La construcción de imaginarios es común a todo colectivo. En ellos se ponen a circular la práctica simbólica en relación con la praxis social. Situación de la que no escapa ni la política y sus fuentes ideológicas, ni las instituciones que cohesionan la vida social.

Muchos temores son una herencia cultural de la humanidad, hasta el punto de que surgen creencias motivados por ellos y se recurren a distintos dispositivos para canalizar ese miedo. De ahí la construcción de un conjunto de imágenes coherentes entre sí, para expresar el espanto hacia aquello que se atraviesa como un nudo en la garganta.

En efecto, el vínculo que la humanidad manifiesta con lo oscuro y tenebroso de la vida parece una constante. Y solo accediendo a esos imaginarios logramos comprender ese modo de interpretar lo social, la vida y las circunstancias dolorosas que sufren los individuos en ciertas situaciones históricas.

La filosofía, como saber fronterizo y limítrofe, trata de recuperar ese aspecto ontológico del conocimiento en el arte para proveer el entendimiento de sus formas.

Diríamos que esas imágenes interpretan la historia desde el mecanismo simbólico. Su uso efectivo, garantiza que el recurso a ese tipo de representación logre atar los sentimientos. Y es que los símbolos consiguen esa conexión inmediata con aquellos que los contemplan. Algo así, como «contenido inconsciente» que aflora a la conciencia a través de sus usos.

No es casual que las artes se presentan como oportunidad para expresar el interés por lo inexplorado que porta todo el género humano. Yo diría que es una forma de hablar en imágenes acerca de las tenebrosas pesadillas que hemos cimentado generación tras generación. Vasos comunicantes que enuncian toda una «simbólica del mal», eternamente presente en el despliegue de la existencia.

Por ejemplo, la estética cinematográfica contemporánea ha creado una nueva categoría que habla de lo anterior: se trata de la idea de “terror social”. Concepto estético que brinda la oportunidad a los creadores para referirse, en un tono trágico y de horror, a la condición social extrema que pone en peligro lo humano: la discriminación social, el abandono, el terror de Estado. La falta de oportunidades, la migración, el racismo, la homofobia. El odio a lo diferente, el desempleo, el abuso del poder, la ciudadanía en peligro. La falta de oportunidad, la desigualdad social, el maltrato hacia la mujer, los niños y desvalidos… Un largo etcétera conforma la denuncia de esa nueva propuesta visual y artística.

En cada momento de la historia, el recurso a las artes para hablar de nosotros mismos se convierte en una capacidad interpretativa que busca como horizonte último dotar de sentido a la experiencia. La filosofía, como saber fronterizo y limítrofe, trata de recuperar ese aspecto ontológico del conocimiento en el arte para proveer el entendimiento de sus formas. No es de extrañar que hoy abordemos con suma preocupación esos contenidos culturales – y a la par mentales- con el único objetivo de explorar el modo en que tenemos experiencias con el mundo.

Y es que, sin dudas, los imaginarios en tanto conjunto coherente de imágenes simbólicas hablan de nosotros, perfilando con ello toda una hermenéutica de los tiempos históricos. Amén de que sean escuchados e interpretados en su justo valor.