A pesar de vivir en un medio y en una época muy limitados, sobre todo para las mujeres, Salomé Ureña se forjó a sí misma y descolló entre sus contemporáneos por su inteligencia y su talento, unidos a una personalidad que concitaba adhesiones y afecto. En sus vertientes de escritora y educadora, desplegó su concepción liberal del mundo e intentó contribuir a la mejora de la sociedad. Este ensayo pretende mostrar a una Salomé real, alejada de estereotipos edulcorados, a una intelectual que sigue siendo moderna y que ocupó un lugar privilegiado en el espacio público cuando este estaba prácticamente vedado a las mujeres.

Salomé Ureña.

 

El mundo en el siglo XIX era, sin duda, un lugar inhóspito para las mujeres. Se las consideraba seres subalternos que no necesitaban educarse: todo lo que requerían era aprender las labores del hogar y, como mucho, leer los textos religiosos. Se daba por sentada su inferioridad intelectual, su vocación exclusivamente doméstica y maternal, y se temían las influencias nocivas que les podrían sobrevenir de la lectura y el conocimiento, e incluso de transitar por la calle. Uno de los argumentos esgrimidos contra la enseñanza de las mujeres era que se exponían a todo tipo de peligros relacionados con la moral en el camino de la casa a la escuela.

Todo esto era especialmente cierto en la República Dominicana. Salomé Ureña lo dijo en verso: «Hágase luz en la tiniebla oscura que al femenil espíritu rodea»[1] y también en prosa con motivo de la graduación de las alumnas que formó. En su último discurso de graduación, en 1893, afirmaba: «ayer no más estaba vedada a la mujer en nuestro país toda aspiración fuera de los límites del hogar y la familia». Aludía a la situación anterior a la creación en 1881 del Instituto de Señoritas, primera escuela secundaria de mujeres del país, que estuvo bajo su dirección hasta 1893, cuando debió clausurarla debido a su mala salud y al hostigamiento por parte de los sectores de poder. Este centro pionero, que se fundó en el marco de la renovación educativa auspiciada por el genial puertorriqueño Eugenio María de Hostos, aspiraba a establecer un método de enseñanza fundamentado en la ciencia y alejado de la superstición y el dogmatismo religioso, un objetivo ambicioso para la época y que todavía hoy está lejos de alcanzarse en muchas aulas y en muchos centros escolares del país.

En otro de sus discursos, Salomé defendió que las mujeres debían «reclamar de la sociedad el derecho de serle útil fuera del hogar». Pero ella y el núcleo hostosiano se dieron de bruces contra los poderes civil y eclesiástico, que temían que las nuevas enseñanzas socavaran su influencia. Como sostuvo su hija Camila, «fue duramente censurada por querer sacar a la mujer del seno protector del hogar […] y de la ignorancia que le era impuesta como una virtud inherente a su sexo».[2] Una alumna de Salomé, Mercedes Laura Aguiar, lo denunció con más elocuencia en un opúsculo que publicó sobre su maestra: «Vientos de ignorancia, de maledicencia y de egoísmo soplaron fuertemente, y se levantó la infame polvareda».[3]

Y esto a pesar de que la educadora se conducía con extrema prudencia y moderación. En una carta a su esposo fechada el 1 de octubre de 1889, habla de ser «muy complaciente con todos» y «muy reservada respecto de ciertas ideas que por no estar al alcance de todos pueden servir como arma para herirme después».[4]

La biblioteca paterna

Si la educación no estaba al alcance de las mujeres, las barreras para escribir y crear eran poco menos que infranqueables. He observado una constante que se repite en algunas reconocidas autoras de la época: la ausencia de un hermano varón hizo que la figura paterna se volcara en la formación de la hija, le insuflara sus conocimientos y depositara en ella sus expectativas. Es el caso de Salomé Ureña (1850-1897) en la República Dominicana, el de las gallegas Emilia Pardo Bazán (1851-1921), Concepción Arenal (1820-1893) o Juana de Vega (1805-1872) y el de tantas otras. De haber existido ese hermano varón, tal vez nos hubiéramos perdido a algunas de esas intelectuales.

