La restauración del monumento a Montesino en la ciudad de Santo Domingo motivó este texto. Quería saber más acerca del fraile que pronunció en 1511 el famoso sermón que denunció las atrocidades de la conquista. Pero, tan pronto me acerqué a su figura, emergió resplandeciente la de Pedro de Córdoba, el prior de los dominicos de la Española, que fue el artífice de la campaña a favor de los derechos de los nativos y que ha sido eclipsado durante siglos por Montesino. El mentor opacado por el portavoz.
La comunidad dominica, con fray Pedro de Córdoba a la cabeza, sentó a principios del siglo XVI en la isla de Santo Domingo un precedente en la defensa de los derechos humanos, cuando este término ni siquiera había sido acuñado. Los frailes alzaron la voz contra la explotación de los indígenas y defendieron su dignidad humana, algo que muchos de sus contemporáneos ponían en duda pues consideraban a los nativos poco menos que animales.
Su enérgica protesta tuvo una amplia repercusión en el plano doctrinal y generó un enconado debate cuyo punto álgido fue la polémica sobre la legitimidad de la conquista entre Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, justo en la mitad del siglo. Sin ir tan lejos, la consecuencia inmediata de las denuncias de los religiosos fueron las Leyes de Burgos (1512), que legislaron sobre la encomienda, es decir, sobre el trabajo obligatorio que debían realizar los indígenas, el cual no distaba mucho de la esclavitud, a no ser porque las personas encomendadas no podían venderse. Sin embargo, las regulaciones que se establecieron en Burgos y el reconocimiento de que los indígenas eran libres en nada aliviaron las condiciones de vida de los taínos.
Así lo entendió Pedro de Córdoba (1482-1521), y su crítica a esas ordenanzas provocó unas complementarias, las de Valladolid (1513), relativas sobre todo al trabajo de mujeres y niños. Pero estas y otras iniciativas legislativas, que de por sí eran inoperantes y se quedaban en declaraciones de buenas intenciones, apenas se cumplían en América dada la distancia.
Las vidas por encima de las almas
Fray Pedro había llegado a la isla en 1510 con 28 años y una gran preparación intelectual a sus espaldas. Lo acompañaban fray Antón de Montesino, fray Bernardo de Santo Domingo y Domingo de Villamayor. Estos miembros de la también denominada Orden de Predicadores, que se caracterizaba por su voto de pobreza y su amplia formación teológica, venían para cumplir lo que en esa época se consideraba un deber ineludible entre los católicos, evangelizar a los «infieles».
Pero, cuando conocieron la cruda realidad de la Española, dejaron a un lado su principal objetivo pues enseguida entendieron dos cosas: que los nativos se encontraban en peligro de extinción y que el mensaje cristiano no podía calar entre una población aterrorizada por los conquistadores. Pedro Henríquez Ureña lo expresa de modo magistral: «En unas chozas, en unos bohíos, tuvo principio la más formidable cruzada que ha peleado en América el espíritu de caridad contra la rapaz violencia de la voluntad de poder. Tres hombres la iniciaron, tres hombres pálidos de ayuno, endurecidos en la penitencia, ardientes en la oración y en las obras de misericordia… De esta Orden, docta y activa, debía esperarse prédica y enseñanza. Pero a sus primeros representantes en el Nuevo Mundo los dominaba el espíritu de caridad».1
En una carta a los monjes jerónimos,2 que gobernaban la isla, fray Pedro y otros dominicos aseguraban que la encomienda era ilícita. Y algo muy revelador: priorizaban la salvación de las vidas sobre la de las almas cuando solicitaron que se detuviera ese régimen de trabajo forzado: «porque, aunque no ganasen nada en las almas, a lo menos ganarían en la vida y multiplicación temporal que es menos mal que perderlo todo».3
En este matiz repara también el teólogo Gustavo Gutiérrez: «A nadie escapa el “materialismo” (sentido del valor de la vida, habría que llamarlo mejor) de esta opinión; pero con gran libertad espiritual estos frailes se sienten más urgidos por el Evangelio, y por los horrores que ven en las Indias, que por las distinciones y jerarquías conceptuales establecidas por teólogos de escritorio».4
Una figura opacada por dos celebridades
El sermón de Adviento del 21 de diciembre de 1511 y su predicador, Montesino, son archiconocidos, al menos en la República Dominicana. En cambio, han pasado más inadvertidas las cartas que los dominicos encabezados por fray Pedro enviaron a las autoridades; en ellas denunciaban la explotación de los nativos y proponían medidas para evitar su extinción, como detener el trabajo obligatorio y sacar a los indios de las garras de los encomenderos.
