Hace tres semanas dedicamos nuestro artículo semanal al libro de cuentos Testimonios y profanaciones, de José Alcántara Almánzar, un libro al que catalogué de extraordinario, dada la calidad de los textos incluidos. Y al hablar de calidad no sólo me refiero al contenido, sino también a los procedimientos narrativos que con tanta destreza maneja el autor en cada uno de los relatos. Hoy continuamos hablando de ese libro, específicamente nos ocupamos del primer texto incluido en la colección: “Crónica trivial de una fiesta íntima”.
Por la forma en que es contado y por su estructura, “Crónica trivial de una fiesta íntima” es un cuento complejo, que amerita una lectura atenta, pausada y colaborativa, si se quiere captar los diversos sentidos a que apunta su contenido, complejidad que se refuerza en el modo novedoso de presentar la trama ficcional. La narración es lenta, debido a que se pone especial atención a los detalles y a que son muchos sus personajes. Por eso la descripción ocupa un lugar relevante en la obra.
En términos narratológicos, es un relato con narrador heterodiegético (en tercera persona), con una focalización que muda de personaje en personaje (focalización múltiple) conforme cambia la escena, y a veces dentro de una misma escena. El narrador carece, pues, de omnisciencia por sí mismo, y delega esa función en sus personajes principales. En algunas escenas en que concurren dos o más personajes, la focalización permanece en uno de los dos; en otras se produce un verdadero zigzag. Esto ocurre especialmente en el momento en que todos los invitados se encuentran en la fiesta. Entonces se producen unos cambios bruscos de focalización, que el narrador emplea para ir develando de manera alternativa los pensamientos íntimos de ellos. Así el lector puede ir conociendo lo que se esconde dentro de la conciencia de cada uno.
Como señalamos anteriormente, la visión desde dentro de uno u otro personaje no se produce de manera constante ni en la totalidad de los personajes: por momentos aparece alguna expresión del narrador que sugiere su incapacidad de adentrarse en el mundo interior de algunos de los interactuantes, y se sitúa momentáneamente como un narrador objetivo, que narra desde fuera: “Ella parecía no escuchar lo que le decía su marido” (pág. 25). Este momentáneo atisbo de objetividad es como un brevísimo parpadeo en la conciencia del narrador, que muy pronto se desvanece para reasumir la narración desde la interioridad de los personajes.
Estructura
El cuento tiene una estructura externa unitaria, es decir, no aparece separado en partes; sin embargo, internamente se encuentra dividido en nueve apartados, los cuales están configurados por diferentes escenarios y personajes. La única marca visible que se observa entre una parte y la siguiente es el punto y aparte y la sangría. En cada apartado entran personajes y situaciones diferentes, salvo en el último, en el que concurren e interactúan todos los asistentes a la fiesta. Veamos lo que ocurre en cada apartado, a los que convencionalmente llamaremos escenas:
I. La cronista social o “la dama del perrito” (págs. 15-17)
La cronista social es una señora cuya edad está próxima a las seis décadas, razón por la cual se encuentra retirada de su oficio. Había vivido una vida intensa, de romance en romance con amantes influyentes y adinerados: banqueros, artistas faranduleros… El interés puramente comercial de sus romances se advierte en este breve pasaje: “su amor con aquel cantante fracasado no podía durar mucho, estaba condenado a morir por falta de estímulo económico” (17). Por tales circunstancias, era invitada con frecuencia a diferentes eventos sociales.
Después de haber vivido sus mejores años dentro de ese mundo exclusivo de personas notables, sólo le quedaba un armario lleno de vestimentas pasadas de moda, que le recordaban aquellos tiempos de gloria, ahora opacados por el inexorable paso de los años. Precisamente, aquella vida plena de disipaciones, alternando con diferentes hombres, coleccionando amantes influyentes, era lo que le había granjeado la fama de femme fatale (mujer fatal). Wikipedia (https://es.m.wikipedia.org/wiki/Mujer_fatal#) nos ofrece una explicación del término que se corresponde con nuestra “heroína”:
“Una mujer fatal (traducción de la palabra original francesa femme fatale) es un personaje tipo, normalmente una villana que usa la sexualidad para atrapar al desventurado héroe. Se la suele representar como sexualmente insaciable. Aunque suele ser malvada, también hay mujeres fatales que en algunas historias hacen de antiheroínas e incluso de heroínas”).
