En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere. (Julio Cortázar)
En el libro Tras los límites de lo real: una definición de lo fantástico (2011), el crítico español David Roas refiere que la literatura fantástica nació en el seno del siglo XVIII, cuando la razón se posicionaba como el instrumento infalible de la ilustración para entender el mundo y su realidad. Hasta ese momento, señala el autor, lo sobrenatural era parte integral de la vida cotidiana, y de esta manera resultaba común explicar hechos insólitos con algún milagro, así como natural la presencia de sortilegios, fantasmas o demonios para justificar sequías, enfermedades o desgracias familiares. Era la herencia de un extenso y profundo oscurantismo, cuyas tinieblas propiciaban un clima permanente de miedo, misterio y superstición.
Roas hace énfasis en el nacimiento paradójico de la literatura fantástica en el marco de un mundo que empezaba a regirse por leyes lógicas y matemáticas, y cuya noción mecanicista de lo real no parecía admitir nada que escapara al cuestionamiento objetivo. Roas reflexiona que, si bien el mundo de las certezas había desplazado la fe, en la mente humana no se había extirpado el miedo inherente a la muerte y lo desconocido. De esa emoción primigenia se enriquecería una literatura que concibe lo fantástico como una auténtica subversión, irrumpiendo en la vida de unos personajes «ilustrados» que no solo ponen en duda sus convicciones más sólidas, sino que se ven física y psicológicamente afectados por el fenómeno imposible. Es de mi interés abordar esa vertiente fatalista, precisamente por considerarla clave en la puesta teórica de lo fantástico y su relación con la realidad. En ese sentido, me dispongo a analizar el cuento «La pata de mono» (1902) del escritor inglés William Wymark Jacobs, que en última instancia no solo se presta a ilustrar dicha modalidad de lo fantástico, sino que cuenta con elementos estéticos que lo enmarcan, en mi opinión, como uno de los mejores ejemplos del género.
Según datos generales, «La pata de mono» aparece por primera vez en la colección de relatos The Lady of the Barge (1902), y casi de inmediato adquiere gran popularidad, siendo antologado en muchos otros libros y adaptada al teatro. En Hispanoamérica, el cuento fue traducido e incluido en la Antología de la literatura fantástica (1940) de la mano de los escritores argentinos Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. El cuento relata la historia de la familia White, que, en medio de una noche tranquila en los suburbios, recibe la visita de Morris, un sargento que ha venido de la India con un objeto intrigante y presuntamente mágico. Este objeto es una pata de mono momificada que, según el sargento, concede tres deseos a tres hombres que la tengan en posesión y sigan un determinado ritual. Eso sí, advierte Morris, los deseos siempre se cumplen con un giro trágico: el viejo fakir que le había atribuido estos poderes quería enseñar que los seres humanos no podían trascender los límites de su propio destino a través del deseo. Maravillado por este relato, el señor White conserva la pata de mono pese a las negativas y advertencias del sargento. Esta decisión trastornará a la familia para siempre.
Llama la atención que fuera un fakir «muy santo» quien dotara de poderes siniestros a la pata de mono. Los fakires practican el ascetismo, una doctrina filosófica que establece que el espíritu puede purificarse a través de la abstinencia y negación de los placeres materiales. Resulta curioso pensar que de la santidad de aquel misterioso individuo se configurara algo monstruoso, y que esto devele, después de todo, cierto trasfondo moral. Pero en este punto lo que importa es el impacto que genera el objeto encantado en la familia. En el cuento, la señora White hace alusión a Las mil y una noches por los elementos orientales, exóticos y mágicos que suscita el talismán. Hay quienes afirman que «La pata de mono» es la versión occidental del relato «Los tres deseos», una de las tantas historias que Schehrazada hilvanó para entretener al rey Schahriar y salvarse junto a las demás mujeres de su ciudad.