El contenido de las cartas no ha trascendido como el del sermón, a pesar de que las cartas han llegado intactas hasta nosotros mientras que del sermón no se conserva ninguna copia y lo conocemos únicamente a través de Las Casas, lo que arroja serias dudas sobre su literalidad. No se puede asegurar que este no lo hubiera retocado al servicio de la eficacia comunicativa, pues Las Casas era un hábil propagandista, aunque, si lo hizo, no desvirtuó en absoluto el mensaje pues las misivas firmadas por los dominicos son la evidencia más sólida de su toma de posición.
El sermón, firmado por todos los frailes, fue una obra conjunta promovida por fray Pedro, que era el superior. Él fue el que eligió a Montesino para pronunciarlo, dadas sus dotes de orador. Las Casas lo cuenta así: «Acuerdan todos los más letrados dellos, por orden del prudentísimo siervo de Dios, el padre fray Pedro de Córdoba, vicario dellos, el sermón primero que cerca de la materia predicarse debía, y firmáronlo todos de sus nombres […]. Impuso —mandándolo por obediencia— el dicho padre vicario que predicase aquel sermón, al principal predicador dellos después del dicho padre vicario, que se llamaba el padre fray Antón Montesino […]».5 En esa pieza se exhortaba a los españoles a cesar el maltrato so pena de negarles la confesión y la absolución. Era una amonestación en toda regla.
Fray Pedro fue también el que asumió ante las autoridades de la colonia la responsabilidad de esa prédica cuando estas acudieron a pedir explicaciones a la choza que tenían por convento. Y fue el que envió a Montesino y Las Casas a España, y los introdujo en los ámbitos de poder para que tocaran todas las puertas en favor de la causa indígena. Él mismo viajó con ese motivo a la península en varias ocasiones y se entrevistó con Fernando el Católico, como ya hiciera Montesino.
Muerto prematuramente Córdoba a los 38 años, le correspondió a Las Casas, mucho más longevo (falleció en 1566, ya cumplidos los 80), continuar lo que él inició. Las Casas, que ha tenido tantos detractores, era considerado por fray Pedro «digno de fe», «encendido por el celo de la caridad y la justicia»6 y «persona de virtud y verdad».7 Con estos calificativos lo presentaba en sus cartas cuando fray Bartolomé era apenas un desconocido y el superior de los dominicos gozaba ya de una reputación.
Pedro de Córdoba, que fue también el autor del primer catecismo redactado en América (su Doctrina christiana para instrucción de los indios se publicó en México en 1544 con añadidos y modificaciones de otros autores), enseguida se desencantó respecto a la posibilidad de convertir a una población diezmada como eran los taínos. Por ello viajó a la costa de la actual Venezuela para poner en práctica su proyecto de evangelizar en un lugar virgen de españoles, pues creía que esa era la única garantía de éxito. Pero las campañas para esclavizar nativos emprendidas por los conquistadores dieron al traste con su objetivo ya que aquellos se sublevaron y los frailes tuvieron que escapar.
Lobos entre corderos
Las cartas de los dominicos pintan un panorama apocalíptico que nos sugiere la isla convertida en un gran campo de concentración. Nos cuentan, entre muchos horrores, que los españoles llegaban a asar vivos a los indígenas en parrillas y que el terror que provocaban era tal que los nativos recurrían a los suicidios colectivos y a los abortos, además de que mataban a los recién nacidos para liberarlos del sufrimiento. Quien esto afirma no es el apasionado Las Casas, acusado a menudo de exagerar, sino el prudente Córdoba en la carta que dirige al mismísimo rey de España el 28 de mayo de 1517.
Con sus denuncias, como señala Raymundo González, la comunidad dominica de la Española quiebra el silencio de una sociedad que «se construía sobre una estructura que silenciaba la esclavitud y la muerte del indígena».8
Los españoles, «lobos rabiosos entre corderos mansos», trataban a los nativos «peor que a animales». Así lo expresan dominicos y franciscanos en la carta que dirigen a monsieur de Xevres, consejero real. En ella, ajenos a la épica civilizatoria con que tradicionalmente se ha narrado la conquista, afirman que la mayoría de los integrantes de las huestes conquistadoras eran «escoria». También se justifica el alzamiento de los nativos en base al derecho natural.9 Definitivamente, no se anduvieron con paños tibios estos frailes y les llamaron a las cosas por su nombre. En la carta dirigida a los regentes de España, también firmada por dominicos y franciscanos, se aduce que las posesiones de los conquistadores «ha[n] salido de las vísceras, sudor y sangre de los indios».10 Las concomitancias con la teología de la liberación son indudables a pesar de la distancia cronológica.
