(Conferencia de Alejandro Paulino Ramos en el coloquio “La Guerra Restauradora: una epopeya popular”. Academia Dominicana de la Historia, 23 de agosto 2021).

El día 18 de marzo de 1861 España celebraba como victoria la reincorporación de Santo Domingo en condición de colonia. Cuatro años después, el día 8 de enero de 1865, el capitán general y  Duque de Valencia Ramón María Narváez confesó que España carecía de la energía “para domar a unos cuantos centenares de negros agavillados en Santo Domingo. 

Al momento de proclamarse la anexión de la República Dominicana a España, el país estaba arropado por el atraso económico, las amenazas de invasiones haitianas, el interés de sectores estadounidenses en apropiarse de áreas territoriales y la necesidad de España en preservar y si era posible, aumentar la posesión y control de los territorios de habla hispana en la región del Caribe.  

General Gregorio Luperón, la Espada de la Restauración. Fondo AGN. Fondo AGN.

En las negociaciones anexionistas, el general Pedro Santana  propuso a España el no establecimiento de la esclavitud, la consideración de la República como Provincia de Ultramar, la amortización del papel moneda para que el dinero conservara su validez, el reconocimiento de los actos jurídicos de la República, el reconocimiento de los rangos militares a los oficiales y la utilización de los servicios de los santanistas en la administración pública. Por su parte, España esperaba la adquisición del territorio de la que fue su más antigua colonia en América, la utilización de la bahía de Samaná como punto estratégico en la región del Caribe, el control de los yacimientos de plata y oro, la  posibilidad de incentivar la producción de algodón, así como extender y consolidar su  influencia en la región del Caribe.

La República, que dejaba de serlo, pasaba a convertirse en Provincia de Ultramar de España, estaba despoblada y sumergida en el atraso económico. La población se movía entre los 187,000 habitantes señalados por el cónsul de España, y los 282,000 a que hace referencia en su libro el capitán general José de la Gándara, la mayor parte concentrada en la región del Cibao, con 137,000 habitantes, en contraposición con Santo Domingo, que aun incluyendo poblaciones importantes del Sur, solo alcanzaba los  69,000 habitantes. Azua, por su parte, contaba  con 32,000 y el Seybo con 44,000 habitantes. 

Pero como lo dice La Gándara, el capitán general que luego cargó con la derrota, “ la anexión se hizo; pasó el tiempo; los temores que excitaba la población occidental de la isla se alejaron, (…); los jefes y agitadores  de la republica vieron que no conservarían su prestigio bajo la autoridad de la reina de España; la masa general, que era mudable e inconstante, se cansó de continuar siendo dócil; otros, los más vieron que el cambio de postura no había producido ventajas a la república, y entonces se observó que aquella decantada simpatía entraba en todo esto por muy poco”. A esta situación tendríamos que agregar las a razones comerciales, administrativas, culturales y religiosas, principalmente. La anexión fracasó, debido a que el pueblo se convenció muy pronto del engaño y la guerra no se hizo esperar.  

A los dos años de gobierno anexionista, en febrero de 1863, los restauradores irrumpieron con su movimiento armado que se expandió victorioso por las principales provincias del país, lo que fue observado por el agente comercial de los Estados Unidos, quien informaba que la región cibaeña se había levantado en armas y estaban matando y arrollando a los españoles donde quiera que los encuentran”. 

La situación desencadenada con el levantamiento de febrero de 1863, pero que se hizo definitiva a partir del 16 de agosto, fue una reacción en cadena que se expandió por las regiones, dejando pocos lugares bajo control de las tropas anexionistas. No fueron suficientes las expediciones de decenas de miles de soldados bien adiestrados, disciplinados y mejor armados que llegaban principalmente desde Cuba y Puerto Rico, mientras los barcos de guerra martillaban con sus cañones los lugares por donde se efectuaban los desembarcos; pero de regreso a sus bases esas embarcaciones iban cargados de cadáveres y soldados inutilizados. 

General Modesto Diaz, imagen aparecida en 1862 en el Museo Universal de España.

La indignación popular convirtió en soldados de la patria a simples hombres del pueblo. Unos 15,000 o 17,000 hombres mal armados, dispuestos a defender su patria,  que la Gándara calculó en cuatro o cinco mil, aunque después tuvo que  reconocer que la insurrección se había generalizado y que los “habitantes de cada comarca se mantuvieron en armas en los cantones que cubrían sus posiciones militares, dando contingentes en casos extraordinarios o concurriendo al llamamiento de jefes cuando proyectaban alguna operación militar, o cuando tenían que hacer frente a las columnas españolas”. 

