Yo, Yo no me llamo ningún Solange. Yo soy Quisqueya Amada Taína Anaisa Altagracia. Una York-dominican-york.
La de tus remesas. Tu vergüenza. Tu riqueza.
Josefina Báez, escritora y ensayista residente en Estados unidos.
Llegó Fellito y siempre dijo que se volvía. Todas las navidades, Fellito regresaba a la media isla. A la Caracas con Duarte, su barrio de origen.
Allí aprendió a la mala a ser sastre. Se pasó la adolescencia arreglando ruedos de pantalones y zurciendo botones ajenos en uno de los callejones de la Ravelo.
La pasión de Fellito era ser bongosero como el joven Roberto Roena, la maravillosa máquina del tumbao y el guaguancó de Cortijo y su Combo , muy de moda a principios de los 60. No te cambies que no vas, Fellito, le decía al oído la puta vida. Lo tuyo es ser sastre en Nueva Yol.
Hacia principios de septiembre del año 1965, la insurrección cívico militar encabezada por Caamaño y sus tropas constitucionalistas llegó a su fin en la Fortaleza Ozama.
El coronel pronunció aquel histórico discurso de una contundencia excepcional : “Porque me dio el pueblo el poder , al pueblo vengo a devolver lo que le pertenece. Ningún poder es legítimo si no es otorgado por el pueblo, cuya voluntad soberana es fuente de todo mandato público”.
Tras la derrota, ya Radio Bemba comentaba que todo no iba a ser igual y había que huir hacia los Estados Unidos que estaba regalando visas para quitarle presión a la olla de presión que dejo la “Revolución”.
Fellito no se quedó atrás. Sacó una de las visas que regalaba el consulado gringo y marchó hacia lo desconocido.
Eso sí, siempre viajó a Santo Domingo, pero con el deseo de regresar a su factoría de textiles en el Alto Manhattan, Su maestría y maña de sastre sin querer en la vetusta Villa Francisca le permitió ganar , para la época, diez dólares la hora. El tumbao se lo dejo a Roena que al cabo del tiempo ganó más que él. El inglés de Fellito era similar a un crucigrama sin palabras. La gente tenía que adivinar lo que decía.
El salario, más los picoteos por fuera, le permitía gozar cada final de año de las parrandas y amanecidas de su cofradía de amigos en Santo Domingo.
Fellito y sus panas eran los reyes del mambo desde la avenida San Martin hasta mucho más allá de la Máximo Gómez.
Los bares de chinos a media luz y las hetairas sirviendo en ropas ligeras. Sentadas a petición de los clientes en sus piernas fumando cigarrillos Pall Mall de los que traía Fellito por cajas y regalaba a todo el mundo sin distinción.
Sí, porque Fellito era de los pocos dominicanos que regalaba propinas, sostenes , perfumes baratones y dinero verde si la cosa lo ameritaba. El sueño americano del sastre. El resto de la cofradía sobrevivía en trabajos de baja remuneración en las calles de un Santo Domingo más pobre, de niños descalzos bañándose en las cunetas cuando el aguacero era fuerte y sostenido.
Al Vizcaya invitaba Fellito, claro, a comer asopao de mariscos cuando la juma era poderosa y había que frenar el “jannovel” como decía el sastre dominican york.
De ahí cruzaban a los laberintos siniestros de los entornos del Hotel Londres. De ahí en adelante la madrugada disparaba serenatas y declaraciones de amor a desconocidas y ofrecimientos de matrimonio a conocidas que rechazaban de plano cualquier cercanía con los roedores de la noche.
Sin embargo, el primer lugar que iba a Fellito tan pronto se desmontaba del avión era a mi casa. A mi padre le traía un whisky VAT 69, cigarrillos Pall Mall ¡of course! y bolones de chocolate envueltos en papel de colores , brillantes y luminosos, para mí hermana y yo.
La cofradía se olía la llegada de Fellito. Entonces la casa se llenaba de gente. Hacían un círculo de mecedoras y sillas para beber y contar cuentos pasados de rojo. Los niños correteando la ronda de adultos para comer boca o esperar que cayeran los cheles y surtirnos de paqueticos de cohetes chinos con el gallito comparón, velas romanas , pataegallina y bucapié.
Mientras, en la cocina, las mujeres cocinaban para los hombres. La escena la reviví en uno de los pasajes de un libro de Junot Díaz sobre las reuniones de adultos dominicanos y latinos, sobre todo dominicanos, en Nueva York. Es difícil desenterrar las raíces de los pueblos.
No se asusten sobre las mujeres cocinando para los hombres, casi siempre sancochos. En los 60, nadie era políticamente correcto y el machismo era la norma. La respuesta natural a los designios del Universo.
La cosa es que Fellito, a diferencia de Juanita, siempre volvía a su avenida San Martín. Es que aquella reciente inmigración dominicana gozaba de cierta bonanza. Los alquileres en los bildin eran baratos . Se empezó a bregar con la nieve y el frio, aunque los testículos se pusieran como pasitas de ciruelas. Además, lo más importante, la gente empezó a acumular pequeñas fortunas que luego se convirtieron en casas propias y pequeños negocios en Santo Domingo.
El “viento frío” de aquella guerra del coronel que entregó el poder al pueblo también suavizó las ansias de mejores vidas en su tierra a los dominicanos que cruzaron a la Gran Manzana, que de manzana solo tiene el nombre. Gran Bola de Cemento.
Sí, Fellito siempre dijo que volvía. Aunque tenga que enfundarse dos abrigos, guantes y bufandas. Siempre con su sombrerito negro con la plumita roja a la izquierda y los zapatos de dos colores. La chalina y la camisa blanca y los pantalones ajustados a lo Cortijo, su ídolo, después de Roberto Roena.
Fellito murió y cumplió su promesa. Dijo que no volvía. Lo enterraron en la Gran Bola de Cemento.