I.

¡Y finalmente llegó el invierno!

Como cada año, se cierra un círculo que inicia en invierno y cierra otra vez en invierno. La temperatura baja, la piel reclama abrigo, la brisa se carga de frescura. En países de clima riguroso el invierno fustiga a la naturaleza, un proceso que inicia en el otoño y que el invierno se encarga de llevar al extremo. Los árboles se quedan sin hojas y toda la naturaleza respira un aliento de muerte. La luz solar resulta insuficiente para calentar e iluminar. Grandes ropajes de nube y niebla envuelven el entorno. La nieve tapiza de blancura las calles.

Pero en los países tropicales apenas se sienten esos estragos. La naturaleza permanece prácticamente inalterable, con su verde esplendor, sus flores vistosas. El clima se refresca y se hace más agradable. Nuestra poeta Salomé Ureña habla de esas bondades climáticas del Trópico…

En mi adorada gentil Quisqueya,

cuando el otoño pasando va,

la vista en vano busca tu huella:

que en esta zona feliz descuella

perenne encanto primaveral.

Esa es una de las bondades del clima tropical que nos tocó a los dominicanos. Sin embargo, la naturaleza humana –siempre insatisfecha–, como impulsada por una suerte de rara nostalgia, nos hace anhelar aquello que nunca hemos tenido. De ahí que nos sintamos atraídos por aquellos espacios geográficos que han inspirado a destacados letristas a hablar de una blanca Navidad. Allí donde cae la nieve en abundancia y el paisaje se viste de una extraordinaria pureza. Casi todo dominicano aspira a conocer la nieve, a palparla de cerca y a sentirla, pero cuando ésta se vuelve parte de su cotidianidad entonces se da cuenta de que más allá de su exótico atractivo, sus efectos no son tan encantadores y deseables. Y el Trópico, con su variadísima gama de colores y sus temperaturas siempre agradables, termina restaurando su preeminencia en la geografía afectiva de nuestro espíritu.

Sin embargo, el invierno también constituye un símbolo recurrente en la literatura como referente del último tramo de la vida. Muchos poetas han usado este símbolo para encerrar en él la última etapa de la vida humana. Se dan ciertas correspondencias entre la estación invernal y la vejez que anticipa la muerte: el frío (atemperación de las pasiones); el color blanco (paz, sosiego, recogimiento); el gris del cielo y de la lluvia (monotonía, desabrimiento, tristeza). Así lo refleja Pablo Neruda en su poema: Jardín de invierno, escrito en sus últimos años. El poema da título a uno de los libros que dejó inédito a morir. En ese texto se percibe ese estado interior de quien ha llegado al invierno de la vida y presiente ya su final cercano. La soledad y la tristeza sobrecogen al sensible lector que trashuma por esta página de sublime belleza.

En este primer domingo de invierno disfrutemos de esta hermosa gema lírica de Neruda.

II.

Jardín de invierno, Pablo Neruda

Llega el invierno. Espléndido dictado
me dan las lentas hojas
vestidas de silencio y amarillo.

Soy un libro de nieve,
una espaciosa mano, una pradera,
un círculo que espera,
pertenezco a la tierra y a su invierno.

Creció el rumor del mundo en el follaje,
ardió después el trigo constelado
por flores rojas como quemaduras,
luego llegó el otoño a establecer
la escritura del vino:
todo pasó, fue cielo pasajero
la copa del estío,
y se apagó la nube navegante.

Yo esperé en el balcón tan enlutado,
como ayer con las yedras de mi infancia,
que la tierra extendiera
sus alas en mi amor deshabitado.

Yo supe que la rosa caería
y el hueso del durazno transitorio
volvería a dormir y a germinar:
y me embriagué con la copa del aire
hasta que todo el mar se hizo nocturno
y el arrebol se convirtió en ceniza.

La tierra vive ahora
tranquilizando su interrogatorio,
extendida la piel de su silencio.

Yo vuelvo a ser ahora
el taciturno que llegó de lejos
envuelto en lluvia fría y en campanas:
debo a la muerte pura de la tierra
la voluntad de mis germinaciones.