Sin embargo, los restauradores no contaban con un ejército propiamente dicho, sino con agrupamientos guerrilleros alzados en la manigua, sin que tuvieran una buena preparación logística, aunque factores como el clima, las enfermedades, lo accidentado del terreno y los campos cubiertos de bosques, compensaban su falta de preparación. Entre los combatientes, escribió Juan Bosch,  “no había casi nadie vestido; el tambor de la comandancia estaba con una camisa de mujer por toda vestimenta; (…)  el corneta estaba desnudo de la cintura para arriba. Todos estaban descalzos y a pierna desnuda”, pero aunque “medio desnudos sí con buenos fusiles, pues con armas y bagajes muchos de los soldados de las reservas se habían pasado a las filas” restauradoras.

La descripción de la situación en que se encontraba el soldado restaurador hecha por Juan Bosch,  está ratificado por el capitán general José de la Gándara en su libro memorias publicado en 1884, en el que realizó las siguientes observaciones:

“Es sensible tener que asegurar que la rebelión es general en toda la isla, cuyos habitantes, en su inmensa mayoría gente de color, han sido fanatizados en sus instintos de raza por el temor que se les hizo concebir de la esclavitud. (….). Los recursos militares de los rebeldes son bastantes limitados. Sin parques, sin almacenes, sin plazas y sin artillería, puede considerarse al enemigo reducido a la condición de pueblo primitivo que saca sus fuerzas de su propia debilidad. Invulnerables siempre, sin centro o punto que constituía su fuerza, y donde pueda ser acometido, disperso en la inmensa extensión de su territorio, es apto para acometer en todas partes, bastándole para él un machete y su fusil, que  no está desprovisto un solo dominicano por su consecuencia y habito de sus antiguas y prolongadas guerras”.

Calle las Damas. Imagen aparecida en 1862 en el periódico Museo Universal

En cuanto al liderazgo político y militar de los restauradores, sigue apuntando La Gándara,  la situación no podía ser diferente en oposición a las condiciones que mostraba el ejército y gobierno español que combatía a los restauradores, quienes después de la toma de Santiago nombraron “una junta y gobierno provisorio republicano” cuya presidencia confirieron a Pepillo Salcedo, que días antes de estallar la revolución, dice La Gándara, “se hallaba preso en la cárcel de Santiago por haber cometido un asesinato”, y como Vicepresidente “se  nombró a un tal Benigno Rojas, que era abogado a uso del país, pero sin haber frecuentado ninguna universidad”; y los ramos de la administración se confirieron sin distinción a los tenderos de Santiago, “mientras que para general en jefe de las operaciones militares se eligió al mulato Gaspar Polanco” , que no sabía leer ni escribir y detrás de ellos “numerosa turba de funcionarios (…), que cada vez que las tropas de la reina emprendían una de aquellas injustificables retiradas, aumentaban considerablemente las filas de la insurrección con la gente que estaba a la expectativa”. Lo que la Gándara estaba reconociendo en sus memorias, era el carácter popular de la insurrección, pues  tanto los líderes como los combatientes restauradores eran personas pobres y campesinos, en su mayoría, simple gente del pueblo.

Por otro lado, en todo el proceso contra la anexión, Santiago se convirtió en el  principal centro operativo de la rebelión y en corazón de la guerra restauradora, además de  sede del gobierno provisional. Pero  fueron las provincias del Cibao las que aportaron el mayor contingente de combatientes, que como está señalado en el Boletín Oficial del gobierno provisional restaurador en 1864, fueron  “ fuertes baluartes de la libertad de la república” y “ tumba del soberbio español”, a la par que la cuna de la regeneración nacional”, debido a que, como lo apunta el historiador Roberto Cassá, el descontento en esa región fue mayor, debido a que esta era la “zona donde se producía el tabaco, principal producto de exportación, mientras que, en principios, fuera de esa región la población “tenía una postura más pasiva o de menor condena a la administración española”. 

Imagen de la ciudad de Santo Domingo en 1873. Tomado de Santo Domingo, su pasado y su presente de Samuel Hazard., 1873.