El relato «Los tres deseos» pertenece a las «Anécdotas morales del “Jardín perfumado”» y se ubica en la Noche 502 de aquel vasto volumen de la más rica literatura árabe. En la historia referida se cuenta que un hombre alcanzó cierto grado de pureza y, por esto, dispone de tres deseos por gracia divina. Guiado por los consejos de su esposa, quien desea que robustezca su virilidad, sufre por las decisiones tomadas y termina fastidiado. Sus deseos se cumplieron, pero de forma exagerada y desafortunada. Entre otras cosas, aquí hay que subrayar la actitud, la reacción de los personajes: están alarmados por las formas un tanto caricaturescas de los deseos consumados, y no por el hecho de que los deseos se hayan consumado en primer lugar. En este relato, entonces, predomina lo cómico y moralizante sobre el hecho extraordinario; es decir, la existencia de este hecho no supone un problema para el concepto de realidad que manejan los personajes. Y es que, en el universo de Las mil y una noches, los hombres y mujeres pueden coexistir con las mediaciones explícitas de su Dios, las formas más inusitadas del destino, con milagros y criaturas maravillosas sin que suponga un cuestionamiento sobre el orden de las cosas. Es lo natural. He aquí una diferencia que considero fundamental en nuestro análisis: en el desarrollo de «La pata de mono», los personajes nos presentan su entorno como un cuadro exento de elementos sobrenaturales, y la existencia de un objeto que pudiera conceder deseos solo podía ser propia de algún libro o de pueblos remotos y extraños. En medio de una realidad un tanto apacible y hasta aburrida, moldeada por la razón y el escepticismo, la familia White solo contempla el talismán con un vago sentido de perplejidad. Pero, así como nos enseña la «Historia del tercer saaluk» y su aventura en el palacio de las noventa y nueve puertas de aloe y sándalo y la fatídica puerta de bronce, la curiosidad se impone a cualquier otra fuerza en el corazón de los hombres.
Después de que Morris contara las fabulosas historias de sus viajes y penurias, la familia White estaba encantada de obtener una muestra exótica de esas tierras lejanas. Una vez solos, Herbert White, el hijo, insta a su padre a pedir doscientas libras para probar el poder del talismán. El señor White, sonriendo a la prestancia irónica de Herbert, cede a la petición, pero lo que sucede a continuación le deja profundamente intrigado:
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
—Se movió —dijo mirando con desagrado el objeto y lo dejó caer—. Se retorció en mi mano como una víbora.
Tras pedir el deseo, el ámbito de la noche se cargó de premoniciones. A las puertas que resonaban de repente le seguían un silencio atroz; el viento era insistente y fúnebre. Por supuesto, Herbert y su madre no advertían estos cambios como el señor White, quien parecía agudizar sus sentidos al menor movimiento. La señora White atribuía a la imaginación la alarma del marido, y condenó la superstición en torno al objeto encantado: “Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora White— ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época?” En efecto, esto refleja la noción de realidad que manejan estos personajes: su tajante adherencia a la razón y su resistencia a aquello que desafía sus lineamientos. En este punto, al ver que las doscientas libras no aparecen de inmediato, Herbert y la señora White se muestran escépticos e irónicos ante credulidad del señor White. Pero, en realidad, se va perfilando una atmósfera anegada de tensiones y sospechas, parecida a la calma funesta que precede la embestida de un huracán. El señor White apenas lo intuye, y ya a solas busca rehuir a sus temores:
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad, y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rio, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
En definitiva, al señor White le inquietaba un oscuro presagio. Aunque aquello todavía no se había materializado, el personaje empezaba a tener un atisbo de duda. Esto constituye el principio de inflexión que supone la presencia de lo fantástico. O, por lo menos, así lo concibe David Roas, quien resalta el carácter subversivo del fenómeno imposible. El personaje debe dudar del orden establecido de su mundo a raíz de la intrusión de lo fantástico. Ahora, en su Introducción a la literatura fantástica (1970), el filósofo búlgaro Tzvetan Todorov ya había propuesto que el mundo de los personajes se desarrollara en un contexto real que fuera asaltado por un elemento imposible, pero reduce el efecto fantástico al instante de una vacilación entre el mundo natural y sobrenatural, y que lo importante es determinar la posición del personaje y del lector frente a los hechos narrados.