El armario estaba lleno de polvo, lo que denotaba ruina y decadencia, y señal inequívoca de su forzoso retiro de la vida social. Toda esa ropa guardada era, pues, un singular museo de añoranzas, el ajuar de una época de esplendores que ella atesoraba pues cada pieza estaba vinculada a un particular recuerdo. Entre la vestimenta maltrecha o pasada de moda y el cuerpo estropeado por los años parecía darse una disputa a cual mostraba un mayor estado de deterioro.
La descripción que de ella hace el narrador no podía ser menos deprimente, dadas las altas aspiraciones que al parecer aún conservaba:
“…y aprovechó la interrupción para mirarse en el espejo. Una figura huesuda se reflejó en el espejo rococó de la pared. Los ojos inquietos de vieja reportera examinaron detalles del cuerpo enteco, del rostro que a duras penas podía ocultar la proximidad de los sesenta años. Se detuvo en las reteñidas canas, unas rebeldes que bien había valido la pena dejar por su cuenta al concluir la guerra del tinte, después de numerosos, variados, costosos y prolongados tratamientos con las mejores marcas de cosméticos” (pág. 16).
Como toda pequeña burguesa empeñada en adscribirse a los gustos de la alta clase, había adquirido un gusto por la adopción de una mascota. Es bien sabido que la posesión de un perro, sobre todo de ciertos tipos, es símbolo de status social: artistas y gente económicamente acomodada suelen tener en su casa un perro, por lo general, pequeño, de raza reconocida: carlino, chihuahua, bulldog, Pomerania, bichón maltés, pequinés. Estas razas se cotizan a precios bastante altos, de manera que tener un ejemplar de estos, dada la alta inversión pecuniaria que implica, es señal de estatus y distinción. Todo un lujo.
Para la cronista la adquisición de su pekinés también cubría otra necesidad, pues la circunstancia de no haber procreado hijos convirtió a su perro en una imprescindible compañía. En él volcó toda su ternura y maternal cuidado, a tal punto que cuando el perrito demandaba una atención que en ese momento ella no podía proporcionarle, por estar ocupada, le arrojaba bombones, como si de un goloso niño se tratara. La noche de la fiesta, el animal se convertiría en un verdadero fastidio para algunos de los concurrentes, y no faltaron ocasiones en que su actuación proporcionara la nota jocosa del momento.
Después de dar muchos rodeos para escoger la vestimenta adecuada para asistir al evento social, la cronista eligió lo que le parecía más perfecto para la ocasión: un exótico sari hindú y zapatillas blancas. Este detalle (de la ropa y el arreglo personal) es de especial importancia, pues más adelante el narrador hará un rejuego entre la identidad de los personajes y algún rasgo que en tal circunstancia le distingue: vestimenta, peinado, perfume, voz…
II. En la casa de los anfitriones (págs. 17-20)
Un cambio de escenario se produce de improviso, cerrando el apartado en torno a la figura de la cronista. Esta escena se desarrolla en la casa de los anfitriones. Estos, al igual que la mayoría de los que asistieron a la fiesta, forman parte de lo que podríamos llamar los nuevos ricos, gente que ha ascendido social y económicamente, y que casi siempre lo han logrado usando medios no convencionales, sin pagar el precio de una adecuada educación que se corresponda con su posición social. La bonanza económica de la pareja se evidencia en la magnitud y majestuosidad de la vivienda, los gustos (la afición por el juego de tenis, que el “don” practica como hobby), el estricto protocolo con que organizan la fiesta… Sobresale la decoración de los espacios (pág. 18): estatuillas de porcelana, el piano colocado en la sala, el busto de Franz Liszt (que reposa sobre el piano), “las bailarinas japonesas que adornaban el centro de la sala principal” (ídem)… No obstante, a pesar de esas suntuosidades, el narrador no tiene el menor escrúpulo para advertir que algunas de las piezas que adornan la estancia son falsificadas.
En esas “fiestas galantes” los ricos buscan exhibir todo el glamour que les permiten sus rentas. Lograr la aprobación de sus invitados es lo que cuenta. Y lo mismo ocurre con los visitantes: asistir con la mejor gala, ataviarse suntuosamente y recibir la muy apetecida aprobación es su mayor ambición. Refiriéndose a la anfitriona, con su estricto apego a las normas de etiqueta y protocolo, leemos: “todo siempre le salía a la perfección y los huéspedes se marchaban con sonrisas aprobatorias” (pág. 18). Era una gratificación deseada, de la que se dependía casi como se depende del aire para oxigenar los pulmones y conservar la vida. El yo débil, inconsistente, necesita de ese vital alimento para poder conservar su precario sentido de la propia valía.
