ESTAMBUL, Turquía.-Hasta hace poco tiempo, los habitantes de República Dominicana y otros países de la cuenca del Caribe, visitaban sólo de una manera ocasional a Grecia, Egipto, Israel y hasta Rusia, pero a casi nadie se le ocurría conocer a Turquía ubicada también en las vecindades de las naciones antes mencionadas.

De este lejano país, a horcajadas entre el continente europeo y el asiático, se tenían únicamente los conocimientos enseñados en los cursos de historia, y un velo tan misterioso como el chador –manto que cubre parcialmente el rostro de algunas mujeres musulmanas- ocultaba su realidad, los usos y costumbres de este aguerrido pueblo.

Este general desconocimiento asociado a un funesto prontuario de hechos que el Occidente cristiano tejió y propaló en su contra, contribuyeron, a que sin visitarla, existiera en estas antillanas latitudes un estado de opinión poco favorable para que alguien se decidiera ir al menos una vez a su territorio.

El reclutamiento de esclavos griegos y cristianos en la conformación del despiadado batallón de los Jenízaros; la sanguinaria toma de Constantinopla en 1453; la cruel batalla naval de Lepanto; las victoriosas conquistas del imperio otomano en Africa y Europa, y la brutal derrota de los Aliados a manos de los turcos en el estrecho de los Dardanelos