Era junio de 1989, tenía 18 años y en ese entonces poseía el título de campeón nacional . Me encontraba de visita en San Cristóbal en la residencia de quien era presidente de la Federación Dominicana de Ajedrez, el profesor Teódulo Montilla. Solía ir de vez en cuando, jugaba “rapid transit” con mi amigo Tony Adames, su hijo Eddy Montilla y otros ajedrecistas.

Aquel día, el profesor Montilla me dijo algo que me entusiasmó: “hay un torneo en Haití y hay $2,000 dólares para el primer lugar, tú tienes que ir, que ese dinero es tuyo”. Le pregunté que si el torneo estaba confirmado y me dijo que sí; volví a Santo Domingo pensando en este próximo evento y le comuniqué a mi padre mis intenciones de ir. “¿A Haití?, ¿pero tú te estás volviendo loco, Gus?” le expliqué acerca de los premios y como él sabía que cuando yo tomaba una decisión nadie me persuadía, decidió darme su apoyo. El sábado siguiente, a eso de las 5 de la mañana, estábamos ambos en pie, hice un bulto y me dejó en la parada de guaguas que iban hacia Jimaní.

La guagua dejaba a los pasajeros en el pueblo y de ahí uno tomaba un motor hasta la frontera. El paso por migración y aduanas no tuvo mayores inconvenientes, pero desde que puse un pie del otro lado de la frontera, me sentí en otro mundo. Sé que muchos pensarán que es algo sicológico, pero lo cierto es que desde que entré en territorio haitiano vi el polvo subir desde la tierra con cada paso y sentí la temperatura subir.

Estuve un buen rato sentado debajo de un árbol esperando que llegara el próximo autobús con destino a Puerto Príncipe. Bueno, si es que era correcto llamarle autobús; este vehículo multicolor reflejaba el arte haitiano, su pintura abigarrada y también su sabiduría popular. “Le critique est ease, mais le art est difficile”, rezaba el aforismo con el que me identifiqué plenamente. Pero, las condiciones del vehículo en que se viajaba eran únicas, y debe constar que yo ya había vivido con frecuencia el caso de las banderitas y las voladoras. Había gente encima de la guagua y los que iban dentro iban apiñados, muchos con gallos que continuamente querían salir de sus fundas, mientras que el aroma concentrado parecía el de años sin que alguien hubiera tomado un baño. Nadie tenía mi color de piel, lo cual no era una forma agradable de llamar la atención. Además, buena parte del trayecto, el vehículo estuvo yendo de un lado para otro como si fuera a caer al mar que estaba al lado.

Después de varias horas de sufrir, llegamos a Puerto Príncipe. Ahí estaba yo, un escaso punto blanco en medio de la enorme muchedumbre que bien entrado el atardecer comerciaba con todo lo imaginable, apenas dejando espacio para caminar. Era una ciudad pobremente iluminada, con conductores inconscientes y agresivos, medios de transporte atestados y las aceras y calles repletas de gente, mujeres que levantaban sus faldas para orinar, y a pesar de todavía no haberse ocultado el sol, una enorme cantidad de prostitutas, varias de ellas aparentemente enfermas, además de una buena cantidad de dominicanos.

No me imaginaba que había tantos dominicanos en Haití. Al verme, varios se acercaron como supuestos guías preguntándome hacia donde iba. Debido a mi imprevisión y a la escasa información que me había dado Montilla, había ido apenas con unos teléfonos, ninguna dirección. Tras pedir un teléfono prestado en una cafetería, me di cuenta que ninguno era levantado. Después percibí que eran instituciones y empresas que un sábado a esa hora ya habían cerrado. Tenía que buscar donde pasar la noche para al día siguiente investigar dónde iba a jugarse. Fue entonces que me uní a uno de los presuntos guías dominicanos, quien me dijo que había un hotel cerca. Llegamos al hotel, el cual no estaba en las mejores condiciones, pero al menos tenía una cama y un abanico en el cuarto. El dominicano quería cobrarme, por caminar dos cuadras, una suma desproporcionada y abusiva, seguramente inspirado en mi apariencia física y su oportunismo. Muy poco faltó para que nos fuéramos a los puños, pues no estaba dispuesto a ese engaño. Al final nos transamos por una cantidad intermedia y una buena dosis de insultos.

No era una situación muy halagüeña, el que veía mi rostro veía una mina de oro, a pesar de solo cargar unos dólares y menos gourdes, la moneda haitiana. A los cinco minutos de haberme echado en la cama y encender un maltrecho abanico, tocan la puerta de mi cuarto. Abro y me encuentro con una mujer morena y fornida ofreciéndome sexo oral por 5 dólares. Le dije que no, que gracias.