A partir de esta segunda parte, el narrador utilizará de manera constante la técnica narrativa del contrapunto, al alternar dentro de un mismo bloque de oraciones (no se puede hablar de párrafos, pues estos bloques llegan a abarcar hasta más de dos páginas) un entramado de pensamientos originados en la conciencia de los personajes. Oportuno es decir que en este cuento los diálogos no son muy expansivos, que lo verdaderamente característico es la presencia de una polifonía de pensamientos que fluyen en la conciencia de los interactuantes. En efecto, no quiero dejar de resaltar que “Crónica trivial de una fiesta íntima” es un texto polifónico, aunque no se puede hablar propiamente de una polifonía discursiva, sino de un auténtico fluir de pensamientos originados en la conciencia de los personajes.
III. El industrial y su amiga (págs. 20-21)
En esta tercera parte aparece un empresario industrial con una amiga dentro de la habitación de un bungallow. Son amantes. Ella es joven y elegante, tanto como puede desearlo un hombre acaudalado, que tiene con qué pagarse sus caprichos. La edad de él no aparece consignada, pero por el contexto se puede intuir que sobrepasa en muchos años la edad de ella. Si se mantiene fuerte es gracias a sus ejercicios corporales en el gimnasio. Cosas que no le sirven de mucho en lo que respecta al desenvolvimiento de su sexualidad.
El narrador escruta la conciencia de ambos personajes, pero privilegiando, en ese sentido, a la muchacha. Por ejemplo, en la escena ella observa en silencio al amante al levantarse éste de la cama y colocarse de espaldas durante unos segundos. Lo observa y el narrador va registrando todos los pensamientos que ella va procesando con relación a él. Todo lo que el narrador “ve” en ese momento lo observa a través de los ojos de ella: “Él se puso de un salto sobre la alfombra que se extendía al pie de la cama y durante unos segundos ella pudo observar la parte posterior del enorme y aún esbelto cuerpo de su amigo…” (pág. 20).
El narrador da cuenta de la gran debilidad que afecta al personaje en cuestión, a través de los pensamientos y evocaciones de ella. Él va al baño mientras ella, en la cama, se dispone a proporcionarse placer por medio de autoerotismo. Así comienza a imaginarse una escena sensual junto a él en el baño. Cuando él acaba de ducharse y regresa, la acción de ella forzosamente se interrumpe… (pág. 21). Entonces queda claro que ni en la imaginación le resulta fácil saciar su ansia sexual insatisfecha.
IV. Un general y su esposa se preparan para asistir a la fiesta (págs. 21-24)
La esposa del general, llamada por el narrador la generala, confronta serias dificultades para arreglarse y asistir a la fiesta. Una de sus mayores dificultades es su cabello crespo, que ella se empeña en desrizar para adaptarlo a los estándares de belleza impuestos por la raza blanca (pág. 22). Aparte de las canas, que demandan un tinte periódico, se le está cayendo el pelo por el efecto de dicho tratamiento. Para la fiesta ha decidido ponerse una peluca y así evitar los inconvenientes de su rebelde cabello. El general también lucha afanosamente con su pelo para fijarlo con goma. Como está medio calvo, por los años, la lucha con su cabeza es menos intensa que la que libra su esposa.
La mujer padece de hemorroides y en la escena se ve cómo le preocupa que pueda morir intoxicada por sus propias heces. Ella es obesa, nada que envidiar a una de las gordas de Botero. Lectora de novelas de Corín Tellado. Esas lecturas ligeras las hace en el baño o cuando el marido parte al trabajo y los niños al colegio, al quedarse sola en la casa. El marido no aprueba tales lecturas, según él había que leer los libros de moda (best-sellers), lo cual revela que tampoco a él le interesa la literatura profunda, clásica, sino la que está de moda, que como bien sabemos responde más a las directrices del mercado que a la calidad de la obra.
Mientras ella se encuentra sentada en el excusado, en un ejercicio de mini-analepsis, recuerda sus tiempos de joven, cuando tenía un cuerpo esbelto y se dedicaba a leer esas novelitas rosa de la Tellado. ¡La eterna evocación del paraíso perdido! Sin embargo, como también ocurre con los restantes personajes, en lo que respecta al general y su esposa se produce un evidente desfase entre las posibilidades reales y las pretensiones de cada uno. Un perfecto ejemplo de lo que Rafael Lapesa (1995: 17) define como lo ridículo: “un género de comicidad acentuada que se origina por una falsa idea de sí mismo, por una desproporción entre los medios utilizados y el objeto perseguido, o por ser totalmente disparatados unos u otros”.
