Raudy Torres fue por décadas un embajador en Santiago, y en toda la República Dominicana, del extraño, remoto y muy poco conocido planeta del placer, de lo sensorial y de la risa.
No del placer, ni de lo sensorial, ni de las risas montaraces -aunque estos proliferaran a su alrededor en ramilletes como salidos de los cuernos de la abundancia- sino del placer, lo sensorial y la risa cultivados a ambas orillas de un espléndido -con frecuencia caótico- camino místico, a ratos pagano, a ratos cristiano y católico, a ratos budista, a ratos esotérico…
Raudy era como un fauno especialmente dotado para las fiestas, para oler, saborear, mirar, tocar y oír los frutos y especias de La Tierra y regodearse felizmente ante todos y cada uno.
Su mayor virtud era hacernos redescubrir las maravillas que conocíamos desde hace tanto tiempo, que ya no nos deteníamos a extasiarnos en ellas, como lo merecen y como debíamos regalárnoslas a nosotros, en un goce cotidiano de los minúsculos portentos que nos rodean.
Celebraba el orégano, la pimienta, el anís, la canela, la menta, el perejil, el cilantro… mencionándolos con tanto deleite, que era como si tratara de canastas de alhajas guardadas en la cueva de Alí Babá.
Yo no comía chivo, hasta que una vez escuché a Raudy hablar del chivo guisado. Y no fue el chivo, ni los ingredientes, sino la mágica descripción y la seducción en el tono empleado.
Por décadas, el chef de incontables banquetes, formales e informales, bodas multitudinarias, fiestas de instituciones y empresas y del servicio de “catering” para pequeños, medianos y grandes encuentros, ofreció a sus comensales los platillos típicos de la República Dominicana, en su mayor parte, elaborados con productos locales, revalorizados como parte de un universo gourmet, que convocaba a una gozosa revisión del entorno, en busca de todo hilillo de voluptuosidad no detectada, dormida u olvidada. Era un “connoisseur” de las grandes tradiciones culinarias del mundo, pero siempre procuraba volver a las raíces dominicanas.
Sin embargo, Raudy no puede considerarse primordialmente como un chef. Fue también un folclorista y sobre todo, de alguna manera, un artista interior, que tenía exuberantes explosiones hacia afuera en tiempos de carnaval, llegando a crear uno de los personajes característicos del carnaval de Santiago. El solo, vestido de ‘Robalagallina” era como un desfile de carrozas…
Su vida diaria transcurría en un hervor de creatividad, trabajo y buen humor, sin que escasearan algunas tormentas temperamentales.
De cerebro agudo y lengua rápida, no se dejaba apabullar, cuando a veces aparecía alguna de esas personas a las que les cuesta respetar a otros.
Mi vieja admiración por él se inició una noche, montones de años atrás, cuando en medio de un buffet trimalciónico en el Centro Español de Santiago, uno de los invitados estelares, toda una personalidad famosa y rimbombante, se dirigió a Raudy de forma pesada y necia. Y no fue que Raudy lo puso en su puesto. No. Fue que lo sembró ahí. A favor del necio rimbombante, debe decirse que de inmediato reconoció su error y pidió excusas. Estas fueron aceptadas con una muy mundana actitud de “leissez faire” por parte de Raudy, que de inmediato y con toda gentileza, le señaló al invitado algunas de las particularidades exquisitas de los platillos servidos…El invitado se sirvió abundantemente y permaneció de lo más tranquilo el resto de la noche…
En diciembre pasado, mientras caminaba por una calle del sector de Los Jardines en Santiago, alguien me dijo, señalando una vivienda: Ahí vive Raudy Torres. Pensé que debía saludarlo y preguntar por su salud, si él podía recibirme. Y, efectivamente, podía. De hecho pareció encantado de recibir visita imprevista. Hablamos brevemente y yo quedé de retornar para hablar largo y tendido.
Volví a su casa el 8 de diciembre y la conversación se prolongó por horas, entre risas, confesiones divertidísimas e impublicables, anécdotas, recetas, chismes jugosos -pero condescendientes y benévolos-, comentarios sobre el origen y usos de piezas de cristal y vajillas, varias primorosas, chinas, alemanas, inglesas, guardadas en las vitrinas y estanterías y sobre las obras de arte que se apretujaban en las paredes y que denotaban una catarata de relaciones y vivencias cautivantes.
La diversidad de sus intereses, curiosidades y búsquedas están de por más plasmadas en esas paredes y sobre sus muebles, donde conviven en pacífica vecindad y alucinante sincretismo jesucristos, vírgenes de la Altagracia, budas, Osiris, ángeles, cupidos y pinturas de artistas dominicanos: Yorgi Morel, Cuquito Peña, Jorge Severino… Hay numerosas piezas con temas De Santiago y El Cibao.
Me autorizó a hacer fotos e hice algunas con mi teléfono, pero había poca luz y quedé de volver a visitarlo y hacer las fotos cuando retornara a República Dominicana. No pudo ser, porque ayer murió y me sentí muy conmovida cuando lo supe.
Su muerte es como ahogar una risa y dejar sin colores a un arcoíris.