Papín solo Papín. Así, sin más. Seguro porta en su cédula dos nombres y dos apellidos como casi todo el mundo, pero nos quedamos con Papín.

Papín, tan sencillo como suena, pero las apariencias no solamente engañan, sino que establecen códigos sobre la vida de los demás. Nos crean “huellas dactilares” innecesarias y lejanas del otro. Acertadas y falsas. Depende.  Como las luces de los semáforos. Rojo para parar y verde para seguir, y no siempre es así. También estará siempre el amarillo.

Lo digo por Papín, sobre sus hombros cabalgan   78 años de los buenos, de los que uno piensa “yo no llegaré a esa edad”, ya sea por las prisas que provocan infartos y derrames cerebrales o por las dolencias acumuladas y a crédito que acosan a la fragilidad humana.

Papín, Sesenta y cuatro años de su vida (¡léase bien, 64!)  se la ha pasado lustrando zapatos en la esquinita de la mítica y popular Barra Payán de la 30 de marzo. Alma Mater de todas las Payán.  La catedral de los derretíos de queso y de las batidas de frutas con agua o K de Carnation.  El anuncio es gratis, por ahora.

 “Don Juan era un hombre buena gente, trabajador, lo conocí muy joven”.

En todo ese tiempo, 64 años, tan largo y profundo como su mirada, Papín ha bajado el lomo para brillar calzados de ricos y pobres -menos a los #poetasbeat de Santo Domingo cuya raíz contracultural les demanda calzar tenis y sandalias.

Ha lustrado zapatos de todo tipo, color y denominación de origen   a los empleados de las electrónicas de la 30 de marzo, a los popis y empresarios que vienen especialmente de los sectores Piantini, Naco o Serrallés a degustar un sanguche de pierna en pan de agua crujiente y solo con cebolla roja. Una delicia que no se consume en el Polígono Central con el aire acogedor y vintage de la Madre Payán. Obligatorio mencionar a los empleados públicos ataviados con sus trajes de disfraz de servidor abnegado con horario para ponchar a la entrada y a la salid todos los días su vida y hasta un día,    de 8 a 4. Las damas con sus trajes sastres de negro, así, la vanidad femenina la vuelcan lejos de la cotidianidad laboral.

En su larga tarea de oficio de lustrador, Papín   ha escuchado las aventuras y los devaneos de los borrachos de la noche cuando ya el bar les cerró el jangueo y el estómago revuelto y brutal por los tragos clama por alimentos. Nada, señores,  que cuando pica el hambre, el etílico no es tan divertido. Con la fauna   ancha y ajena con la que se ha topado Papín  se podría escribir series en Netflix, cuentos, relatos y alguna que otra novela negra.

Papín y la antigua catedral de la Payán, cuerpo y alma   del difunto Juan Frías Payán, se podría decir que son hermanos. Don Juan es el creador de una marca ciudad sin la necesidad de grandes luces de neón ni porristas semidesnudas tragando sanguches a la clientela.

Sobreviven recauchados sus sillones giratorios con las asentaderas rojas en la cima  al estilo de las viejas y populares cafeterías del Estados Unidos de los años 50.   Un puerto abierto a la mar humana,  fiel hasta la muerte al jamón y queso, mostaza y cachú.

“Don Juan era un hombre buena gente, trabajador, lo conocí muy joven”. Y ya no dice más de su amigo fallecido en el 2014 a los 91 años. Longevos ambos.

La guerra

En la Guerra Patria del 65, Papín  faltó dos veces a su esquinita acostumbrada. No me quiso dar la razón.  Cuenta un relato de historia viva sin intermediaciones ni censuras para la propia historia. “En el 65 los americanos en la Teniente Amado García Guerrero (hoy la 27 con su elevado que oculta el sol, horrible y sucio) colocaron varias trincheras y un puesto de francotiradores.  Igual que en Los Molinos, todo el que se movía en la 30 de Marzo le daban pá bajo”.

Del maroteo en extinción en una ciudad sembrada desde hace tiempo con cementos y tapones comenta Papín que años atrás la barriada de Don Bosco estaba timbí de matas de mango. Desde la Zona Colonial, pasando por Ciudad Nueva hasta Gazcue, la muchachada venía a ejercer el noble,  divertido, delicioso y arriesgado  juego del maroteo, ya olvidado y enterrado sin dolientes desde que el cemento nos enterró a todos.

En lo que consumo un derretío de queso amarillo sin tomate, Papín me limpia los zapatos. Prefiero no sentarme en su trono para clientes VIP. Me quitó los zapatos y se los entrego. De repente, se pone de pie y extrae detrás del trono varios trozos de cartón utilizados para tapar del implacable sol,  los vidrios delanteros de los carros de los clientes.  Rápido para su edad,  coloca algunos cartones  y quita otros. Alguien que parte hacia la San Martín le da tan solo 5 pesos por el detalle. Tensa el rostro por la infame propina y vuelve a mi “limpia”

Quiero que me hable más de la 30 de marzo, de la Payán, del Don Bosco, de la vida, Papín, de tu vida…en fina que me hables, tú has vivido mucho, buen hombre. Nada. Mute.

Que va. Se trancó Papín.  “No voy a decir ná me quillé”. Lo último que dijo. Abro la cartera y le paso 100 pesos. Gracias con la mirada y la sonrisa. Se quedó sentado cucuteando su caja de limpiabotas.