A continuación compartimos con ustedes la conferencia de Alejandro Paulino R. en el Centro León*:
“Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo constituyen el Caribe Hispano y forman parte del archipiélago de Las Antillas, el que enclavado en el Mar Caribe y bordeando las costas de América Central, el golfo de México, Colombia y Venezuela se divide en tres grupos: las Bahamas, las Antillas Mayores y las Antillas Menores.
Las Antillas Mayores están integradas por las islas caribeñas de Cuba, Jamaica, Puerto Rico y Santo Domingo. De estas cuatro islas, Jamaica que fue posesión española hasta el siglo XVII, pasó a ser colonizada por Inglaterra, mientras que Francia despojó a España de una porción importante de Santo Domingo para la misma época. Las pequeñas Antillas pasaron a ser colonizadas por las potencias enemigas de España.
En el proceso de colonización de los territorios dominados por España, se fueron integrando el indígena antillano, el africano esclavizado y trasplantado en América y el español colonizador, dando inicio a la hibridación y surgimiento de nuevos conglomerados humanos de habla hispana, que pueden ser estudiados como unidades étnicas y demográficas.
El historiador cubano Hernán Venega Delgado en su texto “La Confederación Antillana: realidad y esperanza”, reseña el proceso económico, adaptación e hibridación antillano, donde la plantación, dice él, “se asentó en una misma situación geográfica, con un clima común y características fisiográficas muy parecidas. Ella partió de un mismo proceso histórico de genocidio sobre la original población indígena y arribó a un mismo proceso de mestizaje. (…)”.
Venega aporta la hipótesis de que en el proceso de hibridación caribeña, en el que incluye las pequeñas Antillas, fueron la música y los bailes las “formas esenciales de expresión de ese mestizaje, según es comúnmente reconocido, en que la guaracha y el son, la rumba y el merengue, el calypso y la cumbia, el reggae y el zouk, se entremezclan, para dar incluso origen a tan debatidos ritmos como la salsa”.
Para el puertorriqueño Luis Palés Matos, las Antillas fueron el espacio propicio para una “deliciosa mezcla” racial y cultural que había fundado una nueva personalidad nacional y regional. Hablar de poesía antillana no era hablar de una poesía blanca o negra, europea o africana, sino de una nueva expresión cultural nacida de la armonía del hombre y el paisaje y de la fusión racial representada en la mulatería: ”Este es, a mi juicio –(citando a Pales)-, el caso de las Antillas. Español y negro las pueblan y colonizan barriendo de su escenario el elemento aborigen. El blanco impone su ley y su cultura, el negro tolera y se adapta…el negro se expande y desenvuelve como en su propia casa”. A este juicio habría que añadir, pensamos nosotros, el elemento indígena, que si bien tendió a desaparecer como grupo humano, contribuyó a la referida mezcla tanto en las costumbres, el lenguaje, el folklore y en la genética de sus pobladores, por lo que más adelante, el citado autor explica que tanto la guitarra andaluza, el timbal africano y el güiro indígena se convirtieron en la santísima trinidad de la música puertorriqueña; lo que fue común para las grandes Antillas.
En el caso de Santo Domingo la integración fue parecida, aunque adoptó características propias que tienen que ver con la mezcla racial, la adaptación al territorio y el proceso histórico: con la forma en que se dio el exterminio indígena, la despoblación de la isla, la crisis económica producida por el abandono de España; y la impotencia de no poder impedir el surgimiento de la colonia francesa en la parte despoblada, y como consecuencia de todo esto, el éxodo temprano de unos habitantes que solo soñaban con emigrar hacia Cuba, Puerto Rico y Venezuela, buscando nuevas y mejores formas de vida. La crisis permanente de Santo Domingo provocó, durante un largo período, que aquellas islas del Caribe bajo el dominio de España se convirtieran en receptores de la emigración de los españoles-dominicanos, a los que se les quiso impedir mediante disposiciones oficiales, el abandono de Santo Domingo; pero la sangría poblacional se desbordó a partir del tratado de Basilea de 1795, cuando el Santo Domingo español pasó al dominio de Francia y no se detuvo hasta mediados del siglo XIX.
