NUEVA YORK, Estados Unidos.-Cada metro tiene su personalidad. Algunos son obras de arte, otros funcionales y también los hay sucios como el de París. Pero parece ser mejor tenerlo y no verse en el caso de los bogotanos, que viven de trancón en trancón, como les llaman allá a los atascos o tapones por ser una de las cinco ciudades más grandes del mundo que no lo tiene.

El metro de Praga es bello, el de Río de Janeiro es interesante, su gente lo hace así; el joven metro de Santo Domingo es limpio y funcional, aunque lleno de grises y falto de glamour. El subterráneo de Estocolmo es misterioso, es como adentrarse en las profundidades de los secretos de una noche escandinava, el de Roma respira el alma artística de su pueblo y hasta los graffiti son exquisitos e intocables.

Son muchas las vivencias que recuerdo por este medio de transporte, como aquella noche de año nuevo en Nueva York en la que una hermosa mujer comenzó a besar en  la boca a todos los hombres que iban en ese vagón a la vez que les deseaba un  “happy new year”.

O aquella ocasión en el atestado metro de Sao Paulo, donde no cabe un alma más, cuando me dirigía al aeropuerto tras pasar mas de un mes en Brasil y uno de mis bultos quedo preso entre dos puertas que se cerraban y me dejaban fuera.

Metro de MadridPocas veces he reaccionado con tanta lucidez, pues sabiendo que ese tren se iba ya y que no volvería a ver mi querido bulto y todo lo que llevaba dentro, abrí las puertas con un estruendo tal que todo el mundo se quedo mirándome; cogí mi bulto y entre como si no hubiera pasado nada, aunque sabia que en cualquier momento llegaría un policía; solo le iba a preguntar que hubiera hecho en mi lugar.

Agradezco haber podido saborear todos estos mares de gente que constituyen un metro, pero, a decir verdad, solo amo a uno de ellos: el metro de Madrid.

Metro de ParísEntrar a él es entrar en  contacto con el mundo, es difícil, muy difícil, no encontrarse a cualquier hora con cerca de cinco o diez nacionalidades distintas.

Se sienta uno al lado de una ecuatoriana que viene de trabajar, dos ingleses que buscan en un mapa, las holandesas con sus bultos que vienen del aeropuerto, dos españoles conversando animadamente de pie y uno no sabe para donde mirar.

Es organizado, la voz que anuncia las paradas exquisitas, hasta el mapa me gusta. Es  el escenario de amores y desamores, amistad, ayuda al prójimo que anda perdido y testigo de los desamparados, que buscan juntarse con unas monedas haciendo música.

Una noche, mientras esperaba que llegara la ruta amarilla que va a Moncloa, de aquel lado de los rieles  apareció una joven de algunos veinticinco años, ni alta ni baja, con el  cabello rizado y negrísimo. Era blanca, no sabía si era española, la mirada fija y de fuego le daban un toque brasileño o marroquí, no sé. Como era difícil despegar los ojos de ella, a pesar de la cantidad de gente que había a cada lado, y ella contestaba con aquella mirada, pronto se estableció una intensa comunicación no verbal.

Metro de PragaPronto quedó claro que lo que pudiera parecer un juego de mudos era demasiado serio pera ser un juego.  Llegó la sonrisa, el saludo y con ellos la presión. La presión de nunca volverse a ver, pues solo faltaba un minuto para que ambos trenes llegasen, según marcaban esas luces rojas que me espoleaban a la iniciativa.

Con mis manos construí un teléfono, no un celular ni algo parecido, sino aquellos teléfonos de la infancia que se usaban por discado. La risa fue inevitable, ella dudó unos segundos, pero al rato sus dedos comenzaron  a hacer números, que yo, sin deseo alguno de bolígrafo y papel, sabía que podía memorizar.

Seis, ocho, cero, seis, uno, cuatro, ocho… llegaron los trenes con su acostumbrado chirriar que esta vez me cayó mal. Como estábamos casi de frente me imaginé que entraríamos en vagones paralelos y así recibir la información que faltaba. Nunca me había detenido a contar cuantos dígitos tenían los números de teléfono españoles, pero mi intuición y mi experiencia me decían que faltaba algo.

Metro de Nueva YorkApareció y esquivando pasajeros colocó de manera vertical tres de sus dedos, los trenes comenzaban a ponerse en movimiento, ella se diaponía a hacer otro número cuando un señor de gruesa anatomía se interpuso entre los dos. Ella se movió a un lado rápidamente y cuando se disponía a… oscuridad, negra como ningún túnel; llevé mis manos a la cabeza y comencé a maldecir a los gordos, pero muy específicamente a aquel emisario de las tinieblas, que se interponía entre mi y ese posible, probable pensaba yo, Gran Amor.  Decía Juan Bosch que el odio apasiona y unifica más que el amor, en aquel momento yo pensaba más en el que en ella, que en este momento debía estar acribillando con aquella mirada al aguafiestas mata pasiones.

Salí de la boca de metro de Moncloa en estado depresivo, cuando un señor que caminaba en dirección contraría terminaba de hablar por su celular. Se me ocurrió preguntarle, ¿Cuántos dígitos tienen los teléfonos en España? Nueve, me dijo escuetamente, y siguió su andar. Yo sabía que no había llegado hasta nueve, los conté y cuando constaté que eran ocho, me dije: “que sal”.  Hubiese preferido que fueran siete, hubiese dolido menos.

Consideré tomar el tren de vuelta de Callao confiando en que ella haría lo mismo, pero no, las mujeres no hacen eso, no sin conocer a uno, solo cuando están muy enamoradas. Entre a comer un kebab en un restaurante cercano que acostumbraba  visitar. De vuelta al apartamento encendí el televisor y mientras me cambiaba la ropa me fijé en el teléfono de mi hermano que estaba junto al televisor. “que difícil es el mundo”, pensaba, mientras recordaba por enésima vez el reciente episodio. Miraba el teclado, miraba los números y entonces se hizo la luz. “Pero uno de ustedes es el que falta!”, exclamé, di un salto y busqué con que escribir aquellos números que segundos antes mi memoria quería despedir.

Marque el 1 y una mujer tomó el teléfono, pero estaba equivocado. El 2 fue un hombre, con el 3 y el 4 dos mujeres que me provocaron el mismo nudo en el estómago al oír su voz, pero se repetía el fracaso. Con el 5 no lo tomaban y la mala racha se extendió. Al marcar el 9 el teléfono no llego a timbrar bien: “¿eres tú?”.