¿Ustedes se imaginan quemar una goma detrás de la casa de Balaguer a manera de protesta por su dilatada acciones perversas y lacerantes durante su ejercicio de poder de varias décadas?

No, no se lo imaginan, seguro que no. Si se hubiera producido esa locura, ya estaría registrada como la protesta más letal y peligrosa en toda la historia de las rebeldías en esta media isla de sumisiones, valentías y traiciones, por lo menos, en los anales de la quemadera de gomas.

La idea surgió en 1987 en medio de la euforia que provocan los tragos y la marihuana, las conversaciones sobre el justo y necesario establecimiento del Estado Proletario. La Clase Obrera, así, en Mayúsculas. ¡Caamaño Vive! y toda esa verborrea heroica y feliz. También por esas ganas de virar el mundo y hacerlo más justo desde la zona de confort de una azotea en Gazcue, desde el silencio de la Ex Ciudad Jardín. Luego llegaron los monchis y los niños bien durmieron el resto de la nota en sus acogedoras habitaciones. Los Revolucionarios también duermen. Tres acomodados de siempre navegando en sus burbujas de siempre.

La acción de Leandro, Mario y Bernardo sería ejecutada el primero de septiembre, fecha del cumpleaños de Don Elito, del Perínclito de Navarrete, del orador pausado y venenoso que citaba de memoria pasajes de la Memoria de Adriano ante la Asamblea Nacional, del Padre de la Democracia que hasta la fecha todavía no sabemos la cantidad de muertos y desaparecidos que generó su inolvidable y tenebrosa gestión de doce años.

Socialismo y marihuana. La culpa de que los tres niños bien se le ocurriera la protesta, la tuvo una yerba denominada Guayaquil de Oro. Un regalo para Leandro de un amigo consultor ecuatoriano con quien laboraba en uno de esos organismos multilaterales de sueldos altos en euros y mucho turismo de la pobreza.

Allá, en la azotea bañada por las sombras oscuras y frescas de una gran mata de mango se planeó quemar una goma en la parte trasera de la casa de Balaguer. La azotea de la casa de los abuelos de Leandro en la César Nicolás Penson era su centro de operaciones, su casa de seguridad.  Una mansión de baldosas de mármol a manera de tablero de dominó que todavía irradiaba el dorado esplendor de la elite trujillista. Pinos importados en el jardín y columnas de inspiración morisca. Una casa amplia y super ventilada. La residencia de los abuelos de Leandro.

El padre de Leandro al que nunca conoció   lo asesinaron en 1971   dos maleantes de la banda colorá de Balaguer. Su madre nunca se recuperó de esa pérdida. Un día partió al extranjero y dejo a Leandro al cuidado de sus abuelos.

La odisea “alucinógena y revolucionaria” consistiría en llevar una goma de carro previamente rociada de gasolina en el baúl del Peugeot 505 de Leandro. Colocarla lo más rápido posible en la parte trasera de la casa del presidente de la República.  Mario sería el chofer y Bernardo se encargaría de lanzar un fósforo encendido desde el asiento delantero del vehículo.

Tan pronto la goma prendiera en llamas, Leandro tenía la tarea de acelerar su Peugeot hasta desaparecer de la zona, mucho antes de que la seguridad se diera cuenta. Para eso, contaban con la madrugada para escapar y no ser identificados.

¿Lo lograron? ¿Qué pasó? Nunca se atrevieron. Normal, después de una noche de excesos todo se quedó en la cabeza de cada uno de los “defensores de los humildes”. Humo y más humo. Humo de Guayaquil de Oro.