Cuba y Puerto Rico, y en menor cantidad Venezuela, recibieron en el período de 1795 a 1810 entre 15 y 25 mil personas y por lo menos, dice el historiador Frank Moya Pons, el 37% de la población dominicana desapareció en el lapso de 25 años. Esta situación no se detuvo sino un poco más allá de la proclamación de la Republica Dominicana en 1844.
La presencia de los colonos de Santo Domingo debió de impactar cultural y poblacionalmente los lugares de asiento, como lo explica Agustin Sthl, refiriéndose a Puerto Rico: “El caserío fue engrosado en habitantes, y al independizarse Santo Domingo la primera vez de España en 1796, muchas familias adictas a la antigua soberanía emigraron a Puerto Rico, eligiendo una gran parte el pueblo de Aguadilla, por ser el más próximo a aquel país, cuyas revueltas de 1808 obligaron a emigrar otras más…toda gente industriosa de mayor o menor capital”.
En esas emigraciones no sólo salía riquezas y población, incluyendo la mano de obra esclava, sino que con los que se iban también se expatriaba discretamente, en el equipaje que todos llevaban dentro, las costumbres, el habla, la cultura y el folklore.
Por otro lado, es importante destacar, que sí bien desde finales del siglo XVIII la tendencia fue a emigrar, en décadas posteriores del siglo XIX, especialmente a partir de la proclamación de la independencia, esa propensión se revirtió dando paso a la llegada a Santo Domingo de numerosos inmigrantes caribeños y del territorio continental, incluyendo muchas familias que antes habían emigrado. Su presencia incidirá notablemente en el aumento de la población y en los cambios sociales que se van a registrar en el país. Era en muchos casos, el regreso, pero transformado, de la cultura que se había marchado, la que se desarraigaba de aquellas islas caribeñas para reintegrarse y adaptarse al proceso de formación de la dominicanidad.
Posteriormente y en un periodo que no sobrepasaba los 30 años, aquella identidad que se cuajaba en la todavía joven República Dominicana, fue impactada por una avalancha migratoria que se dejó sentir en la dinámica de los cambios, adaptación y readaptación que se estaban generando: a partir de la anexión a España en 1861, la llegada de españoles y caribeños excedió la capacidad receptora del país, aunque terminada la guerra de la Restauración el flujo migratorio hacia Cuba y Puerto Rico fue intenso, lo que incluyó a una cantidad apreciable de dominicanos que habían luchados bajo la bandera de España.
Pero todavía no habían pasado cinco años, en 1868, y hasta 1899, cuando, fruto de las luchas independentistas de Cuba y Puerto Rico, a la República vinieron a residir miles de cubanos y puertorriqueños, que se integraron a la producción agrícola y azucarera, ubicándose en los principales centros productivos de aquellos años, entre los que sobresalieron Puerto Plata, Santo Domingo y San Pedro de Macorís. Una parte de esos inmigrantes terminaron integrándose y formando familias con dominicanos. Si bien es cierto que muchos regresaron a Cuba al finalizar la guerra de independencia, en 1895, en el caso de los puertorriqueños no sucedió lo mismo, sino que por el contrario, su presencia se incrementó, empujados por la crisis económica que por décadas afectó a Borinquen.
Debemos señalar, que en el proceso de integración no solo fueron los puertorriqueños y los cubanos los que dejaron sus huellas en la identidad dominicana, sino que otros grupos poblacionales también hicieron sus aportes en la hibridación que se fue dando en el último cuarto del siglo XIX. La República se hizo receptora de chinos, árabes, venezolanos, judíos, americanos, españoles, y “cocolos”. Estos últimos llegados a trabajar en los ingenios, desde las Antillas de habla inglesa.
