Que la Orden Heráldica Cristóbal Colón en el grado de Comendador, instituida por el dictador Rafael Leónidas Trujillo Molina en 1937, fuera conferida, merecidamente, al sacerdote, historiador y maestro José Luis Sáez, por el presidente de la República, Luis Rodolfo Abinader Corona, en el contexto de un encuentro con un grupo de intelectuales y escritores del país, obliga a que reflexionemos sobre dicho reconocimiento, el cual enaltece también, mediante la metáfora visual de una medalla conmemorativa, la figura del Gran Almirante, uno de los homicidas más señeros por sus atrocidades y contribución al holocausto perpetrado contra los pueblos originarios de Quisqueya o Haití, durante la invasión, conquista y colonización de los territorios de Abya Yala.
Pero más preocupante, incluso, lo constituye el hecho de que el acto de justicia honrando al gran historiador de la iglesia católica, clérigo Luis Sáez, haya ocurrido apelando, paradójicamente, a un acto simbólico de injusticia, ostensiblemente contrapuesto a los abanderados de los pueblos aborígenes y precursores de los Derechos Humanos: Fray Antón de Montesinos y el padre Las Casas. ¿Qué relación tienen los servicios meritorios del académico y religioso de marras con las crueldades y crímenes del Gran Argonauta, con sus restos, no obstante todavía anónimos, o con el ignominioso Faro Conmemorativo para perpetuar su recuerdo? ¿Por qué no crear un galardón presidencial para glorificar la memoria de los vencidos, Anacaona, Caonabo o Hatuey?
Entendemos que el señor presidente Abinader le asiste el privilegio de honrar a los ciudadanos con las condecoraciones que constitucionalmente correspondan. Sin embargo, ante su determinación de crear una biblioteca dominicana para el fomento de la lectura, es de pertinencia sugerir la necesidad de que la lectura e interpretación de los acontecimientos históricos descanse sobre una base crítica y plural, incorporando, por ejemplo, en los textos escolares, las enseñanzas obtenidas de la “Danza entre moros y cristianos”, y así conocer el paraíso prometido por otro de los conquistadores más sanguinarios, Hernán Cortés.
Cortés:
Es tan eterno este Dios,
que si quieres ver su gloria
olvida tu ley que tienes
y observa a un Dios verdadero.
Moctezuma:
¿Y para qué traes tu acero?
Cortés:
Porque si renuente estás
y no admites lo que quiero,
en él experimentarás
que éste es el Dios verdadero.
Ahora bien, albergamos la esperanza de que el honorable presidente de la República, Luis Rodolfo Abinader Corona, instituya, invocando la justicia histórica, un galardón, alegórico, a la memoria de Anacaona: Orden Anacaona en el grado de Dignidad, y que la primera mujer que lo reciba sea la profesora histórica del municipio de Piedra Blanca, provincia Monseñor Nouel, Ramona Jiménez Rosario, mi madre de 97 años, a quien también se debe condecorar en vida, designando con su nombre la principal escuela primaria de dicho municipio. Centro de enseñanza donde sirvió, entre otros, por prolongados años. Este sería un acto triple de justicia. Por un lado, se honra la dignidad de los aborígenes conquistados, por el otro, se le rinde homenaje a una maestra alfabetizadora de generaciones durante el lapso, ininterrumpidos, de 60 años, y por último, se contribuye a romper, emblemáticamente, con la atracción fatal de la centralización del Estado, en el sentido de que solamente en la capital metropolitana de la Republica moran los elegidos e inmortales, y no en las municipalidades.
Importante: bien podría argumentarse que la maestra Ramona Jiménez Rosario todavía vive, y que por lo tanto habría que esperar que muriera para que el Ministerio de Educación (MINERD), con su poder omnímodo, determine si la principal escuela del municipio deba llevar el nombre de la maestra Ramonita, como se le conoce. Recordemos que el estadio Quisqueya lo bautizaron, justamente, con el nombre del afamado pelotero Juan Marichal, en vida. Ramona Jiménez, con 97 años todavía vive, y su último pecado será morir. Y morir como maestra de párvulos después de atravesar su vida ganando, para sobrevivir, como dijera el poeta Nicanor Parra, “un pan imperdonable”.