Una excepción entre sus coetáneos la constituye Hostos, que la singulariza sin caer en estereotipos: «[…] Salomé Ureña de Henríquez se formó un alma muy fuerte

La biblioteca paterna fue la forja de todas ellas, y el padre, el mentor al que veneraban.[5] Al estar constreñidas al reducto doméstico, los libros constituían la única vía de escape. Cabe preguntarse qué hubiera sido de sus biografías sin tal influjo bienhechor. Cuántos talentos femeninos se habrán desperdiciado a lo largo de la historia por un motivo semejante.

Fueron, pues, autodidactas, con todo lo que esto implica, con sus pros y sus contras. Como destaca Anna Caballé en su espléndida biografía de la gallega Concepción Arenal, «Nunca valoraremos lo suficiente el valor del autodidactismo en el proceso de la autonomía femenina, pero la luz que aportó ese aprendizaje solitario ocultaba también sus sombras. El autodidactismo hace a la persona vulnerable, la acostumbra a operar en el aislamiento intelectual y por tanto sin poder resolver adecuadamente los conflictos que van surgiendo […]».[6]

La célebre y prolífica Emilia Pardo Bazán dejó constancia en sus apuntes autobiográficos de lo accidentado del camino autodidacta y del sobresfuerzo que demandaba: «[…] formarse idea de lo difícil que es para una mujer introducir un poco de método en sus lecturas y hacerse una cultura autodidáctica. Los hombres van a las escuelas de Instrucción primaria, al Instituto, a la Universidad. […] semejante gimnasia […] fortifica y habitúa a saber estudiar, a no pasar de lo difícil a lo fácil, a ir de lo conocido a lo desconocido, […]».[7]

En el caso que nos ocupa, conmueve ver a un Francisco Henríquez a punto de cumplir 19 añitos escribiéndole una carta admirativa a una Salomé de 27 años (aún no eran novios). Lo hacía «como un niño se acerca a un superior a quien respeta y quiere» para «poner a su disposición todo lo que en mí haya que pueda convenir a su adelantamiento intelectual».[8] Le ofrece apoyo en matemáticas, materia en la que él había sido instruido por otro eminente puertorriqueño, Román Baldorioty Castro.

Y digo «conmueve» porque eran legión los que, en la isla y en el mundo, se oponían a la formación de la mujer. Sin ir más lejos, en lo concerniente a las aficiones literarias, el escritor español Juan Valera documentaba en 1888 que la literata o su familia escondían la afición para no impedir una buena boda.

Aunque puede que el atrevimiento del bisoño Francisco se relacionase con el hecho de que la receptora de esas preocupaciones era una mujer. El futuro esposo termina sus palabras deseándole que «jamás encuentre obstáculos que la detengan en sus estudios». Eso sí, esto último «en perfecta tranquilidad en su hogar doméstico», aunque la destinataria de esas letras ya lo había trascendido y continuaría haciéndolo en el futuro. Ya hacía algunos años que sus poemas habían sido incluidos en la antología La Lira de Quisqueya (1874).

A los 17 años empezó a publicar Salomé sus primeros poemas en la prensa, práctica usual en el siglo XIX. La extrañeza que provocaba una escritora hizo que se le atribuyeran, parcial o totalmente, sus versos al padre, el poeta, periodista y político Nicolás Ureña. Era muy común endilgar a una figura masculina —padre o esposo— la producción de las mujeres. Solo cuando el padre de Salomé murió se disiparon las dudas sobre la autoría.