En las cuatro cartas que se conservan (tres colectivas —en dos de ellas la firma de Córdoba aparece en primer lugar— y una de fray Pedro a Montesino), se insiste en el peligro de extinción de la etnia taína. Sobre la caída drástica de esta población a principios del siglo XVI han corrido ríos de tinta y las cifras varían de unos estudiosos a otros. Moya Pons calcula que la población de la isla en 1492 era de alrededor de medio millón de personas. Y Mira Caballo afirma que «partiendo de la cifra que se parta, el descenso de la población aborigen en La Española, y en el resto del continente americano, a partir de 1492, superó a cualquier otra hecatombe demográfica ocurrida hasta entonces […]».11
En general, esa catástrofe se atribuye a una combinación de causas, a menudo interrelacionadas: la explotación, el desmantelamiento de las estructuras socioeconómicas de la isla, el hambre, las epidemias, la guerra… Mientras unos han puesto el acento en la explotación, para otros el desencadenante principal fueron las epidemias. Algunos autores, como el italiano Massimo Livi Bacci,12 ponen en duda el peso de las epidemias en el caso de la isla de Santo Domingo pues sostienen que no hubo ninguna antes de 1518 (curiosamente, los dominicos tampoco las mencionan en sus cartas). Respecto a la incidencia de la explotación, Moya Pons señala: «Muy pocos indios lograban salir vivos de las minas después de ocho, diez o doce meses de trabajos forzados», «sin más alimentación que casabe y agua».13
El derecho de conquista y la teología de la época
La de los dominicos fue sin duda una posición subversiva; siempre lo es la de enfrentarse al poder constituido, la de disentir de la ortodoxia imperante. «Habían escandalizado al mundo sembrando doctrina nueva»,14 afirma Las Casas haciéndose eco de las acusaciones vertidas contra ellos.
Se ganaron la animadversión de los encomenderos y de las autoridades coloniales, que los amenazaron con expulsarlos de la isla, mientras las autoridades religiosas hablaron de excomunión. Se dice que incluso los vecinos llegaron a negarles la limosna, de la cual comían, pues la de los dominicos era una orden mendicante, que vivía de la caridad. Pero, lejos de arredrarse, fray Pedro le enmienda la plana al propio Carlos V, advirtiéndole por carta del peligro que corría su alma si toleraba el exterminio.15
Con todo, como hombres del siglo XVI, estos religiosos no podían sustraerse a su época, que interpretaba el mundo en clave teocrática. Estaban imbuidos de la superioridad de su fe, creían en las «guerras justas» contra los llamados «infieles», y entendían que el papa, por ser el vicario de Cristo, podía repartir el mundo a discreción entre los monarcas cristianos para que lo evangelizaran.
El dominico Miguel Ángel Medina nos aclara respecto a las ideas predominantes en ese entonces: «Parten de una identificación del Derecho natural con la ley cristiana. En consecuencia, el incumplimiento de esta última, por causa de la idolatría, la poligamia o los pecados contra natura, determinan la sanción consiguiente: pérdida de la libertad, de la propiedad y de la autoridad legítima para gobernarse».16 Esa era la concepción de los teólogos que seguían a Aristóteles, pues los que bebían en Santo Tomás tenían posiciones más suaves y a menudo anteponían el derecho natural, como hicieron estos dominicos cuando se enfrentaron a la realidad de la conquista y entraron en contacto con los taínos, cuyo carácter pacífico no justificaba, a su entender, ni la guerra ni la explotación.
Por supuesto, la mayoría de esos argumentos teológicos, que se moldeaban a conveniencia, resultan hoy delirantes. Como los que se esgrimían en el Requerimiento, el documento que, invocando el derecho divino, se leía antes de conquistar un territorio para que sus habitantes aceptaran la autoridad del papa y de los reyes. El hecho de no someterse a esa exhortación, ininteligible para todo el que no comprendiera la lengua de los conquistadores ni compartiera su marco mental y cultural, ya era motivo de «guerra justa».