La presencia de estos inmigrantes, provocó un exorbitante aumento de la población. Por esa razón la República Dominicana pasó de 207 mil habitantes que tenía registrados en 1871 a 382 mil en 1888 y ya para 1908, dice el historiador Frank Moya Pons, alcanzaba la cantidad de 638,000 personas. Este aumento, como es fácil comprender, se debió principalmente a la inmigración de cubanos y puertorriqueños, así como a la importación de mano de obra para trabajar en la industria azucarera.
La llegada de los inmigrantes y la importación de capitales y tecnología produjeron cambios en la vida urbana y campesina de los dominicanos, motivando el crecimiento económico y una cierta modernización de las ciudades, así como la formación de nuevos barrios y bateyes, en los que interactuaban inmigrantes y nativos, y de paso comenzaron a manifestarse nuevas prácticas agrícolas, cambios en el carnaval, la aparición de nuevas costumbres y la modificación del folklore en general. Estas transformaciones se dejaron sentir principalmente en las ciudades receptoras de la inmigración caribeña.
Fue con los cambios económicos, educativos y tecnológicos de finales del siglo XIX, que el país comenzó a presenciar una relativa modernización de la vida urbana, dando paso a nuevas costumbres, modas, proliferación de restaurantes y cabarets, así como al surgimiento de barrios que se denominaban con los nombres de procedencias de sus habitantes, lo que aparece explicado con profusión de detalles en el libro “El Pueblo dominicano”, de la autoría de H. Hoetink y en la “República Dominicana”, publicado en 1906, de la autoría de Enrique Deschamps.
Las raíces de la cultura dominicana, como está explicada anteriormente, están fundamentada en un sincretismo donde diferentes etnias fueron integrando los elementos que permitieron el surgimiento de un nuevo pueblo en el Continente americano, en el que tanto lo español, como la africano y en menor medidas lo indígena, sirvieron de alfombra a la integración expresada en la música popular.
Fue desde África de donde nos llegaron los instrumentos de cuero y percusión, de España la guitarra y la pandereta, y de los indígenas antillanos de donde integramos el güiro y la maraca, impactando significativamente la música y los bailes. El sincretismo cultural que se va dando en el Caribe, facilitó la formación del criollo dominicano, y de ese proceso integrador fueron surgiendo costumbres, modalidades musicales, cantos, bailes y folklore. Los instrumentos llegados desde África y los encontrados en Santo Domingo, se van a constituir en aportes para la música de un pueblo que se formaba a partir de los intereses coloniales españoles, pero que se imponía en los elementos armónicos de una cultura, que en el marco de la dominación colonial, era considerada oprimida, en la que el baile podría ser tenido como una forma de resistencia y como mecanismo de integración social.
“La pasión danzaria” por el baile, como la llamó Darío Tejeda en su libro sobre la música dominicana, llamó la atención a nacionales y extranjeros. Francisco Moscoso Puello, en “Cartas a Evelina”, definió el perfil del dominicano a partir de una característica común: “El alcohol, –dice él—no le gusta mucho, pero sí el baile. El baile es el acto social por excelencia en el campo y la ciudad. La política, las revoluciones, las armas, los billetes de lotería, el baile, un caballo y un buen gallo, son los amores del dominicano cien por cien”. Y a esto hay que añadirle, como lo cuenta Federico García Godoy en su obra “Rufinito”, publicada en 1909, el suculento sancocho y las notas acompasadas de la guitarra.
Extranjeros que visitaron el país, como fue el caso de William Walton que publicó en 1810 el libro “Estado actual de las colonias españolas”, en el que incluye un reporte especial sobre Santo Domingo, aportaron interesantes referencias sobre la música bailada para entonces por los dominicanos: “El pueblo negro español de clase baja acompaña sus vulgares danzas con alaridos y con música producida por palos y maderas altisonantes, o por un higüero con surcos (…). Los pasos son extraños y obscenos. Todo el acompañamiento y el estilo parecen derivarse de una mezcla del Congo africano y del dín indígena (…).”
