Cuando la mano de Lía, o más bien sus uñas rojas moderadamente largas se posaron sobre el logo de Kellogg’s mi mirada se movió por si sola desde el autorretrato con paisaje marino de mi abuelo en la pared frente a mí hasta la caja de hojuelas. Supongo que inadvertidamente sonreí o algo así, pues mi hermana me miró con extrañeza y preguntó qué pasaba. Volví a sonreír sin responder, recordando a Jaime decir “men, por mi madrecita que el conflé lo inventaron los adventistas; en serio. Así como tú los ves crearon una marca líder mundial”. Le brota una carcajadita y me dice que “todo el que come conflé en cualquier parte de la bolita del mundo, hace su aporte a la iglesia de tu abuelo”. Río y aclaro que abuelo fue evangélico, no adventista y Jaime, rellenito y jovial, reclina su asiento y opina que eso no está mal, que el Vaticano hasta quería comprar una plataforma petrolera en Angola, “a la franca, men, y está correcto, cualquier empresa debe ser autosostenible… las únicas que viven de sol y aire son las plantas… Sin mercado no hay vida, men…”; de repente el “hit del momento” retumba en la guagua, metiéndonos a todos en Los Zapatos de Vakeró; bocas de pasajeros de todo tipo repiten a coro “eeeeee sumbaeeeee” como un poderoso mantra urbano y entornando ojos en alegre abandono la mayoría marca ritmo en los asientos con cabezas, cinturas, pies y nalgas.
Por evitar el enredo de contarle eso a Lía corté en “Ese conflé…” la frase iniciada. Quedé callado, mi hermana sonrió y ahogando en leche las hojuelas que llenaban su pozuelo dijo “yo sé manito que nada se compara a tu mangú con cebolla y queso frito, lo hemos escuchado ya… varias veces y más”.
Mientras terminaba mi mangú, exquisito realmente, no demasiado suave y con cebollita marinada, seguí mirando la pintura. Está hecha con acrílica de paredes y al parecer es el único autorretrato de abuelo. Pensaba también que de todos sus cuadros es el único ajeno a su particular realismo amateur y negué con la cabeza cuando Lía me preguntó si quería café.
A mi entender abuelo era de hecho un ilustrador y artesano autodidacta; precoz, talentoso y creativo, pero sin pretensiones de artista. “Tú sabes, abuelo…”, dije después, “¿Abuelo qué?”, ripostó Lía y yo le comenté que me parecía que abuelo tuvo algún contacto con la pintura de Gauguin. Mi hermana me miró arqueando hacia abajo los labios, y elevando un poco las cejas se metió en la boca una cucharada de conflé. “¿Quién?”, dijo luego. “Paul Gauguin, un pintor francés…”, respondí entonces, sin el menor deseo de añadir algo más.
Descubrir que el autorretrato era una especie de plagio de una obra de Gauguin me tenía la cabeza revuelta desde hacía días. “¿Cómo se topó con ese cuadro aquí en Cabrera, en el setenta? Yo creo que en ese tiempo él no leía ni periódicos”, le decía a Jaime ayer cuando veníamos en la guagua. “Ay, men”, respondió él tirando la cabeza bruscamente hacia atrás; “cualquier casualidad… alguna turista se la enseñó en una revista, dizque porque le veía un cierto parecido… tu abuelo era un bacano”.
Entonces apostó a que yo no sabía cuándo nació la iglesia de abuelo. Torcí la boca y él precisó que en el 1844, el año de la independencia nacional y también de la “Gran Decepción”. Puso mirada enigmática y agregó que en Estados Unidos había una secta, los milleritas, que esperaban la segunda venida de Cristo ese año, hasta con fecha y hora. “Men, la decepción fue tan fuerte que empezaron a tirar cada quien por su lado, o sea, se fueron dividiendo en sectas, men y de ahí salieron los Testigos de Jehová y los Adventistas… y otros”, enfatizó y volvió a reír.
Cursamos el mismo año de nuestras carreras, pero todavía yo sigo mirando con sospecha mi corazón de publicista y él ya se siente mercadólogo experto. Este fin de semana coincidimos en la parada de guaguas de Santo Domingo a Cabrera y durante todo el viaje no paró de hablarme de la marca Kellogg’s y de su monográfico sobre “el ubicuo poder de las marcas… una vaina mortal, loco”.