Una autoría que Ureña reafirma en la dedicatoria de su único libro, Poesías, publicado en 1880. Un ejemplar de la primera edición que reposa en la Biblioteca Nacional tiene una más que reveladora dedicatoria a Federico Henríquez y Carvajal, cuando este aún no era su cuñado, en la que le llama «hermano» y firma como «la autora», lo que en mi profana opinión convierte a este ejemplar en toda una joya bibliográfica. Recordemos que Salomé fue la primera dominicana en publicar un libro de poesía y la segunda en publicar un libro de cualquier género (la aguerrida Manuela Aybar publicó en 1849 Historia de una mujer).

Talento viril

Los poemas de Salomé Ureña llamados cívicos o patrióticos fueron calificados por sus contemporáneos como «viriles». También, por críticos posteriores: Joaquín Balaguer se refirió a «su acento poderosamente varonil».

Una excepción entre sus coetáneos la constituye Hostos, que la singulariza sin caer en estereotipos: «[…] Salomé Ureña de Henríquez se formó un alma muy fuerte; […] se fue haciendo […] una gran personalidad moral y una grande artista de la palabra escrita. […] Pero cuando esta insigne poetisa desplegó su entusiasmo poético y cantó como una verdadera musa de la patria, con imponente tono y con solemne majestad, fue cuando su pobre patria empezó a convalecer un poco de la debilitante anarquía que la postraba. […] Lenguaje severo, tono elevado, sentimientos profundos[…]».[9]

Pero dejemos la excepción y vayamos a la regla, a los juicios que emitían los colegas de la autora, todos ellos figuras cimeras. «en medio de las desgracias de la Patria, una voz poderosa se oye, cuyo timbre en nada revela que es la voz de una mujer», decía Francisco Henríquez y Carvajal en 1878. Su hermano Federico se refería a «su inspiración siempre rica, lozana y varonil». Y para otro Federico (García Godoy), «Viril y llena de grandeza es su poesía».

La apoteosis llega con Alejandro Angulo y Guridi, que, tras escuchar el poema «A mi patria», exclamó entusiasmado: «Señores, es mucho hombre esta mujer». Ese sambenito de virilidad colgado a las escritoras evidencia el desconcierto que el talento femenino provocaba entre sus colegas masculinos, que no atinaban más que a identificarlas con lo viril o lo varonil como una manera, en el mejor de los casos, de reconocer su inteligencia y su valía.

Más sutileza empleó Rubén Darío al definir a Salomé como «vigorosa y pindárica, sin perder la gracia y el encanto de su alma femenina», aunque la expresión encierra idéntica dicotomía de género. Fue más prosaico, en cambio, el poeta nicaragüense con la escritora española Carmen de Burgos cuando en 1911 le espetó: «como escritora usted no usa medias sino calcetines». De la formidable Emilia Pardo Bazán se expresó en estos términos Clarín, el no menos prestigioso autor de La Regenta: «piensa como hombre y siente como mujer». Otros llegaron más lejos y definieron el talento de la intelectual gallega como «talento macho» o como «el cerebro de un hombre en un cráneo femenino».[10]

Grandes intelectuales, escritores singulares, profiriendo lo que hoy nos parecen verdaderas tonterías. Tal es el peso de la tradición y de la época.

En su magistral biografía de Emilia Pardo Bazán, la historiadora española Isabel Burdiel reflexiona sobre esta cuestión del calificativo viril: «[…] de qué forma esta expresión alarmada o laudatoria trastocaba y reforzaba a un tiempo las definiciones al uso y las relaciones establecidas entre opciones estéticas y definiciones culturales sobre la naturaleza de los hombres y las mujeres, sobre sus tipos diferenciados de intelecto, sobre su manera particular de abordar la ficción, de crear mundos imaginados».[11]

La crítica Catharina Vanderplaats incide sobre la adjudicación de roles en función del género: «el escribir “como mujer” —es decir sobre el mundo doméstico y maternal propio de la mujer— fue condenado como obra sin importancia y, por otro lado, el escribir “como hombre” —sobre cuestiones públicas y filosóficas— fue igualmente censurado porque en el ejercicio de esa escritura la mujer habría perdido su feminidad».[12]

