Por Julio Minaya
En el perfil del autor de la obra que hoy analizamos, hay una condición que me gustaría destacar en el inicio de mi breve intervención en este panel. Me refiero a su vida de migrante. Ser de la diáspora conlleva poner a prueba de fuego la cultura heredada. Hay que abrazar hábitos y valores de la sociedad receptora, por más resistencia que ponga el modo de ser anterior. Habitante de la frontera entre dos entramados socioculturales, el hijo de la diáspora tiene que resignarse, sin alternativa, a ver morir una parte de su ser, pues de otra manera se le haría imposible insertarse con éxito en la comunidad que le acoge. Acogida que, en sus inicios, no es más que un evento jurídico, pues lo que llamamos incorporación y posterior asimilación, es cuestión de tiempo y mucho sacrificio, lo que solo se logra a cambio de unos aportes que se traducirán finalmente en méritos sociales.
Andrés Merejo ingresa a Nueva York en 1984, pero no fue un inmigrante cualquiera, puesto que formó parte de la fuga de cerebros que se produjo en las postrimerías de la Guerra Fría. El joven que salió hacia la Ciudad de los Rascacielos había terminado sus estudios de licenciatura en filosofía en la UASD. Su densa formación teórica, junto a su talante de pensador crítico precoz, le permitieron integrarse económica y socialmente dentro de un entorno sociocultural distinto, sin perder de vista su carácter híbrido, esto es, de constituir un ente fronterizo, en el sentido de “ser de aquí” y “ser de allá” al mismo tiempo. Que el joven filósofo estuviera revestido de condiciones intelectuales por encima de la media, le permitió colocarse por encima de los condicionamientos que casi siempre homogeneizan y tienden hacia la uniformidad del conglomerado. Y es así como se forjó la capacidad de cuestionar los dos polos de su nueva configuración cultural y social. De esto resultó algo muy importante para nuestro país, ya que ganamos un analista crítico-ético, empleando la terminología de Enrique Dussel.
Permaneciendo fuera del país, contemplándolo a distancia y acicateado por el sentimiento de la nostalgia y del amor por el lar nativo, Merejo estuvo en condiciones de advertir aristas y fenómenos que a otros resultaban invisibles. A esto le ayudó no poco efectuar en Nueva York estudios de posgrados en ciencia y técnicas computacionales, familiarizándose muy tempranamente con las modernas tecnologías de la información y la comunicación, cuestiones llamadas a transmutar aspectos vitales de la cultura a escala global. De este modo, a Merejo comenzaron a inquietarles infinidades de cambios y procesos operados en todos los órdenes, los cuales impactarían de modo significativo la fisonomía tradicional del pueblo dominicano.
Andrés Merejo retorna a República Dominicana a inicios de siglo XXI, tras el convencimiento de que su ciclo vital de permanencia en Estados Unidos había culminado. Estaba persuadido que su rol como pensador disidente tendría más éxito si se llevaba a cabo desde la periferia, lugar de sus orígenes, y no desde el centro del mundo globalizado donde venía residiendo. Al tomar tal decisión tenía clara conciencia que no se estaba aislando, pues sabía con McLuhan, que el mundo se había convertido en una Aldea Global. Así pues, lejos de aislarse o marginarse, el intelectual procuraba el lugar más idóneo para vertebrar sus reflexiones.
El libro que hoy comentamos ha de ser leído dentro de este contexto; no se explica sin recurrir a la diáspora, esa diáspora desdeñada y estigmatizada por muchos, como bien él señala; pero tampoco debe analizarse perdiendo de vista que estamos viviendo desde hace varias décadas, tiempos de globalización y de exclusión, al mismo tiempo.
