Arlette Fernández con sus 5 hijos, Ludovino, Rafael Tomás (hijo),Oleka, Ingri y César.

 

A Oleka, Ludovino, Ingri, César, en fraternidad, y para Rafael Tomás (hijo), in memoriam.

Claude Lévi-Strauss, desde muchas perspectivas el más importante antropólogo en la historia de la disciplina, hizo un sencillo inventario de los tres elementos que hacen al ser humano: el sustrato biológico, la función simbólica de la cultura, y los hechos sociales. Uno nace y crece a partir de un arbitrario fisiológico, pero también cultural, es decir, una herencia que se recibe y que uno no tiene opción de decisión sobre ella: por ejemplo, el tamaño de nuestro cuerpo o la lengua materna con la que comenzamos a comunicarnos con el mundo. Resulta prácticamente imposible una variación al programa de desarrollo orgánico de nuestra corporalidad. Igual para el lugar de tradiciones en el cual nos encontramos con la vida. Para lo que respecta a la cultura, yuna vez autores conscientes de nuestra propia historia, nos queda el escenario social,el cual nos permite un muy pequeño margen para cambiar partes de esos legados ancestrales que heredamos y que condicionan gran parte de nuestra visión y formas de participar en el mundo.

Las estadísticas muestran que, en una casi inmensa mayoría de casos, reproducimos en nuestras vidas los saberes (aptitudes, actitudes, competencias)extraídas e incorporadas de nuestro medio cultural. Solo una minoría se mueve hacia formas de ser o espacios socialesdistintos pero vecinos a los cuales aprendieron el cómo estar en el mundo. Y solo un puñado pequeñísimo de excepciones llegan a tener cambios serios entre su pre-historia y la historia que escribirían ellos mismos. Es ese mecanismo invisible de reglas sociales que nos encierra en esquemas mayoritarios de reproducción social: por eso la transmisión intergeneracional de las élites culturales o económicas o políticas de una comunidad, y por eso también, el círculo vicioso de la exclusión para la mayoría de los de abajo. Las instituciones democráticas, con su larga retórica de igualdady de justicia socialentre los seres humanos, afirman la equidad como principio político moderno, como instrumento para interrumpir esa reproducción social, brindándole más lo que menos tuvieron al origen.

  1. En búsqueda de la Patria extraviada

“La patria es el ser humano que no pisan”, reza un verso de una canción de Alí Primera. En sociedades como la dominicana, la dirección política de la nación ha sido cooptada por élites que solo permiten que los de abajo “avancen”, cuando ellas, las élites, ya han avanzado muchas veces más. Las tasas de disparidades sociales de República Dominicana así lo atestan: mientras el millón de dominicanos más pobre del país recibe al mes un aproximado de a penas RD$170 pesos por persona al mes, el millón más favorecido recibe una mediana de RD$22,600, mientras el 10% de ese millón más acomodado recibe casi tres veces esa cantidad (RD$57,000). Cifras conservadoras extraídas de la Encuesta Nacional Continua de Fuerza de Trabajo del Banco Central, que además tienen la dificultad que mientras más sube en la escala social, mucho más difícil se logra acceder a la verdad estadística de la situación económica de los de arriba.

No vivimos en una nación, sino en varias, donde los sueños son muy diferentes según a la comunidad de destinos comunes a la que se pertenezca. No vivimos en una República, sino en varias, donde las instituciones te pueden proteger o castigar, según el territorio en el que vivas. No vivimos en un solo país, sino uno, a su vez vive encima de otro, y ese otro, encima de otro, así, donde muchos sobreviven (de salarios precarios en los mejores casos, de indigencia y de la calle en los peores), ante ideales que han quedado en letra muerta. Pero todo eso tiene una historia.

Esa no fue la realidad que trajeron como proyecto nacional los expedicionarios de junio del 1959, en su programa mínimo de liberación del trujillismo. Esa historia no fue la que buscaba el programa de gobierno de Juan Bosch en 1963, y por el cual fue sacado del poder por militares traidores al pueblo. Fue precisamentepor una República más justa y democrática que el 24 de abril, un grupo desoldados del pueblo, militares de la libertad, dieron la contraofensiva democrática contra el golpismo, contra esa derecha autoritaria que buscaba hacer de este país un feudo de señores de un lado y de subalternos, casi esclavos modernos, de otro. Lo que hoy describimos como una nación infectada de todos tipos de calamidades, crónicas y severas a la vez, proviene precisamente de la victoria militar de las clases políticas y económicas conservadoras, sobre las fuerzas progresistas. Y si la historia fue así, fue por la invasión estadounidense de 1965, restauradores de una pax de élites económicas, políticas y culturales, en detrimento de la gente del común.