Suelo tener una virtud cuando viajo, puedo llegar cansado tras largas horas de viaje, pero luego de que dejo el equipaje en una habitación, me olvido del cansancio y lo que deseo es embriagarme de gente nueva y de una cultura que no conozco. Es una sed insaciable de aprender y vivir emociones y sensaciones intensas que me ha brindado múltiples pesares, pero a la vez inolvidables placeres.

Salí a la calle a conocer un poco más de nuestros vecinos, vi parejas cenando y divirtiéndose, lugares aceptables para pasar un buen rato, pero también vi niveles de pobreza angustiantes y pésimos servicios sociales. Regresé al hotel preguntándome cómo es posible vivir así. Hay cosas en la vida que no se pueden contar, que hay que verlas para creerlas; Haití es una de ellas.

Quizás no debí haber dejado el bulto en el cuarto, pero tuve suerte de volverlo a ver cuando regresé. Me dije que no podía correr esos riesgos y decidí intentar dormir abrazado de mi equipaje, aunque me costó, pues el calor era agobiante. Increíblemente, varios años después, alguien me contó que pasó por una situación similar en un hotel de la misma ciudad, llenó de papel el picaporte de la puerta del cuarto para que nadie entrara en la noche mientras dormía, pero aun así entraron y le llevaron lo suyo.

Amaneció el domingo y desperté con el firme propósito de encontrar el lugar del torneo. Sin embargo, los teléfonos seguían sin responder; me di cuenta de que necesitaba alguien que hablara español y que conociera la ciudad, así que busqué un taxi y le solicité que me llevara a la embajada dominicana, pero al ser domingo, nadie abrió la puerta. Con todo este trajinar, había llegado a Petionville, la zona donde viven los ricos, un mundo aparte en Haití. Timbré en una gran mansión y me atendió una señora muy amable, que estuvo un buen tiempo tratando de ayudarme buscando algún contacto en la guía telefónica haitiana. A pesar del esfuerzo de esta mujer, mi búsqueda seguía sin solución. Estaba gastando el poco dinero que tenía, tenía el corazón en la boca con la forma de conducir de los choferes haitianos y comencé a considerar la posibilidad de regresar a mi país.

No quería pasar por el duro examen que era volver por tierra, así que me dirigí al aeropuerto.

Al llegar, pregunté si había aviones que volaban a Santo Domingo en lo que restaba del día. Me dijeron que sí, que la línea Haití Regional salía a eso de las 6 de la tarde. Fui a ver el avión y aunque desde hace muchos años pienso que todos tenemos nuestra hora marcada para partir de este mundo, sea en el mejor de los jets o en la forma que sea, lo cierto es que no iba a montarme ahí, era lo que un amigo llamaría un motoconcho de avión y menos en un día tan lluvioso como aquel.

Seguí investigando y en el mostrador de Pan Am me dijeron que estaban esperando un avión procedente de Miami que luego seguía para Santo Domingo. Al preguntar el costo, la joven me dijo que eran 90 dólares; abrí nervioso la cartera, pues sabía que había gastado bastante, conté el dinero y resultaron ser… ¡90 dólares exactos!, ni uno más ni uno menos. Exhalé un suspiro, le pedí un tícket, pero me informó que el vuelo venía lleno, que había que esperar para saber cuánta gente se desmontaba en Puerto Príncipe. No había comido nada en casi dos días y si bebí algo, no lo recuerdo bien. La espera fue angustiante, ¿qué pasaría si no podía irme? Cuesta creer que el campeón nacional de Haití, quien trabajaba en el aeropuerto, me reconoció, fue a saludarme y me explicó que el torneo había sido suspendido por la crisis política que vivía el país.

Finalmente, apareció un asiento, compré el tícket y el avión despegó. Truenos y rayos se podían ver por la ventanilla. Parecía que el destino quería que recordara esta aventura hasta la última gota, que nunca pudiese olvidarla. El avión aterrizó en el aeropuerto Internacional de las Américas y luego de pasar por migración me dirigí a las cabinas de los teléfonos públicos.

Mi padre fue al aeropuerto y aunque pronunció el infaltable “te lo dije”, hoy, 20 años después, no me arrepiento. Quizás Dios quería enriquecer mi vida y al mismo tiempo enriquecer las de otros, contándoles lo que pasó.

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