Durante el año 2020 la pandemia de Covid 19 ha estado acompañada por un incremento de la compra o adopción de mascotas, particularmente de perros y gatos. Ante las exigencias de aislamiento, los perros han ofrecido compañía y apoyo emocional, ayudando a reducir el estrés y a estabilizar o mejorar la salud mental y física. La antiquísima relación entre los hombres y los perros, aparentemente iniciada en Europa hace unos 20 000 o 40 000 años, y en el Caribe insular hacia el 500 antes de Cristo, se ha renovado.
Una vasija indígena de cerámica que reproduce la forma de un perro, conservada en el Centro Cultural Eduardo León Jimenes, en Santiago de los Caballeros, e investigada por quien escribe como parte de los trabajos arqueológicos que realiza esta institución, nos sirve para pensar ese vínculo en la isla de Santo Domingo y en Las Antillas.
La vasija es una preciosa escultura de unos 15 cm de largo, con la forma de un perro parado sobre sus cuatro patas (figura 1). Está elaborada en cerámica y la boca de recipiente es un orificio abierto sobre la cabeza del animal (figura 3).
Su capacidad de contención es reducida, dado el pequeño tamaño del objeto. Quizás se diseñó para líquidos, con frecuencia manejados en contenedores de boca estrecha, que limitaban su salida accidental y evaporación, facilitando su consumo o el proceso de servirlos. El objeto no muestra indicios de exposición al fuego propios de una acción de cocción o calentamiento, y por el momento no tenemos evidencias sobre lo que pudo contener.
La imagen se resuelve definiendo los detalles con incisiones y a través de la proyección de los volúmenes. La cabeza es prominente, pero no totalmente desproporcionada, si consideramos la anatomía animal (figura 2).
Resalta el interés en los detalles: una boca marcada por una línea de puntos, que pudiera aludir a los dientes, y una pequeña cola, bajo la cual aparece un agujero representando el ano.
En la parte superior del cuerpo y transversal a su eje mayor, aparece un elemento decorativo formado por líneas paralelas incisas, terminadas en punto; recuerda un cinturón (figura 3). Este detalle apunta a formas y soluciones tecnológicas asociadas a las cerámicas de la llamada sociedad taína.
El término, muy controvertido, es asignado a diversas comunidades indígenas de las Antillas Mayores que manejaban un repertorio iconográfico y cultural con ciertas similitudes, y eran predominantes en la región al arribo español. Se cuestiona, sin embargo, la unidad étnica o cultural que para muchos la denominación supone.
Por lo corto de sus extremidades pudo tratarse de un animal pequeño, algo que nos remite a los comentarios de los españoles sobre la talla de algunos de los perros que vieron. Sin embargo, no podemos excluir la representación de otro cuadrúpedo, incluso no antillano, pues la memoria e incluso la presencia de restos óseos de animales suramericanos, persistió entre los grupos indígenas insulares, como demuestra la investigación arqueológica.
Los perros aparecen en la iconografía indígena de la isla de Santo Domingo, sobre todo en cerámica, donde se les representa en las asas de los recipientes. Son un motivo identificado en el arte rupestre, en sitios como Charco de las Caritas o Cueva de Borbón. Se les halla también en la cerámica de las Antillas Mayores y Menores, siendo peculiar para estas últimas el reporte de pendientes en forma de perro, elaborados en rocas como la calcedonia.
El perro parece haber entrado al Caribe insular hacia el 500 antes de Cristo junto a grupos que poseían una fuerte tradición agrícola y una cerámica compleja, conocidos arqueológicamente como saladoides y huecoides, vinculados a movimientos migratorios desde distintas partes de Suramérica.
No se han hallado sus restos en los sitios arqueológicos de las sociedades que previamente habían ocupado la región, los llamados arcaicos.
Se han excavado entierros aislados de perros, pero también son frecuentes junto a restos humanos, como parte de ofrendas y manejos funerarios conjuntos, en todo tipo de espacios: cementerios, bajo pisos de casas, en montículos, cuevas, etc.
En Morel, Guadalupe, donde se identificaron restos de más de 20 perros, una persona fue enterrada con cuatro de ellos. Entierros o depósitos de cuerpos de perros con fines evidentemente rituales, se identificaron en Cueva Bélica, en Cuba, y en Sorcé, en la isla de Vieques, Puerto Rico, con unos 50 perros en el primer caso y más de 20 en el segundo.
En ocasiones los cuerpos de los perros fueron manipulados ritualmente, como los de los mismos humanos: se les ornamentó con cuentas de collar, dándoseles determinada posición en la tumba, o colocándose junto a ellos ciertos objetos, como caracoles (Lambí; Lobatus gigas).
Estos detalles, así como su presencia en la mitología indígena, prueban cuanto se les estimaba y su importancia en el universo sobrenatural precolombino. Los relatos míticos recogidos por fray Ramón Pané entre 1496 y 1498 en la isla de Santo Domingo, asociados según la visión tradicional, a la llamada cultura taína, mencionan un cemí (objeto cargado con energía sagrada que le permite actuar en el mundo sobrenatural) usualmente relacionado con este animal:
"El cual cemí Opiyelguobirán dicen que tiene cuatro pies, como de perro, y es de madera, y que muchas veces por la noche salía de casa y se iba a las selvas. Allí iban a buscarlo, y vuelto a casa lo ataban con cuerdas; pero él se volvía a las selvas. Y cuando los cristianos llegaron a la dicha isla Española, cuentan que éste se escapó y se fue a una laguna; y que aquéllos lo siguieron hasta allí por sus huellas, pero que nunca más lo vieron, ni saben nada de él."
