando se interviene el Edificio de Oficinas Públicas Juan Pablo Duarte, mejor conocido como “El Huacal”, diseño de Pedro José-Cucho- Borrell de 1970, primer edifico en altura que se yergue mostrando su estética neo brutalista en los límites norte de Gascue.

Originalmente, El Huacal tenía una plaza frontal donde se mostraba una pieza escultórica abstracta del escultor José Rotellini, una especie de óvalo desplegado blanco que rescataba la normativa que planteara que las obras de cierta escala deberían acompañarse de una pieza de arte público. De nuevo cuando a principios de siglo se interviene el edificio para incluir una especie de vestíbulo general, se pierde la plaza, que convirtieron en estacionamientos -el terror de Gascue- y la escultura de Rotellini se desmonta y arrincona en el edifico. Creo haberla visto arrumbada en algún sitio de la explanada del segundo nivel del Huacal.

Mencioné también, el caso de la glorieta del antiguo Parque Independencia, diseño del arquitecto checoslovaco Antonín Nechodoma, quien trabajara profusamente en Santo Domingo y en San Juan de Puerto Rico en las primeras décadas del siglo XX. La rotonda desaparece cuando, coincidencialmente, Cristian Martínez remodela el parque dotándolo de una agresiva verja estroboscópica que segrega el espacio de del resto de la ciudad. De la glorieta de Nechodoma solo persiste la piña que coronaba la rotonda como una extraña pieza de jardinería.

Luego de comentarle a José Rafael sobre estas piezas recordé algunos casos patéticos donde el arte público, esta vez específicamente mural, se ha destruido o abandonado.

El más patético de todos es la pieza única y magistral que Carlos Cruz Diez, reconocido internacionalmente como uno de los grandes artistas del Op Art, desarrollara en los anodinos silos de los antiguos Molinos Dominicanos, en la rivera este del Ozama.

Los “Cilindros Cromointerferentes”, como le llamó el maestro, convirtieron esos cilindros anónimos en una vibrante pieza de arte público que donó Cruz Diez, sobrino nieto de Juan Pablo Duarte, al pueblo dominicano. Cuando se venden los molinos a un grupo privado se toma la decisión de borrar aquella obra invalorable de arte público.

¡Tan fácil se toman las decisiones sobre el patrimonio artístico del país!.

Lo mismo ha pasado con el mural de Silvano Lora, en la subida de la calle Jacinto de la Concha de Villa Francisca, en una pared exterior del llamado Ensanche Cucaracha, antigua casa de Pipí Trujillo, que se ha ido borrando con el tiempo sin que a nadie le importe.

Me viene a la memoria, también, un increíble mural de Paul Giudicelli, en cerámica, que alguna vez vi en una pared de la Gallera de San Juan de la Maguana, y que desconozco su destino.

Creo que este programa de Arte Público Dominicano debe ampliarse a otras expresiones de arte y debe contemplar el rescate de algunas piezas que se han olvidado dentro del tráfago de una metrópolis  que corre, galopante y desaforada, hacia no se si un mejor o peor destino, que el arte público puede mitigar.