Apelar a la expansión del idioma castellano en los términos de “La otra hazaña de Colón”, ensayo del profesor José Juan Arrom (1910-2007), acarrea, implícitamente, el reconocimiento de un añejo argumento, antropológicamente ya superado, en el sentido de la superioridad, discriminatoria, de una lengua sobre otra. Además, entraña no solo omitir la subjetividad, intrínseca, de susodicho idioma de los horrores colonialistas del genocidio, sino que también presupone que los pobladores “bárbaros” de todo el continente de Abya Yala no poseían un idioma, en virtud de la concepción, todavía prevaleciente en numerosos tratadistas, de considerar y analizar una lengua en función de su escritura y, en consecuencia, al margen de la facultad y actos del habla.
En ese sentido, la voz del gran Pablo Neruda, en franca disonancia cognitiva respecto a su poema Versainograma a Santo Domingo, alude, festivamente, a los conquistadores españoles agradeciéndoles por dejar caer las migajas del castellano “…como piedrecitas…palabras luminosas que se quedaron aquí…Salimos perdiendo…salimos ganando…Se llevaron el oro nos dejaron el oro…Se llevaron todo y nos dejaron todo…Nos dejaron las palabras”. ¡Aaah!, ¿los aborígenes, entonces, no hablaban? ¿Dónde moraba el oro de sus palabras relucientes?
No basta con aducir, melifluamente, que la llamada variante dialectal, el español de América, “…enriquecida y elaborada artísticamente…” (Arrom), fue el resultado de la colonización del continente (Celso Benavides). Más bien, fue el producto de la imposición y legitimización del idioma castellano y la religión católica a fuerza de provocar, paralelamente, no sólo la exclusión de las lenguas nativas, sino también la exterminación física, recurriendo al crimen, de los aborígenes portadores de las mismas.
De hecho, invocar el “español de América” o, en general, la propagación del castellano y su apuntalamiento en los territorios invadidos, con la expresión poética, melindrosa, de “…algo de perfume a flor, el sabor a fruta y el frescor de los árboles…” (Arrom), contribuye a marginar el sujeto del verdadero significado referencial de los horrores del holocausto, y obviar, por lo tanto, que la verdadera travesía del invasor, más que la metáfora de “el viaje de la lengua” (Arrom), lo fue la “hazaña” del exterminio con el propósito de imponer la expansión hegemónica mercantilista de la época.
Precisamente, esas representaciones metafóricas han contribuido, a lo largo de las crónicas y la historiografía eurocéntricas, a escamotear, mediante el mito, el genuino proyecto colonialista, el cual ha sido una catástrofe desde el ocaso medieval, el Renacimiento y la modernidad. De ahí que el ensayista José Juan Arrom llegara a expresar que “Colón resuelve el problema de expresar en una lengua europea los rasgos de a realidad americana”. Todo lo contrario: el almirante de la Mar Oceánica, al igual a las crónicas de los siglos XVI y XVII, recurre a creencias preexistentes para comunicarse e interpretar las nuevas realidades, distorsionándolas, en consonancia a sus propios constructos ideológicos, pertinentes a su perspectiva eurocéntrica. O a las ficciones e imágenes mentales correspondientes a lo que Alejo Carpentier define, en el prólogo de El reino de este mundo, como lo real-maravilloso de la historia de Abya Yala.
Bien visto el punto, fue, asimismo, a través de la imposición del castellano, como instrumento de dominio y catequización, que la iglesia católica obligó a la población aborigen a que abandonaran sus hábitos lingüísticos, despojándolos de su identidad en cuanto a su lengua, religión, costumbres, y, en general, su cultura. Para el hispanista Max Henríquez Ureña (1902-1984), “Colón era el intérprete de un propósito que sabía grato a los Reyes Católicos: la “conquista espiritual del Nuevo Mundo”. O la redención, promovida por Bartolomé de Las Casas, mediante la conversión al cristianismo, garantizada, desde luego, por la expansión del idioma castellano. Y así fue el “descubrimiento de América”, tal lo llamara Francisco López de Gómera: “La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crio”.
Esa “conquista espiritual” fue la misma falsa bandera que enarbolaron los belgas cuando invadieron el Congo, los franceses por igual en indochina y las multinacionales en los territorios amazónicos durante la “Fiebre del caucho”. Equivalente, hoy en día, al constructo de la “democracia” para justificar la expoliación de los recursos naturales de los pueblos. En otras palabras: las instituciones que pretenden enarbolar la moralidad son las mismas que perpetran los crímenes y atrocidades a nombre de un modelo civilizatorio sujeto a sus espurios intereses.
Si bien es cierto que, de acuerdo con Don Mariano Lebrón Saviñón (1922-2014), “… es el castellano que planta su pica en las nuevas tierras…”, también no es menos cierto que, visto el escenario del capitalismo mercantilista de aquella época, la vida para los pueblos originarios valía más que el “oro” de la lengua, tal como ahora, en la fase del capitalismo neoliberal, el agua para los pueblos vale más que el oro.