No tuvieron tiempo de niños para asir entre sus dedos los múltiples colores de las mariposas. Atar en la mirada los paisajes del archipiélago. Conocer el canto húmedo de los ríos.

No tuvieron tiempo de decir: Esta tierra es nuestra. Juntaremos colores.Haremos bandera.

La defenderemos.

(Los Inmigrantes/Norberto James Rawlings)

Tren cañero.
Tren cañero.

Nadal Walcot se agachó ante la limpiabotas del chamaquito que antes le pidió de pol favol limpiarles las sandalias. Se lamentó de que todavía no le había salido la primera limpia del día.

El Maestro Nadal no le contestó y todavía agachado extrajo un lapicero Bic tinta negra desde algún lugar de su anatomía.

De inmediato su mano derecha y el lapicero volaron juntos sobre la madera sucia de la caja limpiabotas.

¡Un tren! exclamó el niño con la sonrisota al aire y con toda la felicidad de su bemba morena.  El tren cañero de Nadal ya se escuchaba venir sobre la madera sucia de betún y antigua mugre.

¿Y cómo y que tú pinta? le preguntó el chamaco. y Nadal le respondió con esa gracia cocola: ¡ohhh pintándolo, má ná!

Un instante de pura felicidad naif iluminó el aire de la tarde. Una explosión de radiantes y estruendosas carcajadas al unísono y yo observando la escena en la desierta Padre Billini   y a finales de los 90.

Ese gran momento de la historia entre el limpiabotas y el artista no pudo ser registrado por quien suscribe esta historia.

No existían los teléfonos inteligentes. O por lo menos no existían los celulares con los avances tecnológicos de ahora. Además, nadie andaba con esos cacharros. Pura prehistoria de la telefonía móvil. Los escasos celulares casi servían para majar ajos.  Bates negros de pelota marca Motorola que pesaban una tonelada y no traían cámaras. Además, la vida no se registraba cada segundo en imágenes. Se vivía la vida y ya. Así de simple.  Nadie compartía nada. Tampoco existían plataformas virtuales para compartir o eran muy incipientes.  Pese a eso, no estábamos tan solos y todo se disfrutaba en su esencia, no solamente en las formas, o las dos cosas al mismo tiempo.   La Esquizo era nuestro Wasap y Abreu nuestro community manager.

La privacidad era un valor y no un mercado de egos inflados y solitarios.

De nuevo retorno a Nadal. Eran días sin brújulas. Nadal y yo nos encontrábamos en la Zona como la Maga y Oliveira, por pura casualidad. Y cuando sucedían los encuentros libábamos par de birras en el Parque de los Poetas, en la Esquizo cuando la abundancia daba chance para algo más o simplemente nos sentábamos en el Parque Colón a mirar el mundo pasar.  Nadal, cigarrillo en mano.

Cada entrada del artista al colmado de la Isabel La Católica era una fiesta. Nunca había visto hacerle tanta bulla a una persona.  Walcot ponía a bailar y a gozar a todos con sus ocurrencias y su humanidad. Clientes y dependientes en la gozadera guloya. Corazón de sol y azúcar.

Comíamos en el restaurante de Mimosa en la Nouel.  Cada almuerzo terminaba con alguna historia sobre sus andanzas por Europa. Su exilio. Las historias incluían palabrotas, palabros y palabrerías aliñadas con la picaresca y la sabiduría de ese gran artista que acaba de partir en uno de sus trenes cañeros pitando alegría entre los cañaverales petromacorisanos.

Este es mi humilde homenaje al Walcot. Siempre sonriente y cigarrillo en mano. Poeta, dibujante y maestro. Corazón de azúcar y sol. Siempre espantó al desarraigo y el dolor de su gente con su sonrisa grande al disfrute del primero o la primera que se le cruzara en su camino. Todos cabíamos en el tren cañero de Adolfo Nadal Walcot. Paz y Amor, Nadal. Ya nos veremos.