En esta novela Charlotte Brontë construye un tipo de mujer que vive para sí misma después de una dura travesía de desamparo e injusticia, condimentada con los rigores de una educación calvinista. La pregunta es ¿cómo puede una niña de diez años superar la orfandad, la crueldad y el desamparo en la Inglaterra victoriana? Jane Eyre es una novela de formación, pero dentro de las normas. Su vida no es la del pícaro que aprende a sobrevivir en la miseria recurriendo a tretas y engaños. El mundo de Charlotte Brontë no es el de Dickens donde los niños son arrojados a su suerte, trabajando como esclavos en la impía sociedad industrial.
Sin embargo, no es menos duro el colegio de huérfanas donde la protagonista es enviada para recibir los conocimientos que se le exigen a una institutriz destinada a una casa aristocrática. Este puede ser el lugar y la ocupación que le corresponden por no tener una dote que le permita aspirar a un matrimonio. La educación parece encaminada a que alcance la independencia económica y aprenda a ser consciente de las jerarquías sociales. Pero Jane es mucho más que una institutriz, por su grado de conciencia, por su talento, por su carácter y por el conocimiento que ha adquirido de la condición humana. Así, aprendió a escuchar las razones de los otros y a decir lo que piensa sin ofender a los demás.
Es una lección muy temprana que para las lectoras no puede caer en un saco roto
Charlotte Brontë (1816-1855), hija de un pastor y pronto huérfana de madre, como su protagonista, construye un personaje femenino a su imagen y semejanza, pues en la novela hay altas dosis de autobiografía. En realidad, la narradora busca en el relato a un hombre capaz de comprender a esta mujer que se va haciendo a sí misma, a pesar de la pérdida de derechos, de padres, de fortuna y de apoyos familiares. Se trata del señor y dueño de la mansión donde trabaja, Edward Rochester, quien desde el principio la trata como igual y le confía sus secretos. En este encuentro entre la institutriz y su patrón se disipan las diferencias de género, ya que para Jane hombres y mujeres experimentan los mismos sentimientos y necesitan por igual desarrollar sus facultades.
No hay duda de que Jane Eyre (1847) es hija del Romanticismo, pero a la inglesa, es decir, surge de un impulso liberador marcado por el idealismo: la utopía de la igualdad entre los sexos. Pero no se prescinde del sentido común, que no le quita pasiones ni fantasía a esta narración. Los fantasmas personales surgen y las pesadillas de la infancia se levantan como obstáculos que atentan contra la felicidad.
Para que se cumplan sus sueños y deseos, Jane debe combatir la locura y la maldad presentes bajo formas femeninas, la de su tía y la de la esposa de Rochester. Su defensa es la práctica de una moral basada en el trabajo, el sacrificio personal, la austeridad y un rígido código ético.
Así, en un momento dado, toma la decisión de renunciar al amor y enfrentarse sola al mundo, en un intento por vencer el miedo a la miseria que la atormentaba desde niña. Tras la dura experiencia, Jane se siente preparada para llevar a cabo el más profundo anhelo al lado de quien considera su semejante. Es una lección muy temprana que para las lectoras no puede caer en un saco roto: fortaleza de la mujer debe basarse en la formación, la independencia económica y la conciencia de su igualdad frente al hombre.