Desde los griegos, la sociedad occidental siempre se ha preocupado por la cuestión de los saberes. Estos han sido considerados como eje que organizan la vida humana y permiten el desarrollo, tanto personal como social. Hasta el punto de que en las sociedades postindustriales o globalizadas se debate acerca de su inversión en la enseñanza, transmisión y producción.
Más que en otra época, el debate de los saberes termina siendo el centro de la nuestra. No es casual que uno de los nombres usados para designarla sea la de “sociedad del conocimiento” que ha desencadenado nuevas reflexiones en torno al valor y alcance del saber y su papel en la productividad.
La exigencia hacia el ciudadano de que posea un determinado saber ha devenido en un imperativo. Y es que los saberes son una forma de poder, tal como una vez lo entendió Michel Foucault. Su capacidad no solo se reduce al dominio de unos objetos que caen bajo su potestad, sino que trasciende el núcleo del uso privado para incrustarse en la vida de las instituciones, formar parte del pensamiento estratégico que postula acciones planificadas para alcanzar objetivos anticipados.
Esto último es una característica esencial de nuestras sociedades. Razón por la que cada vez más tendemos hacia lo totalmente administrado o planificado. El uso de los saberes se concentra en el señorío extensivo hacia los otros. Hacia un orden capaz de regular las capacidades y disminuir el desorden que puede desatar la vida misma.
Hasta hace poco tiempo, la travesía de la filosofía respecto al problema de los saberes se concentraba únicamente en el debate epistemológico. Por ejemplo, la tradición analítica, la misma que ayudó a parir un Bertrand Russell o un Karl Popper, siempre con claras referencias en Platón y Kant, se agrupaba en debatir distinciones como: si saber es distinto a conocer o creencia; de cómo podemos alcanzar una mejor validez de los conocimientos científicos, de si podemos lograr un conocimiento verdadero y una mejor fundamentación de las proposiciones científicas, etc. Sin embargo, hoy alcanzamos un más allá de estas importantes cuestiones y me atrevo a decir que incluso, la hemos “superado” en parte.
Hoy, el tema se disputa desde una hermenéutica, que abre el camino hacia su comprensión pragmática sin necesidad de someterlos a una distinción rígida y odiosa, sino dar con una explicación que pueda ofrecer su estructura general y los interprete como formas discursivas, como juegos necesitados de reglas para su accionar. Es decir, más que una epistemología o una teoría del conocimiento necesitamos un enfoque más interpretativo, de alcance sociológico y lingüístico, si se quiere fenomenológico. Donde se pueda exhibir su sentido ontológico. O los saberes entendidos como formando parte de la vida humana, orientados hacia la construcción del mundo y sus significados.
Esta comprensión de los saberes trasciende la mirada que los expone como un simple “acto de la mente” humana. Ante esta visión está la otra que lo concibe como conjunto de prácticas y disposiciones cognitivas capaces de explicar diversas dimensiones de lo real, a propósito de que nos ayudan resolver problemas no necesariamente científicos, aunque si ligados a la vida cotidiana o preocupaciones que suscita nuestro trato común con las cosas, puesto que los saberes involucran otros dominios a tomar en cuenta como son lo pedagógico, político, antropológico y ético.
Por tanto, la intención de una perspectiva hermenéutica es comprender el cómo son los saberes construidos y usados para dotar de sentido al mundo humano. Esta visión entiende que es más importante abordar los saberes en su condición de sistemas de interpretaciones, ligados al orden social que los ponen a circular.