Esto último se hace patente cuando se cumple la primera petición en La pata de mono: Tanto el señor como la señora White se hayan conmocionados y sumidos en un estado de desconcierto e incertidumbre; es decir, están tan quebrados por el dolor y la confusión que no dejan entrever a qué atribuyen los hechos que le dieron forma a la oscura consumación del deseo. Es importante recordar lo que el sargento Morris refirió en cuanto a la naturaleza de los deseos: se cumplen tan naturalmente que parecen fruto de una casualidad. Este margen de ambigüedad se constituye en el centro del cuento. A medida que la trama avanza y el señor y la señora White se hunden en el aura místico y trágico del talismán, sus mentes están cada vez más desestabilizadas. El punto cumbre lo representa la señora White, quien había sido la más escéptica al principio, cuando ruega al señor White que pida un deseo que parece inconsecuente. Presa del miedo y la desesperación, la mujer lo apuesta todo a este último ruego. En este punto, el crítico David Roas se separa del estructuralista Todorov, al colocar el miedo como respuesta natural frente a lo fantástico. Todorov creía que un género no podía depender de una emoción y que este, más bien, solo se circunscribía a sus elementos formales. Roas, influenciado por el cuentista norteamericano H.P. Lovecraft, piensa que la presencia del miedo es imprescindible en el cuento fantástico, porque es la reacción natural frente a aquello que supone una auténtica subversión en el mundo real. El miedo del señor White va creciendo porque el fenómeno imposible se torna incisivo y va tomando más posesión de su vida.
En el cuento de W.W. Jacobs hay que resaltar, sobre todo, su trabajo en la atmósfera, cada vez más sugerente, opresiva y amenazante. La naturaleza siempre se mueve en derredor, en especial de noche, cuando resuenan pasos furtivos, cuando cruza alguna sombra y el viento arrastra voces entre los árboles. A propósito de esto, en el prólogo de la Antología de literatura fantástica que encabeza Borges, Bioy Casares refiere una anécdota sobre una adaptación al teatro de La pata de mono. En dicho acto, un espectador se siente ofendido porque una escena que había sido sugerida en el cuento fue explicitada en la obra de teatro. Dicho espectador condenó el hecho como un gesto de mal gusto e insulto al arte. En efecto, el autor explota al máximo la ambigüedad que le confiere los giros sugerentes, que llega a materializar en oraciones cortas y contundentes para reforzar el clima de misterio y amenaza que circunda la magia oscura del talismán:
Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva, el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela. Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada. Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
El efecto fantástico toca fondo en los personajes. El señor y señora White han sucumbido a la ansiedad y el terror. Un diálogo apresurado y anhelante se desparrama a la luz de una luna despiadada mientras el fenómeno imposible sigue en crescendo hasta desflorar en un final alucinante e inusitado.
En una de las clases de literatura que impartiera en Berkeley, Estados Unidos, el escritor argentino Julio Cortázar señaló que la fatalidad de lo fantástico radica en el carácter irrevocable de los hechos que se cuentan. Un poco el concepto de ananké de los griegos, como la tragedia que marcó a Edipo. Si asumimos que el destino de la familia White era obtener el talismán y sucumbir a sus nefastas consecuencias, daríamos por sentado que la historia se inclinaría hacia lo maravilloso (y se incluiría en el mundo de Las mil y una noches, por ejemplo) y se rompería el efecto fantástico. Pero, en cambio, si asumimos que la pata de mono no obedece a los parámetros establecidos de nuestro mundo, si trasciende la concepción lineal, mecánica y lógica de nuestra percepción, quizá constituiría otra cosa. Después de todo, nos recuerda Roas, lo verdaderamente contundente en un cuento fantástico es descubrir que el elemento sobrenatural no representa una intrusión, sino la parte oculta, amenazante y latente de una realidad que creemos conocer.