La vida de todo emigrante con estatus consolidado acusa una gran dosis de hibridez ontológica, pues por más empeño que ponga en conservar “sus raíces” o en asimilase por completo a la nueva comunidad receptora, indefectiblemente pertenece a dos mundos. Esto nos ha favorecido como sociedad, pues la diáspora dominicana ha hechos enormes aportes a la construcción de una episteme acerca del pueblo dominicano, lo cual guardaría vinculación estrecha con lo que Pedro Francisco Bonó denominó el cosmopolitismo de los dominicanos. Sostenía el padre de la sociología dominicana que un dominicano no se siente extraño en ningún lugar, por ser portador de elementos culturales muy diversos, de lo que emana su hospitalidad, su apertura hacia el otro como rasgo distintivo. Opino que tal condición ha favorecido a nuestros inmigrantes al momento de insertarse en los tejidos sociales más diversos, y de ahí que, desde horizontes más amplios, la diáspora haya contribuido a captar de modo mucho más claro las carencias y problemáticas de nuestro entorno socio-cultural. Precisamente desde su brazo intelectual – y Merejo forma parte de ese núcleo- se han formulado los más radicales juicios sobre nuestro ser y acontecer, desnudando algunas posturas trasnochadas sobre el concepto de nación y de identidad. Y más habría que decir: gracias a la diáspora y sus ensayos, poemas, novelas, películas, etc., muchos dominicanos y dominicanas nos hemos formado una comprensión más adecuada y coherente acerca del fenómeno inmigratorio haitiano, porque nadie entiende mejor a un inmigrante que otro inmigrante. En consecuencia, los señalamientos de los hijos de la diáspora han servido para morigerar las cuerdas tirantes del debate domínico-haitiano.
Dicho lo anterior, paso a referirme a uno de los tantos temas abordados por el autor; un tópico que atraviesa todo el texto. Me refiero a las “zonas grises”, expresión o categoría que en 1995 utilizara Alan Minc en su obra La nueva Edad Media y el gran vacío ideológico. Merejo habla de “sucesos grises”, “escenario gris”, lo “gris de la nación”, postulando que “lo gris” permea a la sociedad dominicana. Esto se manifiesta en los riesgos y peligros que nos acechan constantemente. De ahí su conclusión de que nadie permanezca seguro ante la delincuencia, el sicariato y el sistema de justicia en el que se venden y compran sentencias y donde impera la impunidad, por lo que la corrupción no tiene muro de contención.
Merejo escribió desde 1998 acerca de “las zonas grises” y su presencia entre nosotros. En el presente libro se refiere al discurso enarbolado por el intelectual Diógenes Céspedes, quien examina el fracaso histórico de la nación dominicana, el cual data del siglo XVII, conocido como Siglo de la Miseria. Para Céspedes el pueblo dominicano ha sido excluido tradicionalmente por las élites y sus dirigentes, del proceso de construcción de la nación. En efecto, el clientelismo, el patrimonialismo y la corrupción, han sido las vías o recursos empleados para borrar toda participación de raigambre popular. Y es en todo este panorama gris o tétrico, donde Merejo sitúa lo “transido del dominicano” o la “dominicanidad transida”. Pero en Merejo, a diferencia de Céspedes, esta experiencia henchida de calamidades padecidas a lo largo de nuestra historia, es objeto de otra lectura, pues advierte que “hoy se vive y experimenta no solo como historia real sino también virtual, y se configura en redes sociales en el ciberespacio”. Merejo está convencido que esta nueva realidad proporciona unas posibilidades inéditas para el sujeto o individuo, de cara al poder. Y es que hoy todos andamos con una cámara encima y las posibilidades de informar, comunicar y denunciar son ilimitadas, por lo que podríamos afirmar que hoy todos somos camarógrafos y un poco periodista. En consecuencia, gracias a los dispositivos móviles y al mundo de las relaciones ciberespaciales que cada día se ensanchan más y más, tenemos la emergencia de un nuevo sujeto, el cibernético, cuya vida se desenvuelve entre imágenes, vídeos, mensajes, que en muchas ocasiones se convierten en convocatorias para desafiar a los poderes fácticos. Nuestras vidas, de este modo, experimentan la transformación más radical desde que salimos de la caverna. Y esto lo afecta todo, para bien o para mal, sin escapar de ello el poder político, tal y como lo explica nuestro autor. Pero nuestros políticos como que a veces quieren ignorarlo, y siguen sus prácticas de antaño, como si nada estuviera aconteciendo.