Esa historia la hemos contado varias veces ya en otros escritos (ver la serie “El País que insistimos desconocer: El viento frío que precede la Pandemia (2)”). El panorama es desolador, sobre todo por que no se vislumbra en el corto ni mediano plazo ninguna seguridad de que las cosas cambien a lo que padecemos en el presente. Pero ser pesimista no quiere decir ser derrotista, es solo vacunarnos de las ilusiones que el propia Sistema siembra en la gente, para desmovilizarlos en sus legítimas indignaciones y justas rebeldías.

Para que haya esperanza en la vida de los pueblos, los símbolos son vitales. Por eso en sociedades donde la gente a perdido la esperanza en una vida mejor, la gente cuelga Cristos de palo en las paredes, juega a la lotería, se atreve a saltar la ley con el fin recuperar su dignidad social. La mayoría de esos símbolos o acciones de esperanza quedan en el plano íntimo, como placebo o instancia de auxilio, como promesa lejana, sea por medios del azar o por actos de fe. Pero rara vez, se dejan ver símbolos de esperanza que pueden mover a toda una nación, sacudir la transmisión hereditaria de privilegios, y estremecer los cimientos de esta República coagulada, estancada en charcos de angustias de vida, en bosques oscuros de incertidumbres materiales, en laberintos interminables de muerte social para las mayorías. Y es lógico: al Poder no le gustan los símbolos que cuenten la otra historia, la que entra en contradicción con su versión oficial del presente. Al Poder no le gustan esos contraejemplos a sus ejemplos, porque resultarían ejemplares preparatorios de democracia.

Arlette y Rafael, con uno de sus bebés.
Arlette y Rafael, con uno de sus bebés.

Para cambiar la historia de hoy, ya es ingenuo confiar en las buenas intenciones de la clase política tradicional y sus gobiernos del Viento Frío (1966 a la fecha). Solo dan lo que les sobra. Primero los ricos, y bien atrás, como para tranquilizar a las “clases laboriosas, clases peligrosas”, las migajas del comercio. Porque al final, para que las clases subalternas sean bien aprovechadas, pero para que también cooperen con el sistema de su propia dominación (eso ha sido ampliamente estudiado en múltiples casos de la historia mundial), hay que alimentarlas con un mínimo de ilusión de libertad. Por eso tanto tanto celulares y bancas en la República Dominicana actual.

Para sembrar serias esperanzas colectivas en medios de las desolaciones, se requieren a veces de fenómenos precisos, figuras específicas que llegan cargadas de significados subversivos al orden dominante, y que pueden lograr alterar la rutina del oprobio,llegando a convertirse en un punto de inflexión en el carácter de las personas, en su conciencia moral, en sus expectativas políticas de vida. Esas esperanzas llegan por vías precisamente de las funciones transformativas de símbolos. Resulta poco probable que una sola persona pueda transformarse así mismo, y hacer desus ilusiones, planes racionales de acciones concretas de cambio. Necesitamos casi siempre de una acción externa de símbolos. Por ejemplo, la antropología nos enseña muchas cosas en esa dirección: si la gente sigue congregándose en iglesias o asociaciones buscando redenciones terrenales o pasajeras (de aflicciones, de adicciones, de penurias), buscando un oxígeno espiritual ante dificultares, ante esa paz en fuga que la política no le ha podido suplir (por vías de una educación que no prepara el carácter ante dificultades, por vías de sistemas sanitarios que no curan, por vías de comunidades que no cuidan a la gente sino que les hace actos de violencia), es porque es un hecho cultural que los humildes, los pequeños, los desdichados buscan en la unión, un alivio temporal y también la posibilidad real de una salida definitiva y mancomunada a sus problemas.

  1. Arlette: símbolo de resistencia y esperanza patria

Uno va por la vida encontrando símbolos necesarios a la vida (personal o en comunidad). Ellos te alimentan de motivos y reglas de vivir y convivir. La figura de un padre o una madre, la inspiración de un hermano, de un maestro en la escuela, de un héroe deportivo, de un recuerdo de infancia, de una lectura de adolescente, son fundamentales para la estructuración de un ser humano. Yo nací bajo un nombre, de esos que nacen del respeto profundo de un compañero de luchas hacia otro que ya no está. No soy el único, solo soy parte de una cohorte inmensa de muchachas y muchachos a los cuales sus padres los bautizaron con los nombres de sus compañeros y compañeras (o sus propios nombres de guerra), como forma de rendirun vivo homenaje a esos ausentes, reuniendo en una nueva vida, una cierta gratitud, una cierta inspiración y de alguna manera, la continuidad de lucha y de una amistad con ese alguien que se fue. Me llamo Juan Miguel porque mis padres así quisieron honrar la vidade Juan Miguel Román, comandante del Movimiento Revolucionario 14 de Junio, muerto combatiendo a las tropas norteamericanas en la guerra patria de 1965. Cayó muerto mientras intentaba recuperar el Palacio Nacional en manos del invasor extranjero, cuando al percatarse de que el coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez, ministro de Estado del gobierno del Presidente Caamaño, había sido herido, se devolvió en su auxilio, y en ese momento, una misma ráfaga enemiga disparada por francontiradores del ejercito estadounidense, cegó la vida de ambos comandantes. Uno líder de los militares constitucionalistas, y el otro, líder de los comandoscatorcistas de civiles revolucionarios armados. Dicen que fue el día más triste de la contienda. Ambos comandantes gozaban de un carisma muy especial. Eran íntegros en su moral, elegantes en su persona, eran sobrios en sus militancias y firmes en sus acciones.

