ESTAMBUL, Turquía.- Por tierra y en ferrocarril, el aspecto de conjunto que brinda la ciudad es el de una inmensa colmena que se desparrama hasta los bordes de los cursos de agua, estando en ocasiones su ondeante superficie interrumpida por un tipo de construcción que de lejos se asemeja a rampas de lanzamiento de misiles o cohetes.

Al acercarnos comprobamos que estos últimos son los erectos y prominentes minaretes de las numerosas mezquitas diseminadas en toda el área metropolitana, símbolos representativos de la inminente llegada a una colectividad, donde la media luna, y no la cruz o la estrella de David, expresa el tipo de confesión religiosa de sus habitantes.

Estambul era la primera ciudad infiel – para los cristianos – que visitaba  en mi vida, y el conocimiento de ciertos ritos musulmanes tales como el uso de velos por las mujeres, la circuncisión en hombres, la prohibición de comer cerdo y el orar cinco veces al día en dirección a La Meca, potenciaban su exótico encanto.

Si en lugar de arribar por el aeropuerto internacional o mediante un vehículo de alquiler lo hacemos por la Terminal de trenes denominada Sirkeci, se tendrá la oportunidad de contemplar in vivo el pintoresquismo oriental ofrecido por los productores de cine, o el bullicioso atractivo del Levante descrito por los escritores.

Al descender del tren uno es prácticamente secuestrado por una cerrada muchedumbre que a duras penas permite cualquier movimiento ambulatorio, y un real bombardeo de solicitudes por parte de taxistas, vendedores y personas dedicadas al corretaje de hoteles y pensiones, causa un verdadero sobresalto a los recién llegados.

Esta especie de agitado y animado bazar es un auténtico anticipo de lo que se presenciará en todos los rincones del área metropolitana, siendo necesario entrar a las numerosas mezquitas existentes en la ciudad, cuando se desea apartarse de la callejera algarabía, de la constante algazara.

Las veces que he visitado Estambul me alojo por razones de conveniencia en las inmediaciones de la céntrica plaza de Taksim en el sector de Beyoglu, desde donde en autobuses es posible dirigirse hacia cualquier sector citadino por más alejado que se encuentre, sin importar la hora del día o de la noche.

Aunque la visita a los principales monumentos y sitios de interés histórico ocupa el lugar preponderante en la agenda del viajero que llega a la antigua Bizancio, éste pronto resultará cautivado por las inesperadas sorpresas de la cotidianidad urbana, que postergan a un segundo plano los tours a los puntos emblemáticos promovidos por el turismo.

En el caso de que el visitante proceda de países del Nuevo Mundo caracterizados por patrones socio-culturales más o menos similares, la realidad turca le parecerá frontalmente contrastante, llena de peculiaridades que lo conducen de asombro en asombro, enriqueciéndose así su conocimiento del hombre y de la vida.

Acostumbrado a fijarse en la cara, piernas y caderas de las mujeres que pasan a su vera, el hispanoamericano se queda pasmado ante la cantidad de turcas con las caras cubiertas con el shador o el mahrem – apenas se les ven los ojos- y vestidas con holgadas chilabas que escamotean sus restantes encantos corporales.

Ante su presencia se experimenta la sensación de estar frente a un anacronismo, de algo que ha sobrevivido a pesar del arrollador paso de los años, y cuando en las atestadas calles pasaba a su lado, me dejaba vencer por la curiosidad deteniéndome de súbito para inventariarlas en detalle de arriba abajo.

En las playas del Mar Negro y de Anatolia es posible admirar la belleza femenina de esta euroasiática población, pero el copioso y cerrado cubrimiento observado sobre todo en la zona rural, explica en buena medida la bajísima proporción de occidentales que contraen matrimonio con mujeres turcas.

El fundamentalismo musulmán –no el integrismo– es sin temor a equivocarme el responsable de muchas actitudes que en Turquía parecen sorprendentes a los formados dentro de  la moral cristiana, siendo una de ellas la plegaria que varias veces al día realizan sus fieles en dirección a La Meca.