Dado que Salomé se ajustaba también al modelo femenino imperante de «ángel del hogar», ya que era una madre consagrada al cuidado de sus hijos, no suscitaba el rechazo que despertaban otras coetáneas que osaban adentrarse en el coto masculino de la creación. Así, por ejemplo, con motivo de su fallecimiento, un tal J. Contreras Ramos se deshace en elogios diciendo que «es la mujer de su casa según el ideal antiguo, y la mujer que vive la vida del pensamiento según el ideal moderno».[13] Por tal motivo la define como un ser equilibrado, mientras que aprovecha para arremeter contra otras escritoras que debieron de resultarle más transgresoras, como Lola Rodríguez de Tio con «las candentes palpitaciones de la vida pública», o Pardo Bazán con «sus delirios místicos». Asegura el reaccionario cronista que a Salomé «los trascendentales problemas de la escuela positivista no le han arrebatado la fe cristiana». Muchos años después, Manuel Rueda, en Dos siglos de literatura dominicana, se alegraría de que precisamente ese positivismo la mantuviera al margen de las efusiones religiosas en sus poemas.

La pérdida de la habitación propia

Virginia Wolf.

La escritora Virginia Wolf acuñó la expresión «habitación propia» para referirse a ese espacio que permite aislarse para alumbrar la creación. Ese cuarto propio, metáfora de la autonomía femenina, empezó a perderlo Salomé en 1881 cuando contrajo matrimonio (recordemos que publicó su obra poética en 1880). Se casó con un joven imberbe de 21 a los 30, cuando ya las mujeres se daban por descartadas para el matrimonio. Todavía hoy resulta poco usual que el miembro de mayor edad en una pareja sea la mujer. Cuánto más en una decimonónica y modestísima urbe caribeña.

Y terminó de perder ese espacio de libertad personal cuando empezó a tener hijos, cuya crianza le restaba las pocas energías que le dejaba su mala salud. Su esposo, prácticamente, se limitaba a delegar en ella esa responsabilidad (se mantuvo durante años alejado del núcleo familiar, primero estudiando en París y luego ejerciendo la medicina en Cabo Haitiano) y la apremiaba de forma imperiosa para que fuera la madre perfecta y omnipresente, como se constata en la correspondencia que se intercambiaron.

Ambos se preocupaban en extremo, a veces rayando la obsesión, por la salud y la educación de los hijos hasta el punto de que parecen padres contemporáneos. Solo que, en el Santo Domingo del siglo XIX, zarandeado por epidemias que se cebaban en la población infantil y anclado en una educación deficiente que pugnaba por liberarse de los condicionamientos del atraso y la pobreza, ambos aspectos reclamaban demasiada dedicación. Sentían como una amenaza un simple catarro de los hijos, pues les espantaba la posibilidad de que contrajeran la difteria, enfermedad que dejó al borde de la muerte a su hijo Pedro cuando apenas tenía unos meses de vida.

Si Salomé se hubiera casado mucho antes, como se acostumbraba en ese entonces, cuando lo usual era el matrimonio infantil, quién sabe si hubiéramos estado hablando hoy sobre su obra literaria. Con todo, vuelvo a romper una lanza en favor del esposo, que la exhortaba a formarse y a superarse, aunque poseía escasa conciencia de todas las restricciones que acarrea la carga doméstica. En 1888, este le escribe desde París, mostrando confianza en su talento: «y pienso entonces en que aún hay tiempo para que te eleves en la escala del pensamiento al pináculo que para ti siempre he soñado»,[14]  «Siempre abrigo la esperanza de que llegues a crear en ella [la literatura] algunas obras de carácter universal».[15] Aunque en otra correspondencia de ese mismo año le hace un curioso ofrecimiento: «te daré temas y tú los vestirás con tu forma poética», a pesar de que el grueso de la producción poética de Ureña pertenece a su etapa de soltera, cuando no necesitaba que le proporcionaran temas. Evidentemente, ya Francisco no es el joven humilde de una década antes y se muestra muy pagado de sí mismo, como se refleja en las comunicaciones mantenidas con su esposa.