Al reflexionar sobre lo transido de nuestro carácter como pueblo, al poner al desnudo las “zonas grises” que nos hunden en el abandono y en la miseria material y espiritual, parecería como si Merejo fuera un autor pesimista. Así concluiría cualquier lector superficial de la presente obra. Sin embargo, Merejo, lejos de ser pesimista postula un discurso dentro del cual, tanto el pesimismo como el optimismo cobran un nuevo sentido al ser colocados y enfocados desde el fondo mismo de nuestro sufrimiento y dolor. Po tanto, ni sentimiento pesimista ni postura optimista sin más, sino posición que procura situar ambos polos con intención de equilibrio.
Con Octavio Paz sabemos que en América Latina los grandes pesimistas son precisamente los grandes realistas. En la región son tildados de pesimistas todos los pensadores que hacen el diagnóstico de nuestros males sempiternos. Como que no hay otro tono para calibrar el tono e intensidad de nuestros avatares.
En el libro que nos ofrece Andrés Merejo se realiza una crítica punzante de los problemas que atenazan al conglomerado nacional, poniendo en evidencia a los sectores responsables de nuestro precariado, y hasta ofreciendo nombres y apellidos de personas que, colocados en los puestos claves para facilitar y emprender reformas dentro del ámbito de la res pública, no hacen más que complicar la convivencia civilizada en nuestro país.
Para un cambio de rumbo, para vencer lo transido en la República Dominicana y superar el panorama gris que nos caracteriza, es preciso realizar una revolución cultural. Esa revolución en la circunstancia actual del país no puede ser menos que educativa, pues como aconsejaba Pedro Henríquez Ureña, el mal hay que atacarlo en la raíz y este es moral, espiritual, con sus expresiones en lo político, lo social y lo económico. Hoy requerimos de cambios profundos en nuestra mentalidad, por eso pongo en el centro tres cuestiones fundamentales: educativa, ética, axiológica. Sin una educación ética y de raigambre axiológica, con fundamentos expresamente filosóficos, no sería posible enfrentar con los éxitos cinco flagelos que nos tienen al borde del colapso: el flagelo de la impunidad y la corrupción, el problema de la deuda externa, el mal de la drogadicción y el sicariato, el flagelo de los feminicidios y el problema de la destrucción de nuestros recursos naturales. La superación de dichos males debemos impulsarla los dominicanos y dominicanas, no debemos cruzarnos de brazos esperando que del exterior vengan a resolver nuestros problemas.
Finalmente, hoy la sociedad está ansiosa de políticos comprometidos con la decencia y la justicia social. Y hay visos de que el pueblo está tras ellos. Abrigo la esperanza que un nuevo liderazgo se abra paso, que sepa poner las modernas tecnologías de la información y la comunicación al servicio de la transparencia. Actualmente es posible establecer controles, siempre que se quiera, del manejo que se hace de los recursos públicos. Pero hay claras señales que ni al gobierno ni al sistema judicial esto les interesa. Los jóvenes, los internautas y los sectores más conscientes de la sociedad deberán ejercer presión sin descanso. Y esto es algo que se viene constatando en las calles, pues se siente con fuerza, como bien lo documenta el autor, esa corriente viva nacida desde abajo y apoyada en el centro. Y esta lucha se da, al igual que antes, dentro del espacio real, pero ahora adquiere nuevos ribetes, dado que en el presente se lleva a cabo también a nivel del ciberespacio; niveles donde la censura y la mordaza no pueden practicarse al modo tradicional. Y es aquí donde radica parte de nuestra apuesta hoy día, en el uso del internet y de las redes sociales con fines decididamente educativos y al servicio del bienestar de toda la ciudadanía. Así pues, es preciso seguir convocando, educando y uniendo para colocar la política y sus resortes al servicio pleno de la comunidad. Concluyo con las palabras de dos amigos filósofos; Luis Garagalza, de España, quien me decía: “Palpo en este pueblo unas energías potentes. En los bailes, en las calles se destila una vida intensa. A ustedes solo les falta que un buen gobierno canalice tantas energías disipadas”. El otro, Andrés Contreras, colombiano, expresaba: “A uno le sorprende ver a un pueblo pequeño como el dominicano, con tantas creaciones musicales y con tantos éxitos en los deportes”. Así opinan algunos sobre nuestra sociedad, un pueblo que ha vivido casi de milagro, a juzgar por la conducta de los gobiernos que nos hemos gastado.