En una ocasión caminaba sin rumbo por Istiklal caddesi, la calle más glamorosa de la ciudad, cuando pasado el mediodía y a la altura del consulado francés, se me ocurrió doblar por una calle transversal de poca circulación en cuya calzada se efectuaba una oración colectiva.

Descalzados y en medio de la vía, un centenar de individuos vestidos a la usanza occidental y arrodillados, en una singular coreografía le rendían tributo al Profeta bajo un sol inclemente, constituyendo la regularidad de sus gestos y la voz monótona del que dirigía la súplica,  un extraño espectáculo callejero.

Ver a este grupo de hombres en devota y sumisa postura sobre el ardiente pavimento, era como presenciar un sacrificio medioeval, una representación de antigua inspiración, que además de testimoniar la fortaleza religiosa del Islam, me revelaba su curioso ceremonial y su particular parafernalia.

Concerniente a este rito de la plegaria debo señalar, que no fueron pocas las veces que suspendí la cena en un restaurant o los tragos en un bar, al escuchar procedente del exterior la voz del muecín que desde el enhiesto minarete de una mezquita próxima, llamaba  los feligreses a la oración.

Para aquellos que no profesan la religión de Mahoma, esta voz quejumbrosa con reminiscencias de lejanos arenales y caravanas de camellos, tiene una solemnidad que toca las puertas del alma, y una fuerza proselitista superior a la de sus maravillosas edificaciones y suntuosas ornamentaciones.

Es una especie de lamento o quejido que escuchado en los minutos finales de un agónico día veraniego invita al recogimiento, a la meditación,  y era precisamente en estos reflexivos momentos en que más me convencía de que estaba en islámicas latitudes, en zonas no convencidas de la inmaculada concepción y la santísima trinidad.

Un detalle que llama la atención a los extranjeros de visita en Estambul –este nombre deriva de eis ten polin, forma abreviada de la expresión griega que significa hacia la ciudad – es la enorme cantidad de gatos que de todas formas, tamaños y colores se pasean orondos por sus calles y avenidas.

Son fuertes, robustos, gordos, y no le temen a la población que circula a su alrededor que tampoco los molesta, y en más de una oportunidad los vi copulando entre ellos, resultando indiferentes los viandantes al intenso maullido de la hembra al ser penetrada, porque al parecer están habituados a esta escena callejera.

En su interesante trabajo “Tríptico de mar y tierra”, Alvaro Mutis dice lo siguiente: “Los gatos de Estambul son de una sabiduría absoluta.  He estudiado los itinerarios que siguen los gatos partiendo desde el puerto y siempre recorren, sin cambiar de rumbo, los que fueron los límites del palacio imperial”.

Y continúa así: “Los gatos conocen estos límites por instinto y cada noche los recorren entrando y saliendo de las construcciones levantadas por los infieles. Ahora bien, lo inquietante es que si llevamos un gato de otro país y lo soltamos en el puerto hace también el recorrido habitual”.  Finaliza su comentario de esta manera: “Esto no he querido confesárselo a nadie porque la imbecilidad de la gente es inconmensurable y hay secretos que no merecen que les sean dichos.  Los rincones que los gatos de Estambul me han revelado sería muy largo de enumerar, y  temo abusar de la paciencia del lector”.

Las observaciones del escritor colombiano demuestran el papel protagónico de estos felinos en el diario desenvolvimiento de la ciudad, y quien deambule por sus diferentes barrios no tardaría en familiarizarse con esta gatuna presencia que para muchos le proporciona un aire de misterio y esoterismo.

Hay una calle en el sector de Beyôglu – el Pera de los europeos – que se extiende desde la plaza de Taksim hasta la estación del funicular subterráneo, la cual es peatonal aunque un pequeño tranvía la recorre de un extremo al otro, otorgándole un singular encanto perteneciente a una época pasada.

Se trata de la conocida Istiklal caddesi, que según los historiadores de la ciudad era a principios del siglo XX la más cosmopolita de todas,  y de acuerdo a sus apreciaciones, de ella han desaparecido por completo las pastelerías, bares, cafés literarios y locales típicos que antes la engalanaban.