A ese respecto, el general y su generala muestran una preocupación extrema por la apariencia, buscando encajar en una categoría social que ya no les corresponde: el de la gente joven y elegante. Ambos han engordado, se han llenado de arrugas, las carnes están fláccidas, él ha perdido una amplia franja de cabello, a ella una invasión de canas le estropea la apariencia de un pelo que quisiera presumirse de lacio, pero que no lo es, a pesar de sus constantes visitas a su peluquera y a la persistencia de los cosméticos.
V. El alto funcionario y su señora (págs. 24-25)
Este apartado lo protagonizan el funcionario y su esposa. Nada distinto vemos aquí de lo que ocurre con los otros personajes: la extrema preocupación por la elegancia. Los lujos se manifiestan en cosas como estas, que el narrador dice, adoptando el punto de vista de ella:
“Abrió un cajón del gavetero y le mostró algunos ejemplares extraordinarios: uno de Pierre Cardin, de seda, en color ámbar que iría muy bien con el último vestido que adquiriera en la boutique Elegance; otro de Givenchy, con motivos diminutos en los bordes, en un verde amatista que tal vez haría juego con sus ojos tan parecidos a los de Elizabeth Taylor, y ya era mucho decir: otro de Christian Dior, con el nombre del célebre productor impreso, hecho a base de dibujos ultramodernos; otro de Ives Saint-Laurent, finísimo, y algunos más de la Macy’s de Nueva York, que todavía no se los habían visto a nadie en el país, circunstancia que los convertía, ipso facto, en novedad” (pág. 24).
Él era más modesto en sus pretensiones, a pesar de ser la figura destacada, pues ella no poseía más méritos que los de ser la esposa de un funcionario gubernamental. Sin embargo, pese a la poca variedad de su atuendo, vestía ropa que le confeccionaba la Casa París al muy buen gusto francés. Pero si no tiene una gran variedad de trajes, no ocurre lo mismo con sus zapatos, pues el narrador destaca “los zapatos que colmaban la zapatera”. El verbo “colmar” habla de una gran abundancia. Y al hablar del calzado, el narrador, que no pierde ocasión de ridiculizar a sus personajes, agrega esta inocentona acotación: “De los que había adquirido en los últimos tiempos, sólo algunos podían considerarse estrafalarios” (pág. 25).
La tenencia de carros de alto prestigio en esos años nos habla del derroche y los lujos en que se desenvuelvían: Porsche, Camaro, Volkswagen… ¿Cómo un funcionario, que no ha heredado una fortuna puede sobrellevar esos niveles de consumo? Si analizamos bien, el funcionario de la ficción no dista mucho de ciertos colegas suyos que en el ámbito de la realidad dominicana acumulan fortunas cuya magnitud sorprenden a más de un desprevenido.
Por otra parte, el funcionario se comporta como un tipo machista en grado sumo, ya que controla hasta la vestimenta y los gustos de la mujer. En la pág. 24 nos encontramos con lo siguiente: “Él quería lograr, por las buenas, que ella exhibiera su cabello rubio, en maravilloso contraste con la piel parda y los ojos felinos, combinación de la cual se sentía orgulloso”. En esa discusión consumen un buen tiempo, pues se lo toman como si se tratara de una indeclinable cuestión de Estado. Al final cada uno cede en lo suyo y se produce entre ellos una curiosa transacción: ella acepta ir en el Porsche y no en el Camaro (su favorito) y él acepta que ella vaya con peluca color caoba, en lugar de la de color castaño que él deseaba. En estas solemnes nimiedades consumen gran parte de su tiempo estos medianeros hijos de una clase social a la que han caído como sujetos en paracaídas, sin lograr sobrepasar la escala de lo cursi y lo mediocre.
