MIAMI, Fl. Estados Unidos.- Del valle de las flores, las lechugas y las fresas es oriundo el escritor dominicano René Rodríguez Soriano; si bien es cierto que ya hace casi veinte años reside en Estados Unidos, tanto su prosa como su carácter se siguen viendo influenciados por la sencillez, la cotidianidad y las memorias de su natal Constanza.
Rodríguez llega a Miami en 1998, ciudad en la que funda la revista digital MediaIsla. Actualmente radica en Texas, desde donde desarrolla una intensa labor de difusión y promoción de la literatura latinoamericana. Prueba de ello es una de sus obras más recientes, “Nave sorda” (Ediciones Libros Medio Siglo, 2015), un poemario que nos pasea por el amor, la ausencia, la memoria y el olvido, donde cada poema va precedido por un epígrafe con versos de autores hispanos.
En “El nombre olvidado” (Ediciones Callejón, 2015), Rodríguez ofrece trece historias con nombre de mujer, las cuales tratan de desentrañar “los enigmas del hombre moderno”, y donde, por supuesto, el amor ocupa un lugar preponderante.
Hoy el autor nos habla de cómo se las ingenia para lograr esa mezcla difusa de cuentos y poemas, sin métrica ni rima, pero plagados de un ritmo y una dulzura literaria que obligan a devorar sus letras.
—¿Cómo se inicia en la escritura? ¿Cómo nace en usted el gusto por las letras?
—Quizás haya un punto de partida, no lo sé; son tan endebles las huellas que el polvillo del tiempo termina borrándolas. Tal vez, quién sabe, se remonten a los días en que junto a mis compañeros de la escuela secundaria nos propusimos cambiar el mundo desde las páginas de un semanario que, en principio bautizamos El burrito y luego, finalmente, terminamos llamando, muy filosóficamente, El Ananké. Más de una vez fuimos a parar a la oficina del director del Liceo Secundario Gastón F. Deligne, o frente a la superiora del Colegio Nuestra Señora del Valle. Llegó el momento en que nos tocó viajar casi dos horas y media cada semana hasta el pueblo más cercano, donde finalmente terminaron facilitándonos un mimeógrafo en una institución que no tenía que rendirle ninguna pleitesía a Síndicos ni Ayudantes Civiles del Presidente. Claro, se trataba de Balaguer, por supuesto. El gusto por las letras, si no nació por ósmosis habrá surgido en los insondables páramos de pálidos domingos sin radio y sin tanda Matinée.
—¿Existe o no la inspiración?
— Puede que sí. Lo cierto es que como no la busco, jamás la encuentro.
—¡Pero, para tan buenas ideas, algún estímulo creador debe tener por ahí! ¿Alguna musa?
—Tener, tengo y he tenido, un enjambre de insomnios que me habitan desde niño. Creo que tenía una; era verde y un burro se la comió.
—¿Emplea alguna metodología específica a la hora de escribir?
—Escribo con los diez dedos, sin mirar el teclado. Creo que soy de los últimos dinosaurios que asistieron a una academia de mecanografía. Escribo con la misma pasión y ritmo con las que tocaría un bongó o unas congas, con la música que generan y me pautan los dedos. Ya he dicho alguna vez que son ellos —mis dedos— los que piensan y escriben. Sustituyen el frustrado limpiavidrios de combo que siempre quise ser. Inventan ritmos y fantasmas, mis dedos. Escribo con pasión, con sed. Despierto.
—¿En qué sitio se siente cómodo para escribir?
—Al borde del barranco, casi a punto de caer.
—¿Qué surge primero en sus obras, la historia o los personajes?
—Diría que es una mixtura. A veces, caminando por las calles o en las plazas, me tropiezo con los personajes y los arrastro hasta el teclado. Llegado el momento, los dejo ser. Que sean. No los tiranizo; juego con ellos y me inmiscuyo en sus asuntos, voy y vengo por los nudos e internodios de sus tramas. Otras, tiendo trampas y termino cazado, seducido por las historias que me dictan el azar y la memoria. En el fondo creo que son uno mismo, historias y personajes vienen del fondo de la misma vasija antigua. La mayoría de las historias que conozco me las contaba Manuelico, un señor muy viejo con un tabaco enorme y una mujer callada y dulce; con Manuelico aprendí a volar…
—¡Cuénteme más de ese personaje, de Manuelico!
