A pesar de que la imitación o la presencia de  Dios, a través de su hijo Jesucristo, crucial en la religión cristiana, ha dado forma a la historia de nuestra cultura occidental, la iniciativa de fomentar la lectura de la Biblia, propuesta por el Ministro de Educación, Dr. Roberto Fulcar Encarnación, representa un evidente desafío académico tanto como texto  literario o como tratado sagrado propio de la fe. Ello así, ante la ya discutida grieta que arrastra el sistema educativo nuestro en cuanto al fracaso de lectura comprensiva de los estudiantes, y la cuestionable preparación universitaria de los profesores, quienes, de acuerdo a estudios realizados, no reúnen las calificaciones necesarias para educar.

En ese tenor, y partiendo de que la metáfora constituye la base del pensamiento humano y del lenguaje, ¿cómo abordaría el Ministerio de Educación la teología metafórica con relación a la ciencia, las artes, la ciencia sociales, la religión, la espiritualidad y, en general, a este universo fundamentalmente secular? Es decir: a menos que pretendamos utilizar el lenguaje religioso como un instrumento estrictamente sacramental o de adoración, ¿de qué manera podría la metáfora religiosa y las parábolas, núcleo expresivo del Nuevo Testamento, contribuir, en términos de la representación cognitiva de la realidad, a la pluralidad de perspectivas en el ámbito de la enseñanza pública?

¿Acaso leer la Biblia como texto literario, y no como un texto sagrado o palabra revelada, conllevaría a romper y a debilitar la función referencial del lenguaje bíblico con respecto a la existencia de Dios?

De entrada, habría que afrontar el escepticismo que genera el lenguaje metafórico en términos referenciales o de los valores de la verdad. ¿Cómo, por ejemplo, interpretaríamos, en el proceso de la enseñanza pública, la metáfora de la transubstanciación, durante la liturgia católica, de toda la sustancia del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Jesucristo, respectivamente? Para los Testigos de Jehová y otras denominaciones tal cosa no existe. ¿O la figura del pecado original, en donde todos terminamos como culpables a través de la acometida lujuriosa en que se metieron Adán y Eva, azuzados por una serpiente, allá, en los predios del Paraíso? ¿O el engendro de Eva, producto de una costilla de Adán? ¿O la paradoja, que también a San Agustín preocupaba, del pecado original y la región para las inocentes criaturas cuando mueran? Si Dios es un ente atemporal, ¿por qué  su omnipresencia y omnisciencia en este mundo temporal?

En ese sentido, estamos abocados, en un régimen secular de enseñanza pública, a discutir tales tópicos desde un punto de vista crítico. De lo contrario, terminaríamos instalando los famosos “estudios bíblicos” en el sector de la enseñanza pública, confirmándose de esta manera que las preguntas hermenéuticas o la exégesis de la Palabra de Dios, dominadas por la teología metafórica, exigiría, por mandato del Ministerio de Educación, una lectura o interpretación fundamentalista, correspondiente a un Estado confesional o teocrático de nuevo cuño, y, por lo tanto, en contraposición a la neutralidad del Estado o laicismo que debe imperar en la actualmente ficticia educación quisqueyana, la cual ha medrado, históricamente, bajo una visión de gobernanza medalaganaria, paternalista, centralizada y caótica, y, sobre todo, negacionista del ideario de Eugenio María de Hostos en cuanto a la enseñanza científica y laica, fundamental para la formación integral de maestros y estudiantes.

Normalmente se alude a que la presencia de la enseñanza religiosa en los planteles escolares, redundaría en un beneficio ético y moral proporcional a los valores cristianos expuestos en los textos bíblicos. No necesariamente. Y ello así, en virtud de que el sistema educativo no es un sistema cerrado, relegado estrictamente a las aulas, sino que también coparticipa, como sistema abierto, de los factores que se dan en todos los niveles del contexto social, externo al salón de clase: la corrupción de la clase política, los privilegios que se adjudican senadores y diputados, la destrucción del medio ambiente, las mentiras gubernamentales, las violaciones de curas y pastores contra niños, niñas y adolescentes, y todos los elementos fétidos que todavía suelta la caja de Pandora. Además, ¿podríamos argumentar que las raíces de la moralidad y el altruismo, entre otros,  podrían derivarse de nuestro pasado Darwiniano, y no, obligatoriamente, de la fe religiosa?

Ahora bien, una de las preocupaciones principales de la lectura bíblica, aún más si apelamos al déficit de lectura comprensiva, consiste en la naturaleza de la metáfora con relación a la representación de la realidad. ¿Acaso leer la Biblia como texto literario, y no como un texto sagrado o palabra revelada, conllevaría a romper y a debilitar la función referencial del lenguaje bíblico con respecto a la existencia de Dios? Si apostamos al filósofo francés, Jacques Derrida, el objeto del poeta consiste en apartar al lector del significado referencial de la lengua. En este caso, ¿serían las metáforas o las parábolas bíblicas un objeto estético en sí, bien apartado de su contenido referencial sagrado, puras unidades de significado independientes de la existencia de un ser supremo? En ese orden de ideas, pues, la introducción de la lectura bíblica conllevaría a un debate en el campo de la filosofía de la ciencia, y el papel de la metáfora en la construcción o representación de la realidad.

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