La lectura de esa correspondencia entre ambos esposos nos da múltiples claves de su relación. Vemos cómo evoluciona del amor y la confianza mutua al desamor y los reproches cruzados. Ella no soporta la separación: «Llevo la vida como quien arrastra una carga».[16] Él le dice que, a su regreso, quiere hallarla «sana, fuerte, alegre, varonil, altiva».[17] De nuevo el calificativo masculino, aunque Salomé insiste en presentarse en esa ocasión como una mujer débil: «Nunca tomes mis quejas como una acusación… Si al varón fuerte se le escapan, qué se puede esperar de la mujer débil».[18] Tampoco Salomé puede sustraerse a la arquetípica dicotomía.

Pareciera que, durante la estancia parisina del esposo, nuestra autora recurre a menudo a las llamadas tretas del débil. En efecto, se encuentra en una posición de debilidad: la carga doméstica, el deterioro de su salud y la angustia por la de los hijos, la tarea de sacar adelante el instituto en un entorno adverso, la terrible nostalgia que le causa la separación del esposo e, incluso, la diferencia de edad de la pareja, que se hace aún más evidente por la mala salud de la escritora: «Qué contraste vas a formar a mi lado! Tú pareces más joven, yo, por el contrario, creo haber envejecido bastante».[19] Y desde esa posición intenta, en vano, que este se compadezca y apure sus estudios para lograr el ansiado reencuentro.

De objeto a sujeto de la experiencia amorosa

Anna Caballé reflexiona en la biografía de Arenal sobre la expresión del deseo amoroso por parte de las escritoras decimonónicas: «[…] deben inspirarse en una tradición poética en la que nunca fueron sujetos, tan solo receptoras del deseo masculino, objetos idealizados o desdeñados, o ambas cosas a la vez […] desde qué lugar era tolerable dedicar versos inflamados de deseo a un hombre, con qué palabras podía hacerse […]».[20]

La contenida Salomé se atrevió a escribir que la enajenaba la voz amada, que estaba «arrebatada, sin albedrío»; le pidió al amado, «oh de mis ansias único objeto», que «tu mano del pecho amante calme amorosa las penas mil»; le manifestó «que a ti solo quiero en secreto contar mis sueños de amor febril». Lo hizo en «Amor y anhelo», composición de 1879, antes del matrimonio. En esa ocasión la autocensura que las escritoras y las mujeres en general debían imponerse encontró algunos resquicios por los que pudo asomar la pasión que sentía. No por casualidad este poema fue excluido por su hijo Pedro en la segunda edición de sus poesías, la de 1920. Debió de parecerle demasiado expresivo, demasiado íntimo.

La Salomé política

El hecho de nacer en una pequeña y anticuada sociedad justo en la mitad del siglo XIX no fue óbice para que Salomé tuviera una vida pública. Escribió, publicó y se constituyó en una voz poderosa que se hacía oír en los ámbitos literario, educativo y, sí, también político. No se debe soslayar el elemento político presente en su obra, sobre todo si tenemos en cuenta que en esa centuria la poesía formaba parte del discurso público y que la llamada poesía «patriótica» estaba concebida para ser declamada y de esa manera operar como un revulsivo que desencadenara una toma de posición.

El patriotismo no es en Salomé una aspiración hueca, sino un ejercicio de ciudadanía. Así lo revelan los siguientes versos de «La gloria del progreso»: «No basta a un pueblo libre / la corona ceñirse de valiente; / no importa, no, que cuente / orgulloso mil páginas de gloria, / ni que la lira del poeta vibre / sus hechos pregonando y su victoria, / cuando sobre sus lauros se adormece / y al progreso no mira, / e, insensible a los bienes que le ofrece, / de sabio el nombre a merecer no aspira».