Durante toda la guerra, la situación de los dos ejércitos en lucha era muy diferente. Mientras los batallones españoles estaban formados por soldados adiestrados para la guerra regular, bien pertrechados, con armamentos modernos,  muy disciplinados, y que recibían salarios apropiados, en el caso de los que podían ser considerados como soldados, que no los eran, estos  desconocían las más elementales estrategias  de la guerra campal; pero tenían a su favor que conocían de manera rigurosa la guerra irregular, lo que se fortaleció  a partir de 1864, cuando los restauradores convirtieron su “plan de guerrilla  implantado con rigurosa recomendación oficial”, lo que resultó altamente provechoso para el tipo de guerra  que se implementó desde entonces.  

La guerra de guerrillas, que fue la forma más apropiada para encuadrar militarmente  a  una parte de la población, comenzó a ser desarrollada de manera formar a partir del 23 de octubre  de 1864, cuando el gobierno restaurador instruyó para que así sucediera, convirtiéndose esa forma de lucha en la garantía para derrotar al  poderoso ejército de ocupación, que la desconocía y sorprendía  de la estrategia militar de los dominicanos. Las razones eran obvias, como quedó anotado en el Diario de la Guerra de la Restauración, en que se hace constar lo siguiente: 

“Como los recursos del ejército español eran superiores se decidió enviar circulares a los jefes de provincias, comunas y campamentos, en las que se expresaba lo siguiente: “Que nosotros no podemos oponer al enemigo grandes masas, así porque las tropas sin disciplina no deben exponerse a dar batallas campales, cuanto porque nuestras fuerzas tienen que permanecer diseminadas en nuestro vasto territorio”.  Por todo ello se vio conveniente poner en práctica “la guerra de guerrillas” con las siguientes instrucciones: Usar la mayor precaución y astucia, hostilizar continuamente al enemigo sin presentarle batalla abierta, sorprenderlos de continuo, aprovechar los accidentes del terreno, no dejar que nos sorprendan, no dejarlos dormir de forma que las enfermedades hagan estragos, y hacerles, en una palabra, la de guerra de la manigua y de un enemigo invisible”. 

El general Pedro Santana en una imagen aparecida en 1862 en el periódico Museo Universal de España

De acuerdo a Pedro Francisco Bonó, el combatiente restaurador en actitud guerrillera, se concentraba en cantones, campamentos en los que se mantenía alerta para participar en las refriegas contra los soldados españoles, tal y como sucedió en el cantón de Bermejo, que puede ser tomado como ejemplo para reseñar lo que sucedía en otros campamentos guerrilleros:

En el Cantón de Bermejo, dice Bonó, hay “una multitud de soldados tendidos en el camino acostado de una manera particular: una yagua les servía de colchón y con otra se cubrían, de manera que aunque lloviera como acaba de suceder, la yagua de arriba les servía de techumbre y la de abajo como una especie de esquife, por debajo de la cual se deslizaba el agua y no lo dejaba mojar. A esta yagua en el lenguaje pintoresco de esa época se le llamaba la frisa de Moca. En muchos ranchos se oía el rosario de María con oraciones estupendas. (…).  Cada soldado era un montero  y tenían habilidades para adquirir sus alimentos: unos cogían calabazos y bajaban por agua al arroyo, otros mondaban plátanos y los ponían a asar y en los ranchos no faltaba una tasajera con uno dos tocinos, que cocinaban en un improvisado fogón.  “Todos estaban descalzos y a pierna desnuda. Todos aunque medio desnudos con buenos fusiles, pues con armas y bagajes se habían pasado de las filas españolas a las nuestras”. 

En cuanto al tipo de armamento del ejercito irregular restaurador, de acuerdo con Gregorio Luperón en el escrito en que hace referencia a la batalla de Santiago del 6 de septiembre de 1863, este describió lo que parece se convirtió en  constante durante toda la campaña independentista:  “columnas de patriotas, algunos con lanzas, algunos con fusiles antiguos; varios con trabucos de todas las épocas, otros con pistolas de todas clases, los más con su machete y no pocos con garrotes; pero los revolucionarios habían adquirido el audaz vigor que dan continuas victorias, y con la bravura que inspiran las guerras de independencia, se lanzaban a la lucha con las desventajas de las armas, pero con la indómita intrepidez e inmensa alegría de dar la vida por la patria”. A estas ventajas, tendríamos que sumar el método de lucha, basado en la  guerra de guerrillas.