A raíz del Golpe de Estado del 25 de septiembre de 1963,se estableció un régimen antidemocrático que apostaba que tener a un presidente depuesto como Bosch en el exilio, y a un líder político revolucionario de masas asesinado, como Manolo Tavárez, era suficiente para salvaguardar el golpista latrocinio que gobernaba el país con el Triunvirato en el Poder. Pero Rafael y Juan Miguel fueron precisamente esos que no dejaron caer la antorcha de la libertad, esos hombres que cuando la esperanza desvanecía, supieron cargar en sus hombros con la esperanza de todo un pueblo, y sobre todo, de un ideal de justicia. Por eso, no es de extrañar que tanta gente se refiriera al 19 de mayo de 1965 como el día de mayor pesaren los meses de esa República Dominicana en armas contra el invasor extranjero. Juan Miguel Román fue junto a Hipólito Rodriguez (Polo) y Rafael Faxas Canto (Pipe), los mentores políticos de mi padre en la Agrupación Política 14 de Junio, que hizo vida política pública de julio de 1962 hasta septiembre de 1963. Pero fue Juan Miguel Román el comandante de su frente (el Gregorio Luperón, operando en las montañas de Puerto Plata), cuando el 14 de Junio se levantó en armas en seis frentes guerrilleros contra el gobierno de facto, el 28 de noviembre de 1963. Por esa vía me acerqué a lo largo de mi vida de una manera especial con Arlette Fernández y toda su familia.

Arlette y Rafael, con su hijo Ludovino, recién nacido.
Arlette y Rafael, con su hijo Ludovino, recién nacido.

Amiga y también madre de ideas, compañera de toda la vida del coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez, madre de cinco y ciudadana ejemplar, Arlette se nos fue de este mundo hace tres semanas, por cierto, en un día del calendario que nombra, oh, coincidencias de la vida, la calle en la que su esposo fue muerto en combate: 30 de marzo.

Hoy, al momento de publicar estas líneas, es el primer 19 de mayor, fecha muy sensible para nosotros, sin ella. Ahí van todos los sentimientos mezclados: de pesar por su ausencia, pero de un inmenso honor de haber recibido tanto de ella.

A pesar de la diferencia de edad, Arlette fue siempre joven con todos. Todos los testimonios que conozco así aseguran relaciones de amistad de tú a tú, sencillas, pero llenas de cariño. Ella sabía compartir con todos los seres, no importa origen, edad o estatus socioeconómico. Esa fue una gran lección de vida: un ecumenismo plural, abierto, digno, pero que nunca transigió con la lealtad al proyecto político de decoro nacional y personal por el cual cayó su esposo, el coronel Fernández Domínguez.

Arlette escribió libros, publicó decenas de folletos y material educativo sobre el último capítulo de la historia progresista de nuestro país, la cual vivió de cerca. Era siempre de avanzada, su pasado era de futuro, no pasaba, al contrario, era de siembra y preservaba siempre un modernismo extraordinario. Ella escribió, ella habló, y parecía que desde todos y cada uno de sus esfuerzos, continuaba un largo y amoroso epistolario con su marido, con sus ideales, siempre con “el honor multiplicado y la vergüenza como estandarte”.

Con la desaparición física de su compañero en 1965, quedó con la responsabilidad de cinco hijos. Avanzaron los años, y dos décadas después, el luto volvió a entrar en su vida con la muerte accidental del menor de sus hijos, Rafael Tomás. Y también ahí, Arlette del Alma, Arlette querida, Arlette de todos, supo sacar de abajo, y subir por la existencia, defendiendo la vida, protegiendo su patria íntima, habilitando la posibilidad de trascender la tristeza, de superar los trances duros de la vida, ondeando la bandera de vivir para los otros. No recuerdo otra cara de Arlette que no haya sido sonriendo. Siempre, aún cuando hablaba de momentos duros, dejaba un sistema de amortiguamiento afectivo que reposaba en esa sonrisa serena que tenía resortes de belleza y tranquilidad plenas, fáciles de penetrar en uno con una naturalidad maravillosa. Por eso siento de manera entrañable hoy su ausencia, ycuando a duras penas trato de sonreírle al mundo al recordarla, lo hago evocandoel inolvidable rostro de Arlette.