VI. En el escenario de la fiesta. Llegada de la cronista social (págs. 26 y 28).
Los anfitriones, cada uno precedido por su refinada fragancia (él, Rochas; ella, vol de Nuit) reciben a los visitantes. La primera en llegar, puntualmente a las 8:00, fue la cronista social. Llegó con su infaltable compañero: el perro, al que había colocado un collar de piedras irisadas. Llegó adoptando una pose bien ensayada pose, emulando la mirada de ciertas divas del celuloide: “entre la sobrecogedora expresión de Katherine Hepburn y la coquetería germana de Marlene Dietrich” (pág. 26). Lo primero que hizo fue escrutar a la anfitriona y calificar de vulgar su vestimenta. La anfitriona advirtió esa dura inspección y lamentó no haber sido más selectiva en las invitaciones.
En cuanto entró a la sala, la cronista, con mirada inquisitorial, comenzó a fijarse en el decorado, en las obras de arte, en los muebles. Nada le agradaba y todo le provocaba un visceral rechazo. Entre ella y la anfitriona se producía un menosprecio mutuo. La anfitriona sabía que ella hurgaba todo, que se fijaba en todo y que nada le gustaría. Cronista social al fin y al cabo. Casi de inmediato se sentó al piano e intentó interpretar una pieza clásica de Strauss y no le salió bien. Pero no estaba dispuesta a aceptar su fracaso: alegó que el piano estaba desafinado.
En tanto, el pekinés se comportaba de manera impertinente. En una de sus habituales travesuras agarró un cenicero, y la anfitriona tuvo que arrebatárselo para pasárselo a la cronista, que fumaba en ese momento. El único que puso al pequeño cuadrúpedo en su puesto, más adelante, fue el general, pues cuando fue a olerle el pantalón le dio un puntapiés que lo lanzó al sofá. Si el lector es de risa fácil, seguramente esta escena le producirá alguna carcajada.
VII. Llegada y recibimiento del general y la generala (págs. 28-30)
El general y su esposa ocupan el centro de la escena. La descripción de la señora no podía ser más despiadada. El narrador describe lo que observa la anfitriona: “Un sondeo visual bastó para que la anfitriona comprobase, casi al mismo tiempo que la cronista, que la recién llegada se había gastado una pequeña fortuna en ese traje que lucía: un vestido largo, una combinación de colores granate y azafrán, cuya sencillez contrastaba con su mofletudo rostro, las roscas de los brazos aprisionados por las alhajas, la encorsetada cintura, las masas que salían por encima del escote convirtiendo los senos en dos promontorios rubicundos, la exageración de la pintura del rostro, propia de una graciosa muñeca pop” (pág. 28).
En este apartado (pág. 28) aparece otra nota graciosa, burlesca: “El tintineo de las condecoraciones (del general) y el borborigmo de la generala orquestaba una cadenciosa marcha”.
La necesidad de ir constantemente al baño apremiaba a la generala, que llegó con el malestar de sus cólicos. Apenas habían entrado tuvo el general que hablar con la anfitriona para que ésta le indicara la ubicación del mismo. ¡Tanto glamour inútil! Lo elegante y lo repugnante aparecen aquí hibridados. Y es así como, al describir el narrador los pormenores de la señora, forcejeando con su propio organismo tratando de expulsar lo que tan difícil le resultaba, el envanecimiento y el glamour quedan vulgarmente invalidados.
VIII. Llegada y recibimiento de dos nuevas parejas: el funcionario y su esposa y el industrial y su chica (págs. 30-32)
Este apartado aparece marcado por la llegada del funcionario y su esposa y el industrial y su chica. La intervención del narrador en este punto es bastante gráfica:
“El primero (el funcionario), pequeño y enfático, movía el cuerpo al explicar las dificultades de él y su mujer para ponerse de acuerdo sobre el automóvil que más convenía en esa ocasión. Un famoso diseño de la Casa de París le servía de coraza: rayas grises y blancas, adelgazaban su figurita de bailarín, la camisa de perla, la corbata añil con dibujos, los zapatos italianos de piel de cordero” (30).
En este punto el narrador intercala una gran diversidad de acciones y reacciones de los personajes, con lo cual la narración se acelera, se sacude de la morosidad que le imprimen las detalladas descripciones y las largas enumeraciones que caracteriza el relato: “El maître escanciaba el vino en las copas, al tiempo que el anfitrión trinchaba la carne jugosa, el pekinés gruñía de contento, la anfitriona se lamía, de satisfacción, los labios, el general pateaba, el industrial sentía un calor estimulante en las venas, la chica reía, la esposa del alto funcionario agarraba el cuchillo y el tenedor y miraba los pedazos de carne que se desprendían del hermoso asado. Su marido la emulaba, movía los ojos nerviosamente” (34).