De haber nacido hombre, pudo haber sido un líder político, un Ulises Espaillat tal vez. Sus poemas tuvieron gran eco entre sus contemporáneos. Dice Rodríguez Demorizi que solo el histórico discurso que pronunció monseñor Meriño ante el presidente Buenaventura Báez, en el que lo tachó de antipatriota, logró la repercusión que alcanzaron dos poemas de Salomé, «La gloria del progreso» (1776) y «Sombras» (1881).[21] El primero era una defensa de los valores positivistas de progreso, paz, trabajo, instrucción; y el segundo, la reacción de la poeta ante la deriva tiránica del presidente Meriño, que defraudó las ilusiones que los liberales dominicanos habían puesto en su gobierno.

Ella fue un actor político de primer orden. No solo versificó una ideología, el positivismo, como muy bien expresó el crítico Diógenes Céspedes, sino que vertió en sus poemas los principios del liberalismo. Intervino de esta manera en el debate público poniéndose del lado del civismo, del pacifismo, de la unidad nacional, y especialmente de la ciencia y el progreso. Se proponía «oponer una valla al retroceso», «disipar del error la sombra densa / y a la ignorancia que en tinieblas gime / llevar la luz de la verdad que piensa», «formar conciencias en el molde austero / de la virtud que en la razón se inspira».

Deísmo y tolerancia

Un detalle que nos habla de las creencias de Salomé nos lo proporciona su insigne hijo. En sus precoces memorias escritas en México en 1909, a los 24 años, Pedro Henríquez Ureña aporta el dato de que su madre, a la que define como su guía espiritual, era deísta. Es decir, según él, no estaríamos ante la católica, apostólica y romana a que nos tienen acostumbrados: «[…] y ni siquiera mi abuela, profundamente devota, quiso nunca obligarme a prácticas religiosas (confesión, comunión y demás) que mi madre no acostumbraba. Mi madre era, en realidad, deísta, y profesaba gran respeto al cristianismo; tal cual vez entraba a las iglesias católicas, pero nunca en horas de ceremonia. Mi padre siempre ha sido agnóstico. Por todo esto, jamás se me impusieron ideas en pro de la religión ni menos en contra […]».[22]

En una carta de Salomé a Francisco, aparece otro dato interesante: en agosto de 1888 le dice que asistió a misa «después de cinco años y nueve meses que no pisaba la iglesia»,[23] es decir, desde finales de 1882, ya fundado el Instituto de Señoritas y en pleno tira y afloja entre los positivistas y el sector clerical, lo que pudo haber producido ese distanciamiento. Para alguien como Salomé, que hacía lo posible por rehuir el protagonismo y la polémica, no debió ser tarea sencilla asumir el positivismo, corriente que desataba las iras de los sectores conservadores. De su laicismo nos habla una carta de 1889 en la que se congratula de haber dado, al fin, con un texto de historia que «me satisface por el método racional que emplea» y por el hecho de que «No empieza con la tradición bíblica, ni siquiera la menciona, sino que nos trae como de la mano desde los tiempos prehistóricos hasta los actuales».[24]

De la libertad y la tolerancia que profesaba y que inculcaba a los demás, y especialmente a sus hijos y a sus alumnas (que la veneraban), constituye una muestra otra deliciosa anécdota de la infancia de Pedro, también referida por él, que no me resisto a mencionar: «[…] provocaron cierta riña de palabras con unos muchachos y jóvenes judíos de alguna casa vecina, insulté a estos llamándoles judíos y temerosos de la carne de cerdo; de lo cual se enteró mi madre, y me reprendió haciéndome ver que, de un modo u otro, todos los hombres adoraban a la divinidad y que era incultura notoria censurar a las gentes su religión. Mi impresión (lo recuerdo) fue de estupor al ver que no había caído antes en la cuenta de lo que ahora me explicaban».

