Es lugar común citar como paradigma de la mujer emancipada el ensayo de Virginia Woolf Una habitación propia, símbolo de la autonomía de una escritora dentro de la vida social y familiar. Pero si lo leemos con la lente del presente algunas afirmaciones suyas podrían resultar incluso polémicas, como esta:

“Es funesto para una mujer subrayar en lo más mínimo una queja, abogar, aun con justicia, por una causa; en fin, el hablar conscientemente como una mujer. Y por funesto entiendo mortal; porque cuanto se escribe con esta parcialidad consciente está condenado a morir. Deja de ser fertilizado. Por brillante y eficaz, poderoso y magistral que parezca un día o dos, se marchitará al anochecer; no puede crecer en la mente de los demás. Alguna clase de colaboración debe operarse en la mente entre la mujer y el hombre para que el arte de creación pueda realizarse.”

Tales planteamientos nos conducen a La señora Dalloway (1925), novela que ilumina el mundo de Virginia, introduciéndonos en la conciencia de distintos personajes mediante la técnica del monólogo interior, descomponiendo en pequeñas piezas el orden social inglés en crisis, tras la primera guerra mundial. Como en Ulises (1922), de Joyce, la autora nos hace transitar una jornada por el Londres de los años veinte siguiendo a la señora Dalloway y a sus amistades.

En esta obra, la Historia con mayúsculas y la historia personal se condensan en instantes en los que la mirada se pierde, bien sea en los detalles mínimos, bien divagando en la inmensidad, permitiendo a las personas tomar conciencia de su infinita pequeñez y de la fugacidad del tiempo. Peter Walsh, antiguo pretendiente de la señora Dalloway, regresa de la India buscando una segunda oportunidad, que parece depender de aquel mundo que él desprecia por su artificiosidad. Pero se ha producido una ruptura entre los universos masculino y femenino, que la señora Dalloway pone en evidencia con su frialdad.

El abismo al que se enfrentan sus contemporáneos lleva a pensar a la protagonista en lo distinta que podría ser la pasión entre mujeres, unidas por un sentimiento completamente protector. La autora supone que ello brotaría de la conciencia de saberse aliada de una amiga, algo que la propia Virginia echa de menos en la historia de las mujeres. Y es que en “la alta sociedad”, aquellas se habían visto a sí mismas como rivales en sus pretensiones de atrapar “un buen partido” en la feria de vanidades orquestada por sus familias.

La novela nos asalta con inesperadas meditaciones, insólitas asociaciones y un abandono por los recovecos del pasado, mientras la señora Dalloway prepara una fiesta. Se van concentrando en el personaje sentimientos contradictorios, temores recónditos, e expectativas infantiles, respecto a sí misma y a sus invitadas, como Ellie Henderson, la pariente pobre e insegura sólo convocada a última hora.

No hay duda de que Virginia Woolf despieza el mundo al que pertenece, sostenido sobre símbolos en apariencia imperecederos pero que amenazan reducirse a ruinas.  La fiesta misma es una absurda puesta en escena que podría resumir el carácter de gran parte de la sociedad inglesa de entreguerras.

Virginia Woolf no elude esos sentimientos que explora, alargando o concentrando los momentos, por las distintas subjetividades que transmiten un clima de desesperación e insatisfacción. Podemos suponer que tal certeza es lo que empujó a la autora al suicidio, como su propio personaje Septimus, consumido por la depresión. Precisamente, en La muerte de Virginia, su esposo reproduce fragmentos del diario de la autora que, de manera inevitable, remiten a lo planteado por La señora Dalloway: “Pagamos el precio de nuestro reinado en sociedad con un aburrimiento infernal”.