Como hemos podido ver, un rasgo muy marcado de este cuento es la acumulación de detalles, que devienen en largas enumeraciones: trazos descriptivos, acciones simultáneas, pensamientos, sensaciones… se intercalan en una rápida sucesión. El narrador emplea muy eficazmente esta estrategia para reseñar lo que ocurre en el momento en que los personajes departen, sentados a la mesa del comedor. En una escena cinematográfica, dada la capacidad del cine de comunicar acciones simultáneas, pueden captarse todos los detalles a un mismo tiempo (miradas, insinuaciones gestuales, ademanes…); por el contrario, el carácter lineal del lenguaje determina que las diferentes acciones que transcurren a un tiempo haya que consignarlas en un orden sucesivo. Y esto no tiene remedio; lo que sí puede hacerse es lo que efectivamente ocurre en este relato: presentar las acciones, reacciones, gestualidades… en una rápida sucesión que proyecte en el lector una percepción de simultaneidad.
Esas enumeraciones sobrecargadas de detalles las hemos visto en otros escritores hispanoamericanos. Por ejemplo en Cortázar (1997:18) se puede observar un empleo semejante. En “La autopista del sur” leemos:
“El joven soldado del Volkswagen estuvo inmediatamente de acuerdo, y el matrimonio del 203 ofreció las pocas provisiones que les quedaban (la muchacha del Dauphine había conseguido un vaso de granadina con agua para la niña, que reía y jugaba). Uno de los hombres del Taunus, que ido a consultar a los muchachos del Simca, obtuvo un asentimiento burlón; el hombre pálido del Caravelle se encogió de hombros y dijo que le daba lo mismo…”.
IX. La cena, los tragos, un extraño fenómeno, la orgía… (págs. 32-37)
Este es el último apartado, la última escena, y está dedicado a los pormenores que ocurren en el momento de la cena.
Vimos en los primeros apartados del relato cómo el narrador se esmera en presentar, por separado, a los diferentes personajes enfocando su atención en el arreglo personal de cada uno al prepararse para asistir a la fiesta, lugar de concurrencia de todos. Aquí pasa a ocuparse de la interacción que se produce entre ellos. Si la visión aislada de cada uno ya develaba unas personalidades complejas, obsesionadas por la apariencia y la simulación, y llenas de vacíos existenciales, luego, en las interacciones, se completará el cuadro psicológico y moral que permitirá sacar unas concusiones definitivas de lo que en realidad es cada uno.
En esta escena se producen situaciones verdaderamente cómicas: el general, dominado por la torpeza, vuelca parte de su ración de sopa sobre sus insignias militares; su esposa, nerviosa, vuelve a sentir dolores intestinales; la señora del funcionario, apenas iniciada la cena, sufre una intempestiva necesidad de ir al baño “aterrada por la idea de que la peluca pudiera zafarse y caer en la alcuza del caldo” (pág. 32); no obstante eso, su esposo, el funcionario, “continuó sorbiendo el líquido sonoramente, como si nada le preocupara” (ídem). En suma, una larga sarta de situaciones disparatadas, donde el mal gusto y la vulgaridad campean por sus fueros.
Dos hechos importantes ocurren en este último tramo del relato. El primero es la insólita transformación que se opera en la fisonomía y en el cuerpo de los comensales. Concluida la ingestión de los alimentos retornaron al salón. Allí, inesperadamente, la esposa del industrial al pasar frente al espejo notó que el color de su piel había sufrido una inexplicable mutación. Pronto el fenómeno llamó la atención de todos, quienes comenzaron a mirarse, y a advertir el cambio operado sobre la superficie de su cuerpo. Algunos atribuían esa extraña metamorfosis al efecto del alcohol en la conciencia, aduciendo que ello pudo haberles distorsionado las percepciones. Pero se presume que aunque todos habían ingerido algún tipo de bebida alcohólica, no todos lo habían hecho en la misma proporción (sobre todo las mujeres) y, por lo tanto, no todos estaban borrachos.
Otros sugirieron que se había colocado algún extraño aditamento en el asado. Las hipótesis no pasaban de conjeturas momentáneas, y el asunto quedó sin solución definitiva, pues el narrador y los personajes no insistieron mucho en ello. Si descartamos tales conjeturas (el efecto del alcohol o una sustancia agregada al asado) como explicación racional, no nos queda otra opción que pensar en un extraño suceso que rompe con la lógica de lo racionalmente admisible. Desde este punto de vista, la ocurrencia de este fenómeno en un contexto ficcional cuyo desenvolvimiento transcurre dentro de parámetros absolutamente realistas, introduce en el cuento un elemento maravilloso o mágico. Esto lo adscribe al realismo mágico que marcó una buena parte de la narrativa latinoamericana del siglo XX.