Desde que llegamos estuve haciendo preguntas sobre el retrato y la singular historia de abuelo, pero pocos mostraron algún interés. Mi mamá, su hija, jamás conversó con él sobre esa parte de su vida y mi papá no suele prestar excesiva atención a cuestiones alejadas de los bienes raíces, el softball y la música de José Feliciano.
“Cómo es que dejamos morir así a esa muchacha” dijeron varios de los pocos testigos del hecho que pude encontrar en el pueblo, como si un tardío sentimiento de culpa fuera la única memoria que conservan. “Para mí que era un embarazo ectópico, y no la operaron porque los Testigos de Jehová prohíben eso” aventuró una vieja enfermera enérgica y algo sorda que me invitó a tomar café en su salita, con el acantilado tras la ventana.
Me asombraba la rapidez con que el olvido iba borrando detalles de una historia que impactó con fuerza tantas vidas; pensé que quizás fuese porque no hay historia hasta que alguien la narra y los hechos sin historia se olvidan pronto. Aunque si uno se acerca bastante a cualquier hecho ve que dentro lleva otras historias, como un puño que saliendo de reposo se dispara con fuerza, golpea una cara y adolorido regresa al reposo.
No faltó quien preguntara el porqué de “esa locura”, pero yo nunca dudé de la lucidez de abuelo y por tanto asumí que sus razones estaban más allá de lo que podría comprender y para mí no tenía sentido buscarlas.
Escuché por primera vez retazos sobre el suceso en el cuchicheo de dos vecinas en el patio de casa cuando abuelo enfermó. Yo tenía unos siete años y olvidé pronto el episodio, pero ahora siento que aquel chismorreo de alguna forma estrechó entre nosotros un vínculo que se mantuvo vivo incluso cuando el Alzheimer le había devorado casi toda la memoria.
Y mientras con tintineo de pulseras y algo de desgano Lía lleva su pozuelo a la cocina, yo de golpe retrocedo a la sala semioscura y calurosa de anoche, teléfono aun en mano después de hablar con tío Virgilio ante el retrato en penumbras de abuela; me veo mirándola muy joven, con su sonrisa tan limpia, en ligera blusa blanca de hombros desnudos, con un estampado floral sencillo bordeando la cintura; era una imagen que mi mirada persistente entretejía con el autorretrato de abuelo y el paisaje siempre nuevo del mar.
Salgo a la galería y un cachito de luna eleva la noche sobre la estridencia de las motocicletas del pueblo; la risa de Rita juguetea en mi nuca y la echo de menos, siento en mi sus olores y ya quiero que sea mañana, cuando mi relato de las pasiones de abuelo seguro agitará el descaro fresco de sus labios.
La palabra “pasiones” me engurruña la cara como si fuera limón, pero sentado en penumbras sobre el piso, al fondo de la galería que ocupa todo el frente de mi casa dormida, bebo un trago más de cerveza y termino por aceptarla. Sin duda abuelo la escribió muchas veces en los carteles que pintaba para las salas de cine de Nagua.
Porque así fue como empezó, todavía un muchacho, pintando letreros de colmados que le encargaban porque tenía bonita letra. Y pronto siguieron barberías, salones de belleza, tiendas, almacenes, factorías de arroz y vallas publicitarias por toda la zona. Por esos tiempos inició también su oficio de artesano, elaborando por instinto con semillas, piedras y otros materiales inusuales, collares que a todos parecían preciosos y abrieron camino a un espacio de creaciones de notable diversidad, reconocidas por su originalidad y exquisita ejecución; en mi mirada de seis años su taller era un lugar desordenado y extraño donde siempre encontraba algo para ver, tocar, jugar, lo que fuera, que me divertía mucho.
El sudor de su frente precoz también le abrió a mi abuelo puertas a billares, tragos, bares, fiestas y encantos y sudores de mujeres, que rutilaban difusas en sus noches y días. Hasta que un verano Sara, una amiga de su hermana que consideraba invisible, se le antojó envuelta en luz. Las vio de lejos caminar por la playa y se dio cuenta de que Sara había crecido; cuando poco después las chicas pasaron riendo cerca de él sintió reventar una oleada de mar y entendió que la deseaba más allá de todo juicio.
Con los parpados entrecerrados por el sol, engreído por sus conquistas y seguro de que un sentimiento como el suyo por ley natural sería correspondido, mi abuelo debe haberlas visto alejarse como espejismos sobre la arena caliente, sin saber aún que ya lo poseía algo más fuerte que el deseo.