Sé que Arlette me conoció desde que nací. Pero el día que yo la conocí a ella, lo recuerdo por un evento. Tendría yo algunos cinco años de vida, cuando mi padre le hacía una entrevista sobre el 19 de mayo, y Arlette respondía. De repente, ella le decía a mi padre: no llores, Bacho, no llores. Y, por efecto automático, me puse yo también a llorar. La historia política del 14 de Junio y de las gestas libertarias por una Republica auténticamente democrática y progresista, de sus luchas, de sus combatientes, fueron parte esencial de mi educación sentimental y moral en mis años primeros de formación moral y afectiva. Por eso, celebro hoy la figura de Arlette, como educadora, como maestra mía de todas esas pautas éticas que hoy llevo conmigo. Uno nunca sabe a quién educa, o quien te sigue cómo modelo. Este país, necesita de muchos símbolos como Arlette para generar esa gran campaña de verdad y ternura que necesita nuestro pueblo, tantas veces maltratado como traicionado por quienes han tenido la obligación política de cuidarlo. Por eso hoy se hace imprescindible el ejemplo de Arlette, por eso hoy es tan crucial la función simbólica de su vida, obra grande, obra patria.

Hay causas en la vida que nos lanzan, como un cohete, moviéndonos todos los esténtores con los que le hablamos al mundo. Arlette fue símbolo en mi vida, símbolo de vida, símbolo de mi vida, república de mis afectos, de mis principios, fuente originaria desde la cual interrogar todas mis acciones y pensamientos.

Si hoy me preguntaran como quisiera yo que fuesen los liderazgos políticos responsables de llevar el destino común de los dominicanos, yo respondería que lo hicieran con la misma responsabilidad que tuvo Arlette, al cuidar por si sola, a sus cinco hijos, para que nada le faltara, comenzando por la vergüenza y la dignidad ante el país por el cual cayó su padre.

Si hoy me preguntaran cómo quisiera yo que fuese el Estado dominicano con la gente, el trato del carcelero a su reo, del general a su soldado, del maestro a sus estudiantes, del médico a su paciente, sin ningún tipo de vacilación respondiera: que sea como Arlette miraba y quería a sus amigos y a todo aquel o aquella que se le cruzaba en la vida.

Si hoy me preguntaran cómo quisiera yo que fuesen la relación de los polícias y militares dominicanos, en cuarteles y destacamentos, con el pueblo dominicano, no titubeara un segundo en responder: que fuese con el respeto y la decencia con la que Arlette trataba a sus adversarios, aún y a pesar de las diferencias.

Francis Caamaño y Arlette, junto a combatientes, parientes y amigos, el 19 de diciembre de 1965, en la misa por la memoria del coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez, en la ciudad de Santiago.
Francis Caamaño y Arlette, junto a combatientes, parientes y amigos, el 19 de diciembre de 1965, en la misa por la memoria del coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez, en la ciudad de Santiago.

Si alguien hoy me preguntara, cómo quiero que sean las mujeres de mi país, quisieran que tuvieran al menos la sonrisa de Arlette, y la extraordinaria tenacidad para combatir con firmeza los estragos de una sociedad que las excluye y las maltrata, sobre todo a las más humildes.

Si alguien hoy me llegara a preguntar cómo quisiera yo que fuesen los niños y niñas de mi país, a quienes suelo ver con sus ojitos lánguidos y a veces perdidos en esa inocencia típica de la pobreza, yo respondería sin ninguna duda que tuviesen todos ellas y ellos, el dulce mirar de Arlette.

Si hoy me preguntaran cómo quisiera yo que fuera la patria por la cual luchar y echar mis días, desde lo más profundo de mi ser respondería: que fuese como Arlette defendió el pasado, el presente y el futuro libre de los dominicanos.

Si alguien me preguntara, cómo quisierayo que fuese el sostén moral de los barrios dominicanos, mi mayor anhelo es que sean como el de Arlette.

Había una frase de Fernández Domínguez, que siempre recitaba con Arlette cada vez que la veía: “no hay ser más libres que aquel o aquella que se somete a sus deberes (morales)”. Arlette fue siempre libre, nunca pasó factura, nunca perdió la alegría, ni la lealtad ni la esperanza en un país más justo.

Arlette de todas las batallas, mi amiga invicta.

Hasta siempre, Arlette, mi más dulce patria.