Podría pensarse que esta insólita transformación corporal obedeció a una proyección de la conciencia de cada personaje, partiendo de que ninguno, o la mayoría, no se aceptaba a sí mismo como es, y todos deseaban un cambio: del color de la piel, de la naturaleza del cabello, del grosor del cuerpo… Pensemos en cómo gastaban grandes sumas de dinero en cosméticos, perfumes, trajes, calzados, automóviles, pues había un desajuste entre lo que eran y lo que verdaderamente deseaban ser. Ello generaba una fisura en su personalidad, la cual buscaban cubrir con un consumismo atroz que les otorgaba una relevancia social que de otra manera no habrían podido alcanzar. Esa debilidad en la autoestima se manifiesta en la búsqueda obsesiva de aprobación, como aparece explicitado en el título de este artículo. Es ese el talón de Aquiles de cada uno de ellos. Nacieron en la pobreza y alcanzaron un injustificado ascenso socioeconómico, pero seguían arrastrando su pobreza mental irremediablemente.
El otro hecho relevante de esa última parte es el desenfreno que protagonizan los asistentes a la fiesta. Alguien sugirió que se desnudasen para verificar hasta dónde llegaba la mutación operada en sus cuerpos. En ello deliberaban cuando se produjo un corte eléctrico que los dejó a oscuras. A partir de ese momento, los pudores, desembozados y estimulados por la invisibilidad, desataron sus instintos. Una idea de lo que ocurrió allí nos lo sugiere este fragmento:
“Se oyó un rasgueo de cremalleras, el sonido atrevido de un vestido de Georgette, el murmullo de la gabardina y otras telas nobles, el tableteo apagado de los tacones, el mugido de alguien que luchaba por deshacerse de una prenda íntima, una que secreteaba pidiendo auxilio, otro que se lanzaba en un diván acompañado de alguien, entonando ambos un cuchicheo desigual. Hermanados en la penumbra, los cuerpos se desplazaban hacia los rincones, las parejas se acomodaban” (pág. 36).
Un verdadero pandemónium fue el que se desató, el cual desnudó la moral endeble del grupo. Todo lo (poco o mucho) que había allí de respetable cayó al amparo de las sombras desencadenadas por el apagón.
Al final lo que sucede es realmente cómico, cuando en medio de la oscuridad surgen sonidos, roces, pasos, regaños, ronquidos, siluetas que se mueven y hasta golpes, … El efecto hilarante surge de la forma en que el narrador relata esos hechos, recurriendo a lo que es común a todo el relato: nombrar a cada personaje por sus rasgos más llamativos, y usar términos relacionados con la oscuridad en que se encontraban: “la sombra laminar”, “la sombra de cuadrúpedo”, “la sombra gordiflona”, “la sombra del hombre alto y fornido”, “la silueta” del hombre alto y fornido, “la silueta delgada de mujer”, “la silueta fornida que se acercaba a la silueta masculina que le acompañaba” (págs. 36-37). Todo un mundo de sombras que se mueven, ya se acercan, ya se alejan, ya reaparecen… Una total confusión. Y una grotesca mezcla de lo ridículo y lo gracioso que, si no llega a provocar la risa franca, por lo menos provoca una sonrisa, como lo que se consigna en este breve pasaje: “Vieron una sombra laminar que daba vueltas por el salón y se sentaba al piano, tornaba a ponerse de pie, seguida en sus movimientos por una sombra de cuadrúpedo” (36).
La fiesta concluyó con la llegada de la media noche, ya a la entrada de un nuevo día.
Despersonalización y máscaras
En “Crónica trivial…” el narrador nunca llama a los personajes por su nombre de pila. De hecho, nunca llegamos a enterarnos de esos nombres.