A su mamá le bastó mirarle el rostro para sin mediar palabras enfundar para siempre sus prejuicios apostólicos, deshaciendo sin lucha la muralla china que la gente asumía que la religión interpondría entre ellos.
Su padre y su hermano mayor, que creían conocer mejor su temperamento indócil y las herencias de su libido, se mostraron escépticos a su cambio, como casi todo el pueblo, cuando dejó de aparecer por lugares donde antes buscaba diversión y placeres y se apartó de sus usuales cómplices de parrandas. Sin embargo no faltó mucho tiempo para que entre la mayoría de la gente se hiciera común susurrar a su
paso que “a esos dos los juntó Dios”.
“Lo que hacía, bueno o malo, lo hacía de corazón”, subrayó mi tío alzando la voz, molesto por los ruidos del tren elevado que repta frente a su apartamento en el Alto Manhattan y yo vi la pareja en su nube de dicha adentrarse en la realidad del matrimonio hasta el embarazo esperado, que transcurrió sin sobresaltos y ajeno a los chequeos médicos de rutina, porque les cuidaba el más grande de todos los médicos y su confianza era absoluta.
Pero los meses de gestación terminaron sin señales de parto y sin que las cada vez más insistentes sugerencias ajenas de buscar ayuda médica lograran cambiar la decisión de la pareja. “El reino de Dios está más allá de palabras de hombres y manifiesta su poder en acciones de amor concretas. ¿Qué valor tiene una fe sin confianza en la infinita sabiduría de Dios?”, respondió abuelo una vez a su Pastor, que inclinó la cabeza como aprobación, incapaz de negar que su conversión había sido sincera y que como dicen las escrituras, “eso tiene que demostrarse con las acciones de nuestra vida, con nuestra entrega sin condiciones a nuestro Señor”.
Toda la iglesia se unió en oración para que el embarazo llegara a feliz término, mas el plan del cielo resultó distinto y una gran nube de pena se posó por días sobre el pueblo cuando la noticia de la muerte de la madre y la criatura les atravesó el corazón a todos. Morán, un limpiabotas de edad indefinida que bebía a diario por puro gusto, teniendo al fin una razón legítima se emborrachó tanto que un carro le destrozó un brazo al quedar dormido bajo la lluvia al borde de la carretera a Nagua.
Mi abuelo, como una roca de dolor y fe, se tornó recio, callado y seco y retrasó cuanto tiempo pudo el entierro, plenamente seguro de que los ojos de Sara, imbuidos por la Gracia del Creador, nuevamente se abrirían a él llenos de amor. Así que para enterrarla fue necesario casi arrancársela a la fuerza y pasados los días de duelo desapareció por muchos meses.
Por sus historias y su temperamento arrebatado muchos temían que esta vez bebería para morir. Hasta que por las mal asfaltadas calles del pueblo volvió a circular su pequeña camioneta Mazda, pintada ahora de blanco, con dos bocinas sobre el techo y una gran biblia de metal abierta en el Salmo 23.
Se le veía transitar despacio, con las grises bocinas ululando himnos que marcaban el camino a seguir por todos. Inmerso día y noche en la Palabra, dedicaba al negocio de artesanía solo el tiempo mínimo necesario para evitar la quiebra.
Un año después seguía de espaldas al mundo cuando un día, llena de gracia fresca llegó a su taller una chica del pueblo preguntando si podía hacerle un retrato copiando una foto suya. Quizás por poner una pausa en su pena abuelo aceptó el encargo, trabajando con tal entrega que una noche recuperó por un momento el hábito abandonado de silbar.
Al ver el cuadro con su imagen sonriente, en ligero escorzo con el mar de fondo, los ojos de la chica se cerraron un momento, dejando espacio a una sonrisa de tal transparencia que hizo banal toda palabra. Y como tres meses después abuelo apareció por su casa y sin la menor insinuación previa le ofreció matrimonio. Ella sería mi abuela y su nombre era Isabel.
“Papá nunca habló de eso y no me atreví nunca a preguntarle; fui armando lo que te he contado oyendo chismes, hablando con la gente y muchas veces suponiendo”, dijo tío Virgilio, quien es tres años mayor que mamá y ha vivido en Nueva York casi toda su vida.
La primera vez que vi el “Autorretrato con Cristo amarillo” de Gauguin pensé en abuelo de inmediato; su presencia se me imponía más allá de un vago parecido físico con el rostro del pintor, que ocupa casi todo el cuadro, entre un jarrón, también con su rostro, y un Cristo crucificado.