La forma en que los dominicanos hacían galas de ese método de combate, que tanto temor provocó en los soldados españoles, es narrada por el capitán general español de Santo Domingo, destacando la aplicación de la tea incendiaria para desalojar de sus posiciones a los españoles,  emboscando a los soldados a orillas de las sendas cubiertas de follaje, y eligiendo impunemente a sus víctimas, “disparaban sobre ellas y se deslizaban por la espesura”, lo que a decir del militar español González Tabla, producía un efecto terrorífico, “pues estos individuos, así como los gatos toman cariño a las casas, lo tenían a su común , en la que eran temibles por el conocimiento de los montes, de las sendas y de los vados y sabiendo lo que en ella valían y de lo que eran capaces”. 

Los dominicanos, como acertadamente lo apuntó Emilio Cordero Michel, utilizaron correctamente el método de la guerra de guerrillas, pues  “mal comidos y pesimamente armados, derrotaron a los bien alimentados, debidamente uniformados, rigurosamente entrenados y magníficamente armados soldados españoles”. 

El Alcazar de Colon, una imagen aparecida en 1862 en el periódico Museo Universal de España.

En cuanto al ejército anexionista español, para sus soldados enfrentarse con un ejército invisible, le era sumamente difícil. El país estuvo ocupado desde 1861 por unos  63,000 hombres de todas las armas, integrados por 41,000 peninsulares, 10,000 cubanos y puertorriqueños, y 12,000 dominicanos pertenecientes a las Reservas, además de 27 barcos de guerra. Esa cifra de 63 mil soldados es minimizada por La Gándara, aportando que desde julio de 1864, hasta julio de 1865, “que es cuando se marchan” los españoles, el ejército extranjero solo utilizó mensualmente a unos 24,243 hombres en combates, a los que luego sumó otros “catorce mil dominicanos que están bajo nuestra acción en las poblaciones que ocupamos”. 

El general Gregorio Luperón calificó a esos soldados regulares españoles como excelentes, adiestrados y  disciplinados, y  los consideraba  de los “más valientes del mundo, porque se batía siempre con admirable heroísmo. Que en el curso de la guerra jamás vio a un oficial caer herido o muerto sino delante de sus soldados: que era algo terco en los movimientos, pero valeroso y arrojado en la refriega. Que no tenía en las caras la prontitud, destreza e impetuosidad del soldado francés con sus bayonetas; pero que le sobraba serenidad y firmeza en los encuentros más graves. Que siempre estaba resuelto a la pelea, siendo superior a cualquier soldado europeo en  los sufrimientos. Que jamás se rendía sin haber agotado el último cartucho, y que ninguno se había pasado a las filas dominicanas.  

Sin embargo, el soldado español tenía en su contra el desconocimiento del terreno, las enfermedades endémicas, y los ataques sorpresivos de los guerrilleros restauradores; carecían del apoyo en recursos de la población, y les tomaba tiempo aclimatarse a las condiciones ambientales del país. También tenían otras dificultades, como  “la carencia de cuarteles o alojamientos en que pudieran descansar de las rudas fatigas de la campaña y preservarse de la nociva inclemencia, tan sensible para los europeos, de los agentes climatéricos”, y se veían obligados a instalar sus hospitales en chozas y bohíos y los enfermos obligados a descansar en hamacas y castres. 

Catedral de Santo Domingo, imagen aparecida en 1862 en el periódico Museo Universal de España

Los  principales problemas para el desplazamiento de las tropas españolas y para combatir a los restauradores, estaban determinados por el tipo de terreno y las zonas boscosas y muchas veces pantanosas por donde estaban obligados a moverse,  así como por las enfermedades que los afectaban de manera continua:

Por ejemplo, apunta la Gándara, los soldados españoles fueron “afectados de tifoideas, disentería o fiebres perniciosas. Fiebre amarilla, infartos de las vísceras del vientre, tuberculizaciones pulmonares,, rampanos, disentería, el ataque de los insectos, nigua”. Además, por las desfavorables situaciones que rodean al militar en campaña, como eran “la deficiente y pésima alimentación; las aguas escasas y nocivas, de que pudieran servir como doloroso ejemplo de la provincia de Azua, engendradoras de disenterías y afecciones (…); matorrales inextricables e incultos; terrenos húmedos y sombríos, en que yacían miríadas de insectos en estado de putrefacción; alojamientos malsanos consistentes en cabañas o bohíos; carencia de hospitales (…); escases de personal sanitario para atender y remediar tanto estrago.” Por esa situación, y por el arrojo de los restauradores, los españoles sufrieron grandes pérdidas, que son calculadas por Emilio Cordero Michel en 23,000 hombres, de los cuales 18,000 eran peninsulares, y 5,500 soldados pertenecían a Cuba, Puerto Rico y República Dominicana, mientras José de la Gándara reconoce 11,265 bajas entre muertos, heridos, enfermos y prisioneros. 

