Tengo una cuenta de Netflix para disfrutar de series detestables y brillantes. Tengo vamos a ver,  dos Kindle para leer. El primero no sirve.

Tengo , vamos a ver, dos Android. Uno es la oficina ambulante pegado a mis dedos, a mi vista, ocupando un espacio permanente en mis bolsillos. La otra sanguijuela electrónica es un chorro imparable de chismes de redes, notificaciones de gente que te da igual su existencia.

Apps para meditar. Una voz grave te ordena respirar y exhalar mientras una cascada de agua se repite y se repite. Y, claro, el batallón de tutoriales resolvedores. Desde como afinar la orina con puntería en el inodoro hasta redactar cartas finales en caso de suicidio.

La cacería digital contra mi humana vida de mortal nacido análogo y desconectado, no cesa. No tiene frenos. Habrá un momento que la real revolución será desconectarse y retornar al antiguo mundo de enterarse de los estragos de un terremoto al otro día de la tragedia, y si acaso, de chepa.

El detective Dick Tracy comunicándose con su reloj pulsera nunca pensó que sería un precursor de la mensajería inalámbrica. Dick Tracy con su acciones políticamente correctas. Abrigo y cara dura de pelotero gringo de los 50.

Tengo una computadora Dell, bocinas, mouse y cables de todo tipo. Tengo vamos a ver la saturación y el vacío. ¿Hacia dónde conducen miles de millones de informaciones corriendo por todas partes y a toda hora?

¿De qué sirve tomar una taza de café con alguien mientras mira su celular?  Te quedas mirando a tu contertulio de mala gana, pero solo te resignas a encender el móvil y ver si la foto de Instagram que acabas de postear es un nido de corazones rojos.

Tengo , vamos a ver,  los libros. Uno arriba de otro, silenciosos y leales. Amigos inseparables. Historias y huecos para las aventuras. Cada página atraviesa una de tus fibras. Marca territorio en tus sentidos.