Ciento ocho años después, en 1918, el viajero Otto Schoenrich, publicó “Santo Domingo un país con futuro” y en él se insiste sobre importantes elementos para el conocimiento de la música dominicana: “De todas las diversiones ninguna atrae tanto a todas las clases de la población como el baile. Cada día de fiesta pública es una excusa para dar un baile, y cuando escasean los días de fiesta, el baile se arregla de cualquier manera. (…). La música de vals es muy popular, pero la música de baile favorita es la hermosa “danza” puertorriqueña, que es parienta de los aires mexicanos y de la “guaracha” cubana, y puede compararse al fluir de un arroyo, deslizándose ora serenamente, ora corriendo en cascadas”.
De acuerdo a Marcio Veloz Maggiolo, elementos “africanos e indígenas se fusionaron, sin duda, reduciendo, desde el principio situaciones híbridas que el negro perennizó en la isla de Santo Domingo, y en las demás Antillas”, mientras que Julio Arzeno en su obra “Del folklore musical dominicano”, publicada en 1927, nos lleva a una temprana definición del sincretismo musical que se estaba dando y que nos hace reflexionar sobre la formación del género de la bachata, cuando dice: “No cabe duda que el fundamento básico del canto popular, fue el canto litúrgico, y la única manifestación artística que disfrutó principalmente nuestra sociedad antigua, que, con los sentires musicales de inmigrantes provenientes, bien de España, de las Antillas y Venezuela, se amalgamaron a los sones rudimentarios criollos, influyendo suficientemente, hasta quedar completamente naturalizados. Así, la forma más empleada por nuestro pueblo urbano para exteriorizar pasiones y sentires por medio del canto, después del Bolero, fue el bello estilo literario de la canción (…). Antaño, mientras en los círculos elegantes, bailaban la ceremoniosa Cuadrilla, la Contradanza Francesa, el Schottisch, la Gaviota, la Polca, la Mazurca y el Cotillón, introducidos por la fuerte masa extranjera de alemanes y españoles, sobre todo, la juventud del pueblo se divertía a su modo, haciendo sus fiestas bailables armados de morisca o española guitarra, la maraca y el pandero, animada con jubilosa cordialidad, a veces acentuadas con utensilios ruidosos”.
En cuanto al bolero, género muy importante en la integración musical que estamos comentando, este fue heredado por los dominicanos desde Cuba, igual como sucedió en Puerto Rico, y como lo explica Enrique Deschamps en 1906, las diversiones estaban relacionadas con la Danza “pieza musical antillana de ritmos apacibles y cadenciosos gratamente los movimientos a compases pausados y voluptuosos” de origen campesino y propia de “las tres grandes Antillas”, pero que se definió en la isla de Puerto Rico como “Danza puertorriqueña” debido a su hibridación con los “aires mejicanos y de guaracha y de danzón cubanos”. Posiblemente ese entroncamiento musical caribeño fue que dio paso a la música de los jibaritos puertorriqueños y, por qué no, desde allí comienza a surgir la bachata dominicana.
No insistiré mucho, pero creo que el género musical que ahora conocemos como bachata encuentra sus más tempranas raíces en la integración del bolero y la guaracha, interpretadas con los instrumentos propios de las fiestas de barrios. Debemos anotar, que ya para los años veinte del pasado siglo, en el país comenzaba a ser moda las visitas de sextetos y tríos cubanos, lo que de seguro tuvo su influencia sobre lo que acontecía con la música dominicana de entonces.
Ese bolero, a que hace alusión el musicólogo dominicano Julio Alberto Hernández en “Música tradicional dominicana” como “género que plasma los sentimientos del autor en el alma del pueblo”, ingresó al país junto a la guaracha por la ciudad de Puerto Plata, en el último cuarto del siglo XIX, como lo explica Julio Arzeno al decir que en “nuestra bella y querida región norteña, antes que nos invadiera el hilarante y vulgar Fox Trot—es decir, antes de 1916—se improvisaban y componían cantares de más gusto y entusiasmo, que los que ahora oímos, especialmente Canciones, y sobre todo, Boleros, cuyo origen no intentaremos ni es nuestro propósito en este tomo, averiguarlo; pero podemos decir, que los cubanos inmigrados por los años 70 y 96, fueron los que aquí lo trajeron”.
