En la novela De cómo la tía Lola llegó de visita a quedarse, la reconocida escritora Julia Álvarez, nos habla acerca de un niño llamado Miguel, de unos nueve años, que junto a su madre y su hermana Juanita, de tan solo cinco, se muda de Nueva York a Vermont, Estados Unidos, dejando al padre, un pintor, en esa urbe. Todo cambia a partir del anuncio de que la citada tía vendría a visitarlos, desde la República Dominicana. El inconveniente era que su pariente, una señora ya entrada en años, no hablaba inglés y eso disgustaba a Miguel.

Las “complicaciones” comienzan desde que van a recogerla al aeropuerto y al no aparecer, la llaman por altoparlante con un forzado español. Cuando por fin la encuentran, la tía resulta ser todo un personaje: “Piel canela, cabello recogido en un moño coronado con una cayena rosada, con sus labios rojo encendido y un lunar negro en la boca”, (que luego notarían podía cambiar de lugar).

La señora trajo de todo en la maleta, desde remedios caseros hasta café criollo. Pero, sobre todo, llevaba sus vestidos coloridos de verano y su baile contagioso. Miguel no quería que pensaran tenía una pariente loca, (un día sus amigos la confundieron con un fantasma), por eso, en un principio pensó mantenerla en secreto. Sin embargo, tenía que admitir era divertida, en especial, contando cuentos.

Poco a poco la tía Lola fue atrapando a todos, niños y adultos, con su carisma. A ella no le importaba el no saber inglés para salir a saludar a los vecinos en primavera.

¬“I espik inglich”, decía. (Hablo inglés en su “machacado acento”).

Saludaba y conversaba en español con todos en el pueblo. A veces, “tanta amabilidad era un como un escándalo”. Sus interlocutores, por supuesto, hablaban en inglés, y aun así se conectaban. Y es que “no hay que hablar el mismo idioma para entenderse a la perfección”.

Pasaron los meses y la tía Lola hizo decenas de amigos, aprendió algo del idioma anglófono y enseñaba a sus sobrinos el español y aspectos de la cultura dominicana, en especial la comida, como el mangú y las albóndigas, que hacían conectar jonrones y “amansaban” al compañero de clase más temible.

Miguel amaba el béisbol, pero tuvo que luchar entre la idea de ser elegido por su esfuerzo y la otra, un tanto supersticiosa, de que la tía sí tenía “poderes especiales”, como cuando agitaba su bufanda amarilla durante sus partidos. Ella llegó a ser la manager de la liga de Miguel, teniendo a cargo los uniformes y preparar deliciosos “frío fríos” de fruta.

Los hermanitos aprendieron con ella a ponerse de acuerdo para planificar una visita a su padre en NY, a ser más considerados el uno con el otro, a apoyar a su madre (incluso organizando una fiesta para ella) y a ser comprensivos con su padre. También, a valorar las cosas simples de la vida y que, con perseverancia y una actitud adecuada se podían conquistar los corazones más duros, aun los del temible Coronel Charlebois, dueño de la granja donde vivían.

Asimismo, a apreciar los colores, mostrados por la autora a lo largo de la historia, como una conexión entre el padre ausente y sus hijos. En ocasiones, describe el paisaje expresando las tonalidades que él diría, si estuviera allí: “¡Cerros verde viridiana, capullos violeta pálido y un remolino de nubes blanco titanio sobre un azul celeste!”

Ante todo, fue tanto lo que Miguel pudo madurar que, cuando llegó su fiesta sorpresa de 10 años, la experiencia lo hizo sentir “10 veces más orgulloso de ser quién era”.

Esta breve novela recomendada para los jóvenes lectores es una celebración a la identidad, la familia y el valor de la resiliencia. La trama fluye y mantiene el hilo conductor de principio a fin. Julia Álvarez presenta descripciones detalladas tanto del ambiente, como de los personajes y sus sentimientos, a través de los diálogos animados y reflexiones. Esta historia es una invitación a que, junto a Miguel, aprendamos a “crear algo que haga feliz a alguien”, a mostrar una actitud positiva frente a las dificultades, a que en el amar hay verdadera “magia” y que una sonrisa de “ñapa” siempre es buena idea.