Sin embargo, quienes hoy se internan en esta concurrida vía, sobre todo en horas crepusculares, encontrará, además de turistas provenientes del mundo entero, una infinidad de establecimientos de lujo, cines, videos–juegos, cafeterías , librerías y restaurantes que se disputan la mirada de los paseantes.

Se dan un placentero baño de multitud los que en ella se adentran sin rumbo ni tiempo, tropezando a cada instante con despreocupados viandantes que también vagan sin brújula, comprando un helado aquí, una bolsita de pistachos por allá, o deteniéndose a escuchar música pop en relucientes tiendas de discos.

En su recorrido podrá el caminante observar el pórtico barroco del liceo Galatasaray, las hermosas fachadas de numerosas embajadas y representaciones diplomáticas, solitarias iglesias de diferentes cultos, y sobre todo, tabernas y tascas atestadas de parroquianos a las que no deben dejar de ir aquellos que dicen haber estado en Constantinopla.

Al igual que en Palma de Mallorca, el arbusto más común en parques  y jardines de Estambul es la adelfa, con frecuencia acompañada por magníficos plátanos y regios castaños, que en la canícula proyectan protectoras sombras donde se cobija un aluvión de turcos desesperados por el calor imperante en esa época del año.

Nada raro es encontrar en estos umbríos lugares a turcos, que sentados en una silla y provistos de antiguas maquinillas de escribir y cuartillas de papel, se ocupan del llenado de documentos, redacción de cartas y elaboración de informes, servicios muy demandados por la población al existir al parecer un considerable número de iletrados.

En permanencia vemos en estos sitios, a jóvenes ambulantes que llevan a cuestas grandes recipientes lustrosos y niquelados llenos de agua o sabrosos zumos de frutas, que ofrecen en venta al público para satisfacer las urgencias hídricas propias a una ciudadanía en constante movimiento durante la temporada estival.

Como en Atenas, el olor a cebollas y especias invade todos los rincones de esta congestionada urbe, incluyendo mezquitas, tiendas, librerías y almacenes de tejidos, pensando en el martirio que este olor aliáceo debe provocar en las personas hambrientas desprovistas de los recursos económicos necesarios para alimentarse.

Un penetrante aroma a canela en polvo, aceite de clavo dulce, almizcle, tomillo, incienso y alcanfor mezclados, representa el toque odorífero de la gran metrópoli de los Comenos y los Paleólogos, no resultando peregrino que perfumes de inspiración otomana como “Yatagán” y “Noches Turcas”, recuerden los mencionados componentes.

En los bordes del Cuerno de Oro, entre el puente de Gálata y la denominada Nueva Mezquita –la Yeni Camii- existe un embarcadero donde en bamboleantes lanchas cubiertas de humo se venden a diario trozos de pescado a la parrilla, que colocados entre dos rebanadas de pan son consumidos por millares en horas del mediodía.

Este es un ambiente realmente sensacional, en el que pueden verse a voraces turcos devorar como fieras esta marina exquisitez sin hacerle concesión alguna al refinamiento y al buen gusto, eructando y escupiendo sin importar que estas incorrecciones puedan ofender a las protocolarias sensibilidades de Occidente.

En mis primeros viajes a Estambul, me resultaba insólito la venta de pepinos frescos en la vía pública que son consumidos por la ciudadanía no como hortaliza sino como fruta, así como la utilización de espejos curvos en ciertas esquinas de la zona antigua de la ciudad, con el fin de que los conductores pudieran visualizar los autos que venían en dirección perpendicular.

Tanto en Taksim como en la plaza alrededor de la Yeni Camii, me sentaba sin tiempo a contemplar los rasgos físicos, actitudes e indumentaria de este pueblo, tan malfamado en varias comunidades cristianas únicamente por históricos episodios que palidecen en horror a los cometidos por la Inquisición y el Santo Oficio.

Como sucede en todas las colectividades islámicas, en las calles de Estambul el número de hombres circulando es abrumadoramente superior al de mujeres, las que parecen estar recluídas en sus casas, puesto que hasta en las tiendas, comercios y oficinas del Estado, también están en inferioridad numérica con respecto a los hombres.