En  el ejército restaurador las cifras de muertos y heridos debió ser mucho más alta, aunque de acuerdo con González Tabla, las bajas no se podían calcular, debido, porque las pérdidas de los que él llamaba negros, nunca se pudo establecer, porque quedaba oculta en la espesura donde combatían”. Sin embargo,  hay quienes han calculado en 12 mil los muertos en combates de parte del ejército restaurador, aunque por las razones apuntadas por González Tabla, el número de bajo debió de ser mucho mayor. 

Capitán general José_de la Gándara. Imagen aparecida en 1862 en el periódico Museo Universal de España.

Al finalizar la guerra de la restauración, y en medio del proceso de negociación entre el gobierno provisional restaurador y el gobierno español anexionista, se dio un dialogo narrado por el general Gregorio Luperón en sus Notas Autobiográficas, que nos permitirá  concluir estas palabras. 

En ellas, dice Luperón, que el general la Gándara se expresó acerca del soldado dominicano diciendo que este era  “de admirable aptitud para la fatiga, por su fuerza, agilidad y robustez, y aunque valiente y diestro en el manejo del machete, brillaba sobre todo en el combate personal, y por eso era en él un terrible adversario, pero como le faltaban las cualidades que da la disciplina, como carecía de la solidez que da la unión y la fe que inspiran los compañeros de filas, pues aunque se sintiera valeroso, no sabía si iban a serlo a un tiempo mismo sus camaradas en la ocasión precisa y en el grado necesario”. 

 A lo que Luperón le contestó diciéndole que eso era cierto, que era “verdad, porque los militares de disciplina estaban casi todos con el ejército español, y el patriotismo del pueblo dominicano, tuvo que organizar su heroica defensa en medio de la lucha, bajo el plomo y la metralla”. 

Para la Gándara, “el dominicano, sin distinción de colores ni de razas, es individualmente buen hombre de guerra; valiente y sobrio, endurecido y acostumbrado a la fatiga, no teme los peligros y casi no tiene necesidades. La mayor parte de estas ventajas individuales desaparece desde el momento que forma parte de un cuerpo numeroso: sin disciplina, sin instrucción sin confianza en sus jefes, cuya ignorancia en las materias de la guerra desconocen, no pueden considerarse como tropas para combates regulares (…). Dotados de gran resistencia corporal, de gran conocimiento de las localidades; prácticos para andar por su impenetrables bosques y ágiles y sagaces como los indios, son incansables para la guerra de  pequeñas partidas, con que hostilizan sin cesar las marchas de las columnas y convoyes. Siendo imposibles los flanqueos en la mayor parte de las ocasiones, las guerrillas enemigas ofender con completa impunidad, a nuestras tropas desde puntos escogidos de antemano, disparando cuando les conviene y huyendo por la espesura del bosque a escoger otro punto conveniente para repetir la agresión. Muchas veces, ocultos en el monte bajo el tronco de un árbol caído o guarecidos en sus espesas ramas, ven a diez pasos de distancia desfilar una columna que ni sospecha su existencia, y el imprudente rezagado que se separa veinte de la última fuerza reunida, es víctima segura de su machete”.

Maestro Alejandro Paulino Ramos, profesor de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, y autor de la conferencia.

 

La verdad, que la guerra de la restauración no enfrentó a dos ejércitos, pues por un lado quienes combatían contra la anexión eran los dominicanos de manera masiva, organizados principalmente en guerrillas, que  se enfrentaban con armas insuficientes y antiguas a  uno de los ejércitos más poderosos y mejor armados del mundo, que lo era el ejército español; pero a ese ejército disciplinado y mejor armado le faltaba algo que a los dominicanos, tumbados en sus hamacas y concentrados en sus cantones les sobraba: el coraje, la dignidad, el amor al terruño y su decisión de vivir en un territorio propio, independiente y soberano y ante eso, ni las armas ni la valentía de los españoles sirvieron para nada. 

La anexión finalizo, de manera definitiva con la salida de las tropas españolas el 12 de julio de 1865. Como lo dijo el Capitán general y Duque de Valencia: España, tan poderosa, careció de la energía “para domar a unos cuantos centenares de negros agavillados en Santo Domingo” y sin embargo, esos negros, pobres y agavillados, aportaron los soldados  harapientos, desarmados, descalzos, y sin conocimientos militares; y aun en esas condiciones, las guerrillas dominicanas derrotaron al imperio español.