La observación de este primerísimo observador de lo que acontecía con la música dominicana, nos remite a la importancia de los movimientos migratorios en la región del Caribe y en especial en los pueblos de habla hispana, a la formación del folklore dominicano.
En cierto modo, la música caribeña con variados matices propios de cada isla, era una sola y en el caso de Santo Domingo sus raíces hacían que se adoptara como propio lo que otros entendían ajeno. Es tal vez por esta razón, que en 1927 Enrique de Marchena hijo destacó en un escrito aparecido en la revista “Blanco y Negro”, que el “folklore dominicano se desarrollará porque sí y alejará las posibilidades de considerar como composiciones típicas, estilos importados de Puerto Rico y Cuba, entre ellos la Danza y la habanera”.
En cuanto a la fiesta conocida como bachata, entendiéndolo como una actividad festiva, no como género musical, esta era una realidad cubana, dominicana y puertorriqueña porque, por lo menos en la última mitad del siglo XIX, presentaron prácticas culturales muy similares, aunque los dominicanos gustaban llamar fandango a esos encuentros sociales en los que se bailaba, desde los tiempos de la anexión a España, la danza cubana y la guaracha, de moda en las retretas populares de Puerto Plata. La danza, todavía en los años veinte, era muy popular en las ciudades, pero como lo explica Arzeno, no era del gusto de los campesinos.
Aunque se dice que de origen africano, el término bachata es propio del Caribe hispano y está comprobado que tanto en Cuba, Puerto Rico y República Dominicana, desde por lo menos en el siglo XIX, está presente en las actividades relacionadas con bailes y diversión de “gente pobre”, pero en especial de los pobres vinculados a la marginalidad urbana.
La palabra bachata, que a decir de Fray Cipriano de Utrera es de origen africano y se conoció en Santo Domingo desde la época colonial, se encuentra registrada en la República Dominicana a finales del siglo XIX, pero más profusamente aparece referencia de ella en los periódicos, revistas y libros de principios del siglo XX.
En 1924, el profesor Augusto Ortega escribió un ensayo sobre las escuelas rudimentarias de Santo Domingo, dejando consignado que la palabra bachata era de uso corriente entre los campesinos y que significaba “baile popular, jarana y chanza”. En el “Diccionario de criollismo”, publicado a finales de la década del veinte en San Francisco de Macorís, Rafael Brito también la recoge y la señala para referirse a los “baile de barrios”. Igualmente el término aparece en el “Diccionario de americanismo”, de Augusto Malaret impreso en 1931, donde lo registra tanto para Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo, mientras que el dominicano Enrique Aguiar dice en 1938, que bachata era “baile de guitarra, güiro y pandero con que se divierte la gente del pueblo”.
La bachata, aunque también de la zona rural, era un acontecimiento relacionado con la marginalidad urbana y los bateyes de las zonas cañeras, pero en especial era el tipo de canciones y los instrumentos con que se interpreta la que la definía, y como lo apunta José Medina P., en 1922, en su conocido informe: lo que más encanta y atrae “es la fiesta (si es de acordeón) o la bachata si es de guitarra y cantos o boleros”. Esta observación de Medina apunta a una definición en la que se establece, talvez sin proponérselo, la dicotomía entre el campo con su fandango o bachata, donde se baila al compás del cadencioso merengue utilizando el acordeón y la ciudad con su bachata, en que se baila el bolero y la guaracha al ritmo del tiple, el güiro, las maracas, el pandero y la tambora o el timbal, que para nosotros dan la pista para el estudio de la transformación que va desde la bachata como actividad social a la bachata como género musical, que tiene sus raíces en la hibridación musical caribeña, ya que como lo explica Julio Arzeno, fueron los inmigrantes cubanos los que “Introdujeron típicos y originales cantares, como la Guaracha y el Bolero que no es el Bolero andaluz, pero de ritmo bastante animado: es la forma individual y espontánea de expresar musicalmente, un sentimiento sin ninguna pretensión artística; y la estrecha relación que existe entre el baile y el canto popular urbano afectó de manera inevitable el estilo musical de nuestro país y desde entonces, lo ha adoptado nuestro pueblo urbano para expresar todas las situaciones, afectos, admiración y vicisitudes que la pasión pueda suscitar”.