Fue el de Salomé un comportamiento paradigmático, en ausencia de modelos de mujeres intelectuales y creadoras en los que inspirarse en el ámbito dominicano, y no solo en este. Como sentenció su hija Camila, «Se apartó de los moldes trillados de la limitada existencia de las mujeres de su época; […] entró por caminos inexplorados y señaló nuevos horizontes. […] su actitud podría considerarse revolucionaria; pero en cuanto dijo e hizo no hubo jamás señal de violencia o discordancia […]»,[25] aunque a pesar de esto último recibió la embestida de los sectores que temían al positivismo, y especialmente al laicismo, como el diablo a la cruz.

Termino parafraseando los versos de su poema «La llegada del invierno»: «Siempre sus aguas tendrán rumores, blancas espumas su mar azul»…

[1] En el poema «Mi ofrenda a la patria», que compuso para el acto de graduación de las primeras alumnas de su instituto.

[2] Citado por Ivelisse Collazo en «Develando memorias olvidadas: El ensayo feminista caribeño durante el siglo XIX y principios del XX», p. 94.

[3] Mercedes Laura Aguiar, «Labor educadora de Salomé Ureña de Henríquez», Ciudad Trujillo, Editora del Caribe, 1951.

[4] Familia Henríquez Ureña, Epistolario, tomo I, Santo Domingo, 1996, p. 178.

[5] La tía de Salomé, Ana Ureña, que vivía en el hogar familiar, fue maestra de lo que entonces se llamaba «primeras letras», por lo que habría que sopesar su influencia en la educación tanto de Salomé como de su hermana Ramona, que debía ser toda una personalidad.

[6] Anna Caballé, Concepción Arenal: La caminante y su sombra, Madrid, Taurus, 2018.

[7] Ana María Freire López, «La primera redacción, autógrafa e inédita, de los «Apuntes autobiográficos» de Emilia Pardo Bazán», <http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/la-primera-redaccin-autgrafa-e-indita-de-los-apuntes-autobiogrficos-de-emilia-pardo-bazn-0/html/ffbb8ec8-82b1-11df-acc7-002185ce6064_2.html>.

[8] Familia Henríquez Ureña, Epistolario, tomo I, ob. cit., pp. 5-9.

[9] Hostos, «Salomé Ureña de Henríquez», <http://digicoll.library.wisc.edu/cgi-bin/IbrAmerTxt/IbrAmerTxt-idx?type=HTML&rgn=div1&byte=9530620>.

[10] Se expresó así el crítico español Manuel de la Revilla. Ver Isabel Burdiel, Emilia Pardo Bazán, Madrid, Taurus, 2019.

[11] Isabel Burdiel, ob. cit., p. 23.

[12] Citada por Giobanna Buenahora Molina, «Escribir para no ser silenciadas: Mujeres,

Literatura y epistemología feminista», en Norma Blázquez Graf y Martha P. Castañeda Salgado, Lecturas críticas en investigación feminista, México, UNAM, 2016, p. 209.

[13] Emilio Rodríguez Demorizi, Salomé Ureña y el Instituto de Señoritas, Santo Domingo, Impresora Dominicana, 1960, p. 280.

[14] Epistolario, ob. cit., p. 23.

[15] Ib., p. 58

[16] Ib., p. 171.

[17] Ib., p. 149.

[18] Ib., p. 201.

[19] Ib., p. 171.

[20] Caballé, ob. cit.

[21] Emilio Rodríguez Demorizi, Salomé Ureña y el Instituto de Señoritas, ob. cit., p. 15.

[22] Alfredo A. Roggiano, Las memorias de Pedro Henríquez Ureña, University of Pittsburgh.

[23] Epistolario, ob. cit., tomo I, p. 109.

[24] Ibídem, p. 190.

[25] Emilio Rodríguez Demorizi, Salomé Ureña y el Instituto de Señoritas, ob. cit., p. 405.