—Debo tener alguna foto por ahí de Manuelico con mis hijos. Lo recuerdo ya viejo, era un señor que trabajaba en nuestra casa del campo; cuidaba, sobre todo, el ganado. Era experto en montería, cazaba cerdos cimarrones y sabía más historias que el libro de lectura de mis hermanos. Nos sentábamos junto a él por las noches, alrededor de una fogata, cada uno de nosotros, éramos nueve hermanos. Apartábamos la mitad de la cena para él (ese era el trato), a su lado íbamos cayendo uno a uno. Al otro día otras y otras cientos de historias nos esperaban.
—¿Cuál es su principal aspiración como escritor?
—Despertar sentimientos dormidos, ausencias.
—¿Qué lecturas le causan más placer?
—Las de las tardes, en las cafeterías.
—¿Qué tanto le interesa que se vendan sus libros?
—Preferiría que se leyeran, lo demás es Marketing.
—¿Cuál es la problemática que tiene con la casa editorial un escritor que busca publicar por primera vez?
—No estoy seguro de que haya ninguna problemática a vencer, la casa editorial es un negocio. Vende una mercancía que se llama libro, y precisa de potros bien probados en la pista, no arriesgarse a perder antes de doblar la ‘curvita’ de la Paraguay.
—¿Cuáles son los escritores que han influido en su creación literaria?
—Aquellos que, como los toros bravos, se bañan en los alambres, sin melindres.
—¿Qué tan beneficioso es para un escritor que su libro sea atacado?
—El escritor no vende libros, los escribe.
—¿Influyen las creencias políticas, sociales y filosóficas en el éxito o fracaso de su obra?
—Supongo que sí. Fue por ello que hace tiempo cerré filas con el azul celeste de los tigres del Licey y, aunque me deshice no recuerdo cuándo del Libro rojo de Mao, soy radical; sigo a pie juntillas los lineamientos del glorioso Partido Comunista del Niño Jesús…
—¿Para escribir un libro es necesaria una investigación previa?
—Se me enreda en la memoria si fue a Guillo Pérez o a Picasso que un amigo le pidió alguna vez que le pintara un gallo. Sin dilación, el pintor tiró tres trazos sobre un papel, y se lo pasó. Cuando quiso saber cuánto le cobraría por el dibujo, el pintor le pidió una cantidad que al adquirente le pareció exorbitante. No te ha tomado ni cinco minutos hacer esto, le dijo. Es cierto, lo pinté en menos que canta un gallo. Sin embargo, son muchos los años que he invertido en aprender a pintarlos… Cada libro tiene su propia estructura; necesita su propia maduración y gestación. De ello depende el camino a seguir. Siempre se parte de algo. Nadie escribe de lo que no conoce.
—¿Algún escritor que admire o le guste leer?
—Muchos, tantos que resultaría prolijo enumerar. Más que escribir me desvivo por leer; mido las distancias de una ciudad a otra por la cantidad de páginas que puedo leer durante el vuelo; leo hasta en la sopa, por eso la prefiero de letras. Y sí, entre los libros que amo, uno al que siempre vuelvo es La vida perdurable de Juan García Ponce. Adoro esa última línea donde Virginia abre la puerta y deja entrar a los perros…
—¿Para quién escribe? ¿Escribe para un determinado grupo de lectores?
—Para lectores ociosos, distraídos. No olvides que el ciclo no se cierra hasta que el lector no toca el libro y le da curso a aquella doble seducción de la que hablaran el viejo Barthes o el tío Julio…
—¿Existe alguna presión del lector sobre el escritor?
—No lo sé, ni quisiera saberlo. Escribo porque las palabras se me supuran por los dedos, para no morirme de sed o de impotencia; escribo contra la intolerancia, el tedio y la falsa mesura de los jueces.
—¿Cómo se sigue vinculando con República Dominicana?
—Jamás me fui; salgo algunas noches, y al día siguiente regreso con más fe a la esquina acostumbrada.