Distinto rasero para caribes y africanos
En lo que todos coincidían (no se debe pasar de puntillas sobre esto, a riesgo de caer en la hagiografía) era en la licitud de la esclavitud y en que la merecían los caribes y los africanos. Los primeros, por oponer una tenaz resistencia a los conquistadores, acusaciones de canibalismo aparte. En el caso de los segundos, se recurría a los argumentos más peregrinos, entre ellos el de la costumbre, o el más extravagante de la «maldición de Cam» (el hijo al que maldijo Noé y del que supuestamente los africanos descendían). Todo ello con tal de justificar la esclavitud de los otros, de los considerados bárbaros e inferiores.
En la carta a los jerónimos, los religiosos sugieren traer esclavos de África para sustituir a los indígenas,17 aunque hay que decir que ya había africanos en la isla con anterioridad a la llegada de los predicadores. Y en la misiva a Montesino, fray Pedro justifica la esclavitud de los caribes: «yo bien dije en el sermón que podían ser dados por esclavos por su pecado».18 Se refería probablemente al canibalismo.
Lo cierto es que este y otros «pecados» constituyeron para los españoles el pretexto ideal para conseguir la mano de obra que requerían a fin de colmar su avidez de riquezas. Cuando ya la menguada población de la Española era insuficiente para sus fines, emprendieron expediciones de caza de esclavos a otras islas de las Antillas, sobre todo a las que, por carecer de oro, llamaban «inútiles». De allí trajeron a Santo Domingo más de cuarenta mil personas, según Moya Pons, entre 1508 y 1513.19
Idéntica fue la actitud de Las Casas con relación a la esclavitud de los africanos, hasta que con el tiempo se percató de su error y entonó un mea culpa. Y es que la esclavitud era una institución antiquísima que nadie cuestionaba, aunque sí se podía objetar el maltrato y la crueldad. El eminente historiador español Domínguez Ortiz se lamentó en alguna ocasión de que ninguno de los grandes teóricos de la España del siglo XVI condenara de forma tajante esta lacra.
La ética y la condición humana
Sin duda, los dominicos de la Española mostraron empatía ante el sufrimiento ajeno y dedicaron todas sus energías a atemperarlo. En este sentido, fueron hombres excepcionales pues su mirada se elevó por encima de la de sus coetáneos. Esos frailes vieron en los nativos lo que nadie veía. El filósofo Reyes Mate lo sintetiza con brillantez: «El eclesiástico de formación aristotélica vio en ellos al “esclavo”, un ser privado del alma racional; el hidalgo los vio como casta vil y despreciable; el señor, como bufones o sabandijas o siervos; el soldado, como enemigos; los mercaderes, como mercancía. Solo estos frailes vieron en ellos hombres como nosotros. Un escándalo y una novedad ya que dominaba la idea de que los indios no eran personas».20
Y esto nos lleva a inferir que, a pesar de los condicionantes epocales, los seres humanos somos capaces de discernir en determinadas situaciones, pues la condición humana es la misma en todas las épocas. Por tanto, no incurriremos en el anacronismo si censuramos muchos de los comportamientos que se produjeron durante la conquista y colonización de América. Como bien dice Mira Caballo, «[…] no es imposible examinar el pasado con criterios del presente, pues […] ha habido grandes constantes inmutables en el tiempo, en las actitudes, en la espiritualidad, en los valores éticos y en las relaciones de producción. El analista no puede hacer un juicio legal contra los genocidas, ni los puede llevar ante un tribunal internacional, pero sí puede lograr que comparezcan ante el juicio moral de la historia».21
En la sombra
En el remozado monumento a Montesino que se alza en el malecón de Santo Domingo, apenas una sala lleva el nombre del prior de los dominicos, que para el padre Vicente Rubio era la figura «más pura y valiosa de cuantas integraron la comunidad que estableció la Orden de Predicadores en el Nuevo Mundo».22
Probablemente a fray Pedro no le hubiera importado que su figura esté un tanto desdibujada. Era un asceta. Carecía de vanidad. Debía de sentirse a gusto en la sombra, trazando caminos, sembrando «doctrina nueva». Y en la sombra sigue, escondido en muchos textos cuyos títulos se centran en la figura de Montesino. Pero cualquier aproximación a este último conduce inexorablemente a Córdoba, que brilla con una luz de la que seguimos necesitados para reconocer la discriminación y la injusticia cuando las tenemos delante y no las vemos.