Para varios investigadores el protagonismo funerario de los perros se relaciona más que con un vínculo personal con el humano muerto, con un reconocimiento de estos animales como portadores de capacidades sagradas, que incluyen acompañamiento, protección y guía, en el mundo de los vivos y de los muertos.
El perro era el único mamífero carnívoro terrestre y se ha discutido, dentro de la clara tendencia del mundo antillano a reflejar sus raíces suramericanas, que quizás constituyó un sustituto simbólico y mítico, del jaguar suramericano.
Fue sin dudas el animal domesticado más importante del mundo indígena antillano. Esta característica solo se reconoce en los conejillos de India (Cavia porcellus), si bien se cree que las jutías (Capromis sp.) y el agouti (Dasyprocta sp.) fueron manejados en cautividad como parte de una incipiente actividad de domesticación.
Compañero de caza y habitante de sus espacios de vida, el perro continuó moviéndose entre diversos puntos del archipiélago antillano, junto a sus dueños o fue intercambiado o regalado, como demuestran las investigaciones arqueológicas. De hecho, en algunos sitios se han identificado perros traídos de otras islas.
Según los estudios eran carroñeros y se alimentaban de restos o desperdicios de la dieta humana; también hay indicios de individuos que pudieron ser alimentados de modo intencional.
En algunos restos de perro se ha detectado un alto consumo de dieta marina, indicador de animales asociados a actividades o movilidad, en dicho ambiente. Al mismo tiempo se ha determinado su uso como alimentó por el hombre, sobre todo un tipo o variedad de perro que parece ser de menor tamaño al localizado en los entierros humanos. Algunos autores consideran, no obstante, que probablemente esto ocurría solo en situaciones de crisis alimentaria.
En la República Dominicana se han excavado restos de perros en sitios arqueológicos como El Carril, Ramón Santana, en San Pedro de Macorís, La Caleta, Boca del Soco, El Flaco y El Cabo de San Rafael. En Haití se conocen en el sitio En Bas Saline. Estudios isotópicos sobre restos de perros hallados en El Flaco y en El Cabo de San Rafael (ambos con ocupaciones que se extienden entre 1200 -1500 después de Cristo) indican su carácter local, es decir nacidos aparentemente en el sitio o en lugares cercanos. Análisis sobre animales de otros contextos, han identificado individuos de unos 7 kg de peso, si bien la muestra es demasiado pequeña como para caracterizar la población canina de la isla.
En el cementerio del sitio La Caleta se encontró un perro de gran tamaño enterrado junto a los cráneos de dos niños, y varias vasijas de barro. En el sitio El Flaco se observó el entierro intencional, aparentemente ritual, de dos perros. Se hallaron en una zona de montículos formados por acumulaciones de tierra y desechos, donde también fueron enterradas 18 personas. En un caso solo se inhumaron determinados restos del animal: dos huesos de la pelvis y la mandíbula.
En el sitio arqueológico El Carril hay restos incompletos de al menos 17 individuos, varios de los cuales parecen haber sido procesados para fines de consumo humano.
Cristóbal Colón vio perros durante su primer viaje, en una isla del archipiélago de las Bahamas, y en Cuba. Diversas menciones de los europeos coinciden en la similitud de los perros locales con los existentes en España, exceptuando la falta de ladrido, si bien esto no significaba que no pudieran emitir diversos sonidos. Algunos investigadores explican esta peculiaridad como resultado de un modo específico de crianza, que requería disminuir este hábito o capacidad, en función del uso de dichos animales para cacería. Igualmente se ha sugerido que para disminuir la mordida sobre las presas, en ocasiones se les extraían los premolares. Si bien no hay una explicación definitiva, la comparación de restos precolombinos y de perros que vivieron posteriormente, demuestra que pertenecen a la misma especie: Canis lupus familiaris.
En las Antillas Menores durante el siglo XVII, los viajeros franceses observaron como al momento de la muerte de un indígena, se sacrificaba y enterraba su perro junto a él, a modo de ofrenda y para que lo acompañará y protegiera en la vida de ultratumba. En la carta Coma-Esquilache, se confirma el consumo de perros entre los caribes en el siglo XV. Se carece de referencias al respecto para las Antillas Mayores, registrándose en cambio, su consumo por parte de los españoles en momentos de necesidad.
Algunos de los perros traídos de España fueron usados como animales de guerra y protagonizaron horribles matanzas de indígenas. Se aclimataron e indudablemente, en especial los animales que quedaron en estado silvestre, afectaron de modo notable a la fauna autóctona, carente de depredadores terrestres de esta talla. Ha pasado el tiempo y hoy el perro vuelve a nosotros en un momento especialmente difícil. Quizás Opiyelguobirán decidió que era hora de estar nuevamente con los hombres, y mostrarles un camino para superar la pandemia.