En el plagio inesperable abuelo sustituyó a Gauguin por su propio retrato, convirtió en mulato al Cristo a su derecha y cambió el jarrón por una marina donde una mujer en vestido blanco se aleja por la playa.
Antes yo veía sólo la imagen difusa de una mujer anónima, pero ahora intuía que esa mujer era Sara y que el retrato de abuela había servido de modelo para esa imagen, dándole un sentido que quizás ni para abuelo fue claro. Él dejó de asistir al templo y jamás pintó otro retrato, pero siguió en su camioneta predicando la Palabra.
Con mi celular había tomado un montón de fotos que quería mostrar a mi profe de Historia del Arte; estaba excitado por la idea de compartir con ella este relato que ella misma engendró sin saberlo al asignarme como tarea de curso la exposición sobre Gauguin. Aunque sabía bien que para la profesora quizás todo este asunto no pasaba de ser una historieta pueblerina inflada por el afecto.
Cuando pasé a recoger a Jaime esta mañana casi río de su expresión al verme solo en la camioneta; pero tan pronto supo que “las mujeres” llegarían a la playa más tarde lanzó como comentario una de sus felices carcajadas y me ofreció una cerveza, que rechacé. “Las mujeres” eran mi amiga Rita, con quien salgo desde la Navidad pasada, y una prima suya que prometí presentarle.
Yo aproveché de inmediato para hablarle de Sara en el retrato de abuelo y los recuerdos evocados por el tío Virgilio desde su refugio neoyorquino. A la primera oportunidad Jaime me interrumpió exclamando enfático y sonriente que abuelo era un tipo “superbacano” y apostó a que en Oneida habría encajado mejor que con los Testigos.
Quise repetir que abuelo no fue Testigo de Jehová, pero él ya decía “pá que tú sepas, men, esa marca tan famosa de cubiertos y vajilla la creó un grupito de cristianos… estaban loquísimos, creían que con el amor libre se alcanzaba el paraíso en la tierra; de eso hace casi dos siglos, men… ¿Te imaginas? Vivían juntos, criaban a los carajitos juntos, como una familia… eran una comuna; se llamaba así, Oneida…ellos mismos producían lo que necesitaban y lo que les sobraba lo vendían. Pero empezaron a perseguirlos, por inmorales… ¿y qué tú crees? Imagínate, Estados Unidos… los panas se metieron a empresarios y crearon esa marca, líder mundial, loco”. Apostó a que en mi casa seguro hay cubiertos Oneida y con el repentino fervor de quien recuerda algo esencial preguntó sonriente que qué tal la prima.
Felizmente ya avanzábamos veloces por la carretera a Playa Grande y el escándalo de los framboyanes rojos y amarillos a lo largo de la autopista nos dejó callados con un grito de júbilo resonando en nuestras cabezas y los ojos enloquecidos ante ese cielo azul intenso que cobijaba los espléndidos árboles y la misma playa, que devolvía a la vista infinitos matices de azul y que me atraía con tanta fuerza que tan pronto llegamos me lancé al agua mientras Jaime bebía otra pequeña; yo nadaba mar adentro con la felicidad trotando por las venas, pensando que quizás debí esperar a Rita para entrar con ella a esa caricia azul, tibia y salada como gotas de sudor entre sus senos, sin pensar que quizás debí hacerle caso a Lía que sugirió no entrar al agua con el estómago lleno pues el mangú se digiere muy lento, sin preocuparme por esa ligera molestia a un lado del vientre que ya pasaría, como ahora pasaban ante mi peces plateados, algas perezosas flotando entre corales que me parecían cada vez menos vivos, cada vez más grises y escuché un saxo brillar definitivo en Los zapatos de Vakeró y quise comentárselo a Jaime pero recordé que había quedado en la playa, que yo ya no lograba ver. Quizás Rita y su prima habían llegado ya y me esperaban todos, quizás me llamaban elevando las manos al viento, “Daniel, Daniel” seguro gritaban, abuela Isabel estará también con ellas, y mi mamá, sin duda, pero no podía verlas ni escucharlas, sentía que el mar estaba cada vez más oscuro y silencioso a mi alrededor, era un témpano de silencio que me asfixiaba, presentía que por más que me esforzase nunca alcanzaría la orilla y que no podría jamás llegar a tiempo para devolver a mi papá su camioneta.
2021