En La ciudad de los niños, historia del laureado escritor Manuel Rueda, se valora la importancia de aprender, la perseverancia y la diversidad. En ella, nos habla de un niño de nombre Yaya, quien “era perezoso y enemigo de la escuela”, pero “tenía buenos sentimientos y  respetaba a las personas mayores”. Su problema era que “aprender, aunque fuera fácil y placentero”, le costaba mucho.

En su intento por repetir las vocales, en el orden que iban, se sintió frustrado. Por tal razón, se quedó estancado en la letra “A”, la cual repetía “como si estuviera cumpliendo a las mil maravillas”. Aunque lo ponían contra la pared, y le decían “niño malo”, Yaya no sabía “cómo salir adelante con las vocales”. Pensaba que eran demasiadas, por lo que redujo su lenguaje a la única que dominaba.

Entonces se le escuchaba pronunciar:

-“A la aglasa”, “a la bataca”, “a la calmada”; en vez de: a la iglesia, a la butaca, al colmado.

Yaya no escuchaba el consejo de su madre, ni el de su maestra. Los padres de sus compañeritos lo mantenían a distancia, y al ser expulsado de la escuela, pensó que “todo había terminado para él”. Así fue como nuestro protagonista decidió irse a un lugar donde no hubiera escuelas ni sonidos tan difíciles de pronunciar.

El autor Manuel Rueda, describe con detalles que despiertan los sentidos el camino que Yaya recorrió: Se fue por “trillos pedregosos, entre matorrales espinudos”. Caminó hasta llegar a un paraje “donde la soledad y el silencio le oprimían el pecho”, donde había árboles ancianos, almendros de hojas tornasoladas y “pinos que exhalaban frescor”. Cansado y hambriento, escuchó unos cuchicheos mientras fueron apareciendo unos cuatro niños que se presentaron así:

“─Ye me me lleme Pepe─ dijo el primero.

─Yi mi llimi Guigui─ dijo el segundo.

─Yo mo llomo Lolo─ dijo el tercero.

─Yu mu llumu Chuchú─ dijo el cuarto”.

Luego del caos que fue intentar comunicarse y escuchar “el hambre que rugía en sus estómagos”, decidieron afrontar un destino común: vivir alejados de los suyos. Emprendieron un camino angosto que luego se volvió llano y suave hasta llegar a una ciudad, con torres altas y puertas cerradas. Fueron recibidos por un anciano que les presentó la “Ciudad de los Niños”, en la que divisaban copas de helados, refrescos, chocolates y otras golosinas sin límites. Pero, para entrar en ella, había una condición: pronunciar la palabra “murciélago”. Intentaron hacerlo, cada uno diciendo la sílaba con la vocal que se sabían, pero no funcionó.

Luego de mucho practicar, y sin darse cuenta, cada uno aprendió a pronunciar todas las vocales. Su sorpresa fue mayor, cuando las puertas se abrieron y descubrieron que eran “cinco niños normales que sabían hablar como Dios manda” y que “un idioma emocionante se les revelaba”. Además, sus seres queridos les esperaban tras las mismas.

Manuel Rueda narra esta historia con fluidez e imagen poética, lo que hace sencilla su lectura. Su gran capacidad descriptiva y diálogos vivaces permiten al lector percibir el ambiente con los cinco sentidos, en una implícita alegoría con las vocales. Muestra sin sermonear, que los niños pueden aprender con la motivación y las palabras adecuadas, aceptando su individualidad y el ser parte de algo más grande que ellos mismos.

Podemos decir junto al autor: “¡Qué hermosas son las palabras y qué calor percibe el corazón con ellas! Que “sus colores y relieves” transmitan “sentimientos y emociones” con nuevos y valiosos significados.

Celebremos la ternura y sabiduría de La ciudad de los niños, del grandioso Manuel Rueda.