A pesar de que Ruinas (1876) constituye un espacio de reflexión sobre el espectáculo devastador a que estaba sometido un proyecto de nación, apenas transcurridos 32 años de vida republicana, el poema también representa una apología a la misión civilizatoria construida, a fuerza de sangre y fuego, a partir del horizonte eurocéntrico de los conquistadores españoles, quienes invadieron Quisqueya y los territorios de Abya Yala (el verdadero nombre de este continente), entre los siglos XV al XVII.
En este contexto de infortunios respecto a dicho proyecto de nación, perturbado por las ambiciones férulas de los diferentes caudillos regionales, en disputa por el manejo de la cosa pública, Salomé Ureña de Henríquez (1850-1897) levanta, en Ruinas, un discurso lírico estremecido de angustia, pero también de optimismo, redención y reconquista de un pasado colonial que la prominente poeta y educadora añoraba. No obstante, al margen de un pasado de despojo, espanto y martirio contra los pobladores originarios. En la primera estrofa, ella escribe:
Memorias venerandas de otros días,
soberbios monumentos,
del pasado esplendor reliquias frías,
donde el arte vertió sus fantasías,
donde el alma expresó sus pensamientos.
Ante su admiración por la capital del virreinato, ya el poeta mexicano Bernardo de Balbuena (1562-1627) había retenido, en su poema La grandeza mexicana (1608), la descripción lírica de la metrópolis colonial, exponiendo sus edificios públicos, jardines, diversiones, vida intelectual, los caballos, el clero, etc., pero al mismo tiempo ignorando que las nuevas realidades se habían impuesto mediante el uso de la violencia física y los activos de subjetivación contra la población autóctona.
De la famosa México el asiento,
origen y grandeza de edificios,
caballos, calles, trato, cumplimiento,
letras, virtudes, variedad de oficios,
regalos, ocasiones de contento,
primavera inmortal y sus indicios,
gobierno ilustre, religión, estado
todo en este discurso está cifrado.
Esplendoroso testimonio de una gloria anhelada, o “reliquias frías”, símbolos perpetuos de la ignominia, la opresión y atrocidades cometidas por las falanges mercenarias españolas contra los habitantes nativos. De hecho, “arte”, “fantasías” y “pensamientos” fundidos en los vestigios de un pasado remoto, sustentado sobre la expoliación de territorios caracterizados como botín de guerra. Y como testigos vivientes, en la memoria del tiempo presente, la estatua ecuestre de Nicolás de Ovando, el faro a Cristóbal Colón, y la medalla presidencial de la Orden Heráldica de Cristóbal Colón en grado de Caballero. ¡Qué vergüenza! ¡Qué prosternación ante el decrépito imperio español!
La voz estremecedora de Salomé Ureña la define su meditación quejumbrosa sobre el devenir fatídico de la Patria, y de una ficticia edad de oro que, cifrada en el progreso de una llamada civilización occidental, transcurrió categorizada por un lenguaje utópico de glorias, pero excluyendo, a la vez, el fuego de la pólvora, la cruz y la espada que atravesaron, en franco genocidio, pecho y espalda de los pobladores originarios. En la segunda estrofa, dice la poeta:
Al veros ¡ay! con rapidez que pasma
por la angustiada mente
que sueña con la gloria y se entusiasma
discurre como alígero fantasma
la bella historia de otra edad luciente.
Precisamente, en los brazos de las quimeras de una misión civilizadora, y prescindiendo de una narrativa crítica acerca de un pasado sembrado de terror, destrucción y homicidio en contra de los aborígenes “herejes” de Quisqueya, Salomé Ureña de Henríquez proclama, en la tercera estrofa de su extenso poema:
¡Oh Quisqueya! Las ciencias agrupadas
te alzaron en sus hombros
del mundo a las atónitas miradas;
y hoy nos cuenta tus glorias olvidadas
la brisa que solloza en tus escombros.
Sin embargo, le tocó, entre otros, al poeta Pablo Neruda, estampar la verdad histórica con relación al holocausto que provocó el progreso civilizatorio de la invasión, conquista y colonización de Abya Yala. Él dice:
Estos conquistadores españoles que llegaron de España con lo puesto,
buscaban oro, y lo buscaban tanto como si le sirviese de alimento,
enarbolando a Cristo con su Cruz los garrotazos fueron argumentos,
tan poderosos que los indios vivos se convirtieron en cristianos muertos.