Fue en ese ambiente urbano, relacionado con muelles, bateyes, barrios, patios, cafés y cabarets que fue surgiendo la bachata, con sus instrumentos de cuerdas, su bongó o timbales, cucharas, marimbas y palitos, y nos atrevemos a situar el surgimiento del género en la primera década del siglo XX, pues por lo menos así queda sugerido en los textos de varios autores. Fue a través de Puerto Plata donde comenzó el proceso de hibridación caribeña que nos hizo ser progenitores del género musical que estamos comentando.
Ese proceso de integración musical fue percibido por el puertoplateño Julio Arzeno y fue él el responsable de expresar en 1927, que estaba surgiendo un nuevo género, que otros llamaban música bachatera, y que se expresaba en bailes improvisados en los que se interpretaban principalmente boleros y guarachas: “En llegando el sábado, o día final de semana, en cuanto cierra la noche le basta a nuestro trovero popular, una guitarra, un pandero y la indispensable maraca para divertirse con el baile e improvisado jolgorio llamado bachata, donde es rey y señor comentarista, de todo suceso, empleando para ello el repentizado bolero. (…). Ellos practican el arte de un modo empírico, sin conocer la teoría; aprenden de memoria las diversas piezas de moda, que van componiendo su repertorio, pero también improvisan bellas canturrias”.
En cuanto a la ciudad de Santo Domingo, fue el Galindito, que luego se conoció como la Barahona del Norte y posteriormente como Borojol, donde primero se enraizó la música de bachata, mucho antes de 1930. Desde esa barriada, emblemática de la marginalidad junto a Villa Francisca, ésta se expandió a otras zonas lejos de los ensanches aristocráticos. Recuérdese que durante la intervención extranjera la barriada de Borojol, en la que el cabaret y el café formaba parte de la vida de sus moradores, fue convertida mediante Orden Ejecutiva del gobierno militar, en 1917, como zona de tolerancia para la prostitución.
Para concluir, quiero hacerlo con un interesante párrafo de la “Novela Baile Azul”, de Víctor Coradín, publicada en 1928, en que se hace referencia cierta a lo que era común en la barriada de Borojol:
“Eran las 10:45 de la noche, cuando el grupo de jóvenes entraba en un Cafetín situado a una de las márgenes del caudaloso río Ozama, en las inmediaciones del muelle. Refugio de chulos, trabajadores del muelle, marinos y otros personajes de baja clase social, era aquel asqueroso establecimiento, donde una juventud perdida se entregaba a los más desenfrenados vicios. Era larga y espaciosa, dividida en varios apartamentos, donde sucias rameras tenían sus respectivos dormitorios. Había allí gente joven equívoca, con la retina de los ojos demasiado roja, por exceso del alcohol. Viejos marineros ingleses, que en esos días visitan la Ciudad en un trasatlántico, permanecían estremecidos de alegría haciendo derroche de licor. Otros, acodados al mostrador, apuraban sendas copas de Brandy. En el primer salón unos muchachos juegan billar, se oyen las voces, y el entrechocar de las bolas. En otro apartamento interior, sentados en banquetas de madera; otros se veían entregados a toda clase de juegos de azar. Y más allá, al compás de una música bachatera, unas mujeres casi desnudas, se veían abrazando descaradamente a los hombres, entregadas a las más desenfrenadas orgías, mientras la orquesta que se componía de guitarra, güiro y timbales, cantaban una canción parodiada en sucias palabras obscenas”.
Muchas gracias.
(*Conferencia de Alejandro Paulino Ramos, “La cultura del Caribe hispano en la bachata dominicana”. Centro león, “Bachatas y cuerdas en las expresiones musicales del Caribe”, VII Congreso Internacional Música, Identidad y Cultura en el Caribe , 7-9 de abril del 2017).