Esta omisión del nombre propio constituye una despersonalización de los personajes, pues con ello se les despoja del más elemental sentido identitario. Esto tiene una significación importante: si el narrador no nombra a cada uno por el sustantivo que lo individualiza, prefiriendo referirse a ellos por sus rangos y posiciones sociales, económicas o políticas, o identificarlos por sus atuendos: el sari (la cronista), la bufanda (la esposa del “alto funcionario”), por su perfume o la marca del automóvil que poseen es porque considera que esos rasgos constituyen lo más significativo para ellos. Como se trata de seres a quienes importa más el haber que el ser, se amparan en su estatus para cubrir sus frustraciones. Son las máscaras en las que esconden su verdadero perfil. En ese juego de apelativos, la peor parte le corresponde al anfitrión, a quien el narrador ridiculiza con el mote: “la voz de guacamayo viejo”.
Observemos este pasaje:
“Crujieron los chicharrones en la boca del porsche, la bufanda lamió un pepinillo, la chaqueta deportiva engulló albóndigas. El guacamayo viejo observaba, feliz, la escena, mientras la beneficencia aplaudía tanto el apetito, la bufanda se atragantaba con un palito de queso, el vestido oscardelarenta sorbía su coctel, la cabeza engominada trituraba maníes y les echaba el ojo a los senos de los idiotizados blue-jeans que miraban al vestido oscardelarenta que miraba a la cabeza engominada que se hacía la zonza al saberse vigilada” (págs. 31-32).
Esta condición del relato, de moverse entre la imprecisión y la opacidad, requiere de una lectura atenta para no perderse en ese laberinto de identidades difusas.
Algo semejante he visto en el cuento de Julio Cortázar citado más arriba, “La autopista del sur”, en el que la identidad de los personajes deriva de la marca del automóvil que conducían. Veamos dos breves fragmentos: “Esa misma noche Taunus pagó de su bolsillo dos litros de agua; el Ford Mercury prometió conseguir más para el día siguiente, al doble del precio” (Cortázar, 1997: 28). “Lo único que podía hacer Taunus era administrar los fondos comunes y tratar de sacar el mejor partido posible de algunos trueques. El Ford Mercury y un Porsche venían cada noche a traficar con las vituallas” (ibídem, pág. 29).
Un mundo de máscaras: un mundo de derrotados
Todos, excepto la joven amante del industrial, es gente de edad madura, gente pasada de libras, de juventud marchita, que llenan su vacío existencial manteniendo un consumismo desbocado para conservar las buenas apariencias. La cultura del parecer, siempre en abierta oposición a la del ser, ha calado profundamente en la personalidad de esos seres atormentados, falsamente realizados, aún con la riqueza del industrial, los grados militares del general, los poderes del funcionario, la mansión y las obras de arte de los anfitriones, los autos, las marcas de perfume, las vestimentas diseñadas por exclusivos modistas…
Más allá de las apariencias de gente social y económicamente triunfantes, son seres interiormente derrotados. La cronista social, sola, envejecida y olvidada; el industrial, afectado por la impotencia sexual, y su chica insatisfecha; el general y la generala: él con su pelo ralo y rebelde, al que se ve obligado a domar a base de goma, que usa crema blanqueadora pretendiendo aclarar la negrura de su cara; ella angustiada por su crespos cabellos, y además por sus quebrantos de salud. Sin embargo, ninguno sería capaz de aceptar su derrota. En la fiesta, cuando la cronista intenta tocar el piano, como no pudo hacerlo con la destreza requerida, alegó que el piano estaba desafinado. Cualquier excusa puede ser válida para no admitir ante los demás que hemos fracasado.
“Crónica trivial de una fiesta íntima” es, sin dudas, uno de los cuentos más importantes del libro Testimonios y profanaciones. En él José Alcántara Almánzar despliega su indiscutible destreza en el arte narrativo. El relato contiene una de las más duras críticas a una clase social conocida como los nuevos ricos, que en el fondo no son más que clase media altanera recién llegada, cuyas pretensiones se sitúan muy por encima de lo que permiten sus reales posibilidades. Aspiran a volar demasiado alto, pero la cursilería y la medianía les persigue donde quiera que vayan.
En próximas entregas continuaré internándome en el mundo fictivo de José Alcántara Almánzar, y particularmente en Testimonios y profanaciones, libro al que como lector (nada más, pero nada menos) he catalogado como un clásico de la narrativa dominicana del siglo XX.
Bibliografía
Alcántara Almánzar, José (1992). “Crónica trivial de una fiesta íntima” en Testimonios y profanaciones. Santo Domingo: Editora Taller.
Cortázar, Julio (1997) “La autopista del sur” en Todos los fuegos el fuego. Bogotá: Grupo Editorial Norma.
Lapesa, Rafael (1995). Introducción a los estudios literarios. Madrid: Editora Cátedra.