Pablo Neruda

El poeta aparece como un elemento más dentro de una naturaleza exhausta, sometida a los rigores del invierno. Sin embargo, él parece estar allí como un intérprete de los elementos naturales, un mediador entre el declive amarillo de las hojas, “vestidas de silencio”, y la escritura. De ahí que nos hable del “espléndido dictado” de las hojas, así como de un libro de nieve. La naturaleza se dirige al poeta a través de su lenguaje de colores y formas. Y él todo lo entiende, ya que es parte integrante de ella (“pertenezco a la tierra y a su invierno”). A la tierra por ser esta su morada; al invierno porque es justo allí donde, cual viajero de los años, ha llegado, luego de haber pasado por todos los estadios (estaciones) anteriores.

Entre el octavo verso (“Creció el rumor…”) y el décimo quinto (“y se apagó la nube…”) el poeta hace un recuento de un ciclo anual, pero que asumimos en clave alegórica como una representación del ciclo de la vida, la propia vida del poeta que, como ya dijimos, está en la última estación del viaje existencial: el invierno. Veamos:

“Creció el rumor del mundo en el follaje” (primavera); “ardió después el trigo constelado
por flores rojas como quemaduras” (verano); “luego llegó el otoño a establecer
la escritura del vino: todo pasó, fue cielo pasajero la copa del estío” (otoño); “y se apagó la nube navegante” (invierno). Detengámonos un poco más en los versos citados aquí y en sus simbolismos.

MD-01 Madrid.- Pablo Neruda creó algunos de los versos que más se han oído y recitado a lo largo del siglo XX y XXI. Pero, además de ser el poeta del amor y del compromiso, tuvo una gran producción literaria que ha quedado reunida en un volumen titulado "Nerudiana dispersa II", sobre el que cuyo editor, Hernán Loyola, habló con EFE en una entrevista. En la foto de archivo (Mayo, 1956) Neruda en Budapest, con el puente de la libertad sobre el Danubio al fondo. EFE/MTI‚

Como hacemos esta clase de análisis pensando en lectores no especializados, nos detenemos un poquito más en los versos anteriores. ¿Cómo relacionamos los diferentes fragmentos de la estrofa con una estación en particular? Tomemos en cuenta que la buena poesía nunca es explícita, sino que sugiere, sin llegar a develar del todo su sentido último. La primavera aparece fácilmente identificable por la mención del follaje y el rumor, pues entre marzo y junio los bosques y jardines se llenan de verde exuberancia, crece el rumor del viento en el follaje y el que produce el canto de los pajarillos, que están en su mejor momento. Dentro de ese contexto también está el murmurio de las fuentes y arroyos, que las diligentes lluvias abastecen abundantemente. Luego, llega el verano, señalado por el verbo “arder” y por las “flores rojas como quemaduras”. El otoño es la única estación que aparece nombrada; el poeta la relaciona con la producción del vino. Si el verano es el tiempo de la vendimia (recolección de la uva), el otoño es el de la elaboración de la bebida que de ella se deriva. El poeta dice que todo pasó (es decir, el círculo se ha cerrado), la “copa del estío” (triunfo, celebración) se desvaneció. Y apareció una “nube navegante” (invierno) que igualmente se desvaneció. Aquí se cierra el círculo de la vida. El poeta asume que ha llegado a la estación postrera, al último tramo de su existencia. La nube que se apaga es un perfecto simbolismo de la vida que se extingue.

Situando la acción en un pasado impreciso, aunque señalado por el aspecto verbal como una actividad concluida, el poeta habla de un balcón “enlutado”, donde esperaba que la tierra hiciera lo que las aves con sus polluelos: que extendiera sus alas y lo cobijara. Y así cubriera su desamparo y su soledad. Estos versos están transidos de vacío y desolación.

Luego, en la quinta estrofa, el poeta revela que siempre estuvo consciente de la brevedad del viaje de la vida: “Yo supe que la rosa caería / y el hueso del durazno transitorio / volvería a dormir y a germinar”. Esos versos encierran la idea de un final. Sin embargo, la flor es anticipo de fruto; el fruto de semilla, y la semilla es garantía de continuidad. La vida es, entonces, renovación y permanencia. Aunque el poeta Neruda no fuera un devoto de ninguna religión, puesto que “no cree en el celeste cielo prometido”, según nos dice en su poema “Un perro ha muerto”, en los citados versos nos habla de la muerte, no como un aniquilamiento absoluto, sino como una transición a una nueva vida. No hay trascendencia de tipo espiritual, pero la vida es una cadena sucesiva: cada vida particular se convierte en fermento de otras vidas posteriores.

Se mantiene en esos versos también la alusión al otoño, tiempo en que la rosa se marchita y se desvanece, y al invierno, que el poeta presenta bajo la imagen de la semilla del durazno que cae a la tierra para morir (dormirse) e inmediatamente germinar. Eterno ciclo que pasa de la vida a la muerte, y de esta a la vida, en un ritmo que nunca se altera. Agrega el poeta que él se embriagó con la copa del aire, alusión a la primavera y al verano, con sus fiestas ruidosas, sus bacanales. Luego, el mar se oscureció (fin del ciclo celebrativo) y el arrebol (alusión al color rojizo del otoño) se hizo ceniza, es decir, adquirió el gris característico del período que va desde el otoño (inicio del declive de la vida) al invierno (cierre del ciclo vital).

En esta nueva etapa de la estación postrera, todo remite al silencio y a la tranquilidad. Es el momento reflexivo en que resurgen las grandes interrogantes sobre la vida y que coincide con el progresivo enfriamiento de todas las pasiones. Silencio y resignación parecen ser las tendencias dominantes en esa hora en que el horizonte de la vida se acorta y el corte fulminante de la guadaña se presiente cercano.

El poema cierra con una referencia personal del ente que asume la voz narrativa, el poeta, según nuestro parecer. Él se define como “el taciturno que llegó de lejos envuelto en lluvia fría y en campanas”. La simbolización de alguien que llega de lejos no es más que una forma de referirse a quien tras un largo recorrido que abarca toda la vida arriba a la última estación. La alusión a la lluvia fría equivale al invierno, y por asociación metonímica, al último tramo de la vida. La campana contiene una profunda connotación de muerte, dada su presencia en los rituales funerales, como el toque que se daba para anunciar la muerte de una persona en la comunidad. Él poeta sabe que desde ese punto no hay retorno. Y asume su final de vida como una posibilidad de fundirse con la tierra para reiniciar un nuevo ciclo vital a través de nuevas germinaciones.

III.

Conclusión

Hay muchos poemas que poseen referencias al invierno. En algunos es el tema central; en otros es una vaga referencia. Pero siempre resulta atractivo. El hecho de que el invierno coincida con las fiestas navideñas le impregna de un sentido que va mucho más allá de un cambio estacional. Hay un profundo aliento espiritual que lo dota de un significado especial. En nuestro país es tiempo de reencuentro familiar y amical, y para los cristianos en general es un período de renovación cristiana, simbolizada en el nacimiento de Cristo.

Sin embargo, en “Jardín de invierno”, de Neruda, y en otros poemas de otros autores, el invierno constituye un símbolo de una vida que está en la antesala de la muerte, una existencia en declive, a punto de entrar a su última morada. Por eso, abundan las referencias a objetos, entes y conceptos que en clave simbólica pueden ser relacionados con el fin de la vida: el frío, la campana, la flor que se marchita y muere, el silencio, la soledad…

En ese poema Neruda parece referirse a su propia experiencia vital. La tristeza y la soledad de quien ya sólo espera tomar su último tren existencial. Observemos que el poema “Jardín de invierno” pertenece a un libro homónimo que el poeta dejó inédito y que fue publicado de manera póstuma. Por consiguiente, corresponde a los últimos productos estéticos que salieron de su pluma; el poeta agotaba los últimos brotes de su vida y su obra.

Al escoger este poema nerudiano para nuestra última colaboración de este año en Acento hemos querido, además de aprovechar tan importante acontecimiento como lo es la llegada del invierno, intercalar una nota reflexiva a las ruidosas celebraciones de fin de año. Despedir el año con Neruda es altamente gratificante para quien esto escribe; esperamos lo sea también para los que se huelguen en estas páginas.