Ficción como introito. La primera luz del alba despuntaba, por un pequeño tragaluz de una de las tantas casas de citas (Les Maisons Closes) de París, iluminando veladamente la escena que se mostraba en una de sus mesas, ocupada por tres contertulios y tres damiselas de las noches. Las cortesanas, saturadas de alcohol y de cansancio, dormitaban recostadas; una sobre el hombro de uno de los tres individuos, mientras que las otras dos reclinaban sus pelirrojas cabezas en sus brazos, colocados a manera de almohadas sobre la mesa. Los tres hombres, con voz aguardentosa y ojos enrojecidos por el alcohol y el pernocte, seguían teorizando sobre heterogéneos asuntos de arte y literatura, tratando cada uno de argumentar puntos de vistas. Las practicantes del oficio más antiguo del planeta, quienes habían aceptado gustosas la invitación de acompañarlos, no habían podido consumar el deseo de arrastrarlos a escenarios horizontales de batallas, habiendo tenido que padecer un conversatorio alejado de sus dominios cognitivos durante la prolongada noche. Los tres contertulios, con sombreros de chisteras y abrigos como era habitual en los locales públicos del París de la “Belle Époque” –finales del siglo XIX–, eran: Paul Sescau, fotógrafo especializado en la reproducción de pinturas y artistas; Édouard Dujardin, editor de una revista que promovía música y arte de vanguardia, siendo además autor de obras simbolistas de teatro, y por último, con una cabeza que lucia grande bajo su sombrero de copa–efecto percibido por la contextura física más pequeña que las de sus compañeros de tragos–, el pintor y dibujante Henri de Toulouse-Lautrec. (Fin del introito)
Lautrec, hombre de menuda estatura acentuada por un tronco normal y brazos proporcionados, soportados por piernas extremadamente cortas y delgadas, era un duende habitual de bares y prostíbulos de Montmartre. Decidió abandonar el hogar nobiliario de sus padres, los condes de Toulouses, escogiendo en contra de sus deseos el oficio de pintor, y un estilo de vida libertina que terminó minando su existencia. Era ya habitual ver la contrahecha imagen del creador desplazándose por los frente del Moulin Rouge (Molino Rojo), en el Boulevard de Clichy, desde su atelier artístico a su casa, o como asiduo parroquiano que tenía siempre reservada una mesa con tope de mármol blanco, situada junto a la barandilla del celebérrimo lugar de diversión parisino. En sus Estampas parisinas, el novelista francés Joris Karl Huysmans, deja una viva descripción de la atmosfera que se respiraba en el lugar : “el delicioso aroma divino” que emana de las axilas femeninas en el calor asfixiante del local, creado para “salar y condimentar” el cocido del amor que con la rutina se ha vuelto indigesto y desabrido” o incluso para “dejar salir de la jaula al animal que hay en el hombre”.
Mientras libaba cocteles norteamericanos que estaban de moda, observaba con ojos escrutadores todo lo que acontecía en el ambiente, para fijar a los personajes con su memoria fotográfica y trasladarlos al papel o el lienzo pictórico, transformándolos en protagonistas que pasaron a sobrevivir, haciéndose perdurables en el tiempo, mientras sus cuerpos mortales reposan transformados en desechadas cenizas.
Toulouse-Lautrec prefirió captar la sociedad de su época, sus personajes, situaciones y vivencias, de manera preponderante en espacios interiores, presentándolos –según lo expresara su amigo el crítico de arte Félix Fénéon– en algunas de sus obras como: “caricaturas de capitalistas chochos […] en compañías de putillas descaradas y maliciosas”.
En París conoció al genial creador Vincent van Gogh, quien nunca pudo en vida vender una de sus obras pictóricas. Toulouse-Lautrec, por el contrario, pudo colocar algunas de sus pinturas y dibujos, luego de haber sobresalido con el diseño de sus emblemáticos carteles publicitarios, impresos litográficamente.
Los carteles de Lautrec, aún con su pésima tipografía, han destacado en la historia del Diseño Gráfico por su aspecto formal compositivo, la utilización de imágenes con colores planos realzados por el contorno de las líneas del dibujo, y el uso de diferencias de enfoques similares a los fotográficos. En su afamado afiche realizado para el Moulin Rouge, publicitando a “La Goulue” (La Golosa ó La Voraz), podemos observar perfectamente tres planos compositivos, cual profundidades de campos fotográficos armonizadas magistralmente: un primer plano–fuera de foco– donde aparece en tono grisáceo, la silueta del famoso bailarín del Molino Rojo, Valentín “le Désossé” (el deshuesado); un plano principal –enfocado– donde aparece la figura de La Goulue, bailando; y un tercer plano en sombras chinescas, en donde el público observa el provocativo baile de la principal bailarina del establecimiento de diversión.
Gradualmente el artista dejó de frecuentar el Moulin Rouge, al irse convirtiendo en mera atracción para turistas, sumergiéndose en los burdeles donde buscaba inspiración y sexo, siendo sus modelos preferidas las damiselas pelirrojas, según decía Lautrec “realmente pelirrojas, perfectamente pelirrojas”, que le recordaban a la amiga inmortalizada en dibujos y carteles: Jane Avril.
Finalmente, la muerte llegó cabalgando asida a la crin pelirroja de una prostituta llamada Rosa la Rouge, quien le contagió la enfermedad venérea que precipitó su partida.