El autor se despide del texto cuando lo entrega a la estampa y así la obra comienza a andar sola por el mundo literario, dispuesta y abierta a otros sentidos (Eco, 1962). Desde la construcción de la novela, el lector debe haber quedado implícito. Toda obra crea su propio lector. Cuando un conjunto de textos produce sus lectores, los escritores futuros adoptan una forma preexistente que da cierto resultado. Por ejemplo, la programación editorial se basa en esta verdad.
Sin embargo, aunque existen algunas apuestas contrarias, ninguna novela puede atrapar al lector exigente sin haber sido configurada dentro de una tradición del decir y organizar los recursos literarios. Es en un diálogo entre tradición, el pasado de la lectura, y el ritmo del texto que aflora esa magia inusitada que se encuentra en la lectura de una novela y que trasciende la práctica literaria de una cultura. Cuando esto ocurre, el libro es una especie de amigo, de compañero de viaje, de camarada que comparte el gozo, el saber, la esperanza y las desilusiones.
Como la novela es, en cierta medida, una imagen de la vida, ella desborda la vida, la tradición, los recursos y las expectativas del lector, además de los planes editoriales y la prefiguración del autor. La lucha entre el autor y el lector, la dificultad de atrapar este demonio interior, dotado de innumerables poros por donde se cuela todo lo que es inconcebible, y que podríamos encontrarla en la frase de Baudelaire en el prefacio de “Les fleurs du mal”: “Lecteur, hypocritelecteur, monsemblable, monfrère”.
En “Taberna de náufragos”, José Enrique García esculpe una obra literaria de sobresaliente calidad que el lector podría estimar como un cuaderno de viaje que le acompaña y del cual no se puede separar hasta llegar al final. Pero aún más, donde el lector experimenta la sensación de reiniciar la lectura de inmediato, porque el extrañamiento que el texto produce en su espíritu, le impulsa a quedarse en la felicidad de la lectura.
Cosa contraria ocurre cuando el ritmo de la obra te saca desde las primeras páginas y solo por testarudez de lector intentas llegar al final, contando páginas, sumando capítulos y rabiando, como hacía Juan Carlos Onetti, al maldecir los lugares comunes en ciertas novelas policiales.
Por otra parte, creo que una de las preguntas capitales desde el inicio de la reflexión de la literatura como de arte es: ¿qué hace que un objeto sea una obra de arte? (Danto, 2003, 475). Y en nuestro caso: ¿qué tiene una novela que la eleva al nivel de pieza de arte? Esta novela de José Enrique García nos ayuda a contestar la segunda pregunta. Y, por supuesto, debemos comenzar por el lenguaje.
El autor es uno de nuestros mejores poetas; pero el mero ser poeta no determina que se escriba una excelente novela. El lenguaje poético es distinto al lenguaje literario de una novela. Muchas veces la riqueza léxica de una obra literaria no está en adoptar el ritmo del poema, sino la finalidad poética: hacer que la lengua toque los senderos de la imaginación.
De otra manera, sacar el ritmo de la lengua de su forma cosificada, llevarlo a su literalidad (Meschonnic, 1970). El autor que no prefigure la transformación de los códigos y discursos literarios podrá hacer una buena novela, pero no una en la que trabaje verdaderamente la belleza. En “Taberna de náufragos» encontramos un lenguaje poético dentro de la construcción de la prosa literaria que pocas veces imita el ritmo de la poesía. Es una mezcla entre el registro expositivo y el registro poético.
Otro aspecto es la creación de una atmósfera. En la ciudad, un conjunto de personajes gira en torno a una taberna en la que entran y salen, conversan, filosofan, crean, critican; aman y sufren, viven y mueren. Ellos construyen un cierto spleen, un cierto fluir de la época. La novela no tiene casi acción, las palabras hacen la obra. No existen los grandes caracteres, ni los héroes, sino gente común y corriente. Porque la poética que aparece detrás es la de la cotidianidad iluminada por una exploración de la existencia humana.
De ahí que podamos ver cómo el texto ilumina los temas universales: el tedio, la angustia, la vida y la muerte. En fin, el sentido mismo que tiene la existencia. Pero esto no está trabajado de manera frontal, sino que surge de las palabras, de los referentes y de las acciones. Postula una noción filosófica de la vida en la que el ser humano naufraga en un mundo sin sentido.
Debo agregar que la novela, de singular belleza, parece transportar al lector a otro tiempo sin que el deseo de trabajar el contexto social y político sea muy evidente. Lo importante aquí no es la sociedad misma, sino la existencia llana de la gente; su reducido ámbito humano. Las letras, la situación del intelectual en la sociedad. Estamos en un mundo sin los valores esperados, pero no es la obra una nostalgia de ningún valor como salvación o esperanza.
Narra las historias de los personajes, pero la novela no son las historias, sino el ambiente y la presencia de los personajes en su vida chata, siempre en el naufragio sin que el lector sepa de antemano hacia dónde irá. En efecto, es una novela que se muerde la cola. Cuando termina, parece volver a comenzar.
Los recursos y las técnicas literarias usadas por el autor son muy diversos. Podríamos decir que es poco ambicioso en esa parte. Un narrador heterodiegético, intertextos, cartas, diálogos y fragmentos de novela o intento de dramas. Domina la descripción, el apuntar el ambiente. Narrar las cosas que están ahí y que el narrador le da vida al filtrarlas por su maravillosa observación.
Entendemos que la literatura actual es como la anterior un gran hipertexto de la propia literatura; que ella dialoga con la tradición. Y en el caso de la nuestra, debemos aclarar que dialogamos con muchas tradiciones.
“Taberna de náufragos” podría ser ubicada en la tradición de las novelas de la década del cincuenta, la novela existencial, la novela que habla del ser del hombre y de la vida; pero también de la novela dominicana como “En su niebla” de Ramón Lacay Polanco.
Claro superando a ese Lacay en la construcción de la atmósfera y en la mirada detenida de los personajes. Podemos verla también dentro del conjunto de novelas que han escrito otros poetas como Pedro Mir en “Cuando amaban las tierras comuneras” (1978), Manuel Rueda “Bienvenida y la noche” (1994), el Marcio Veloz de “Los ángeles de huesos” (1967) o el Andrés L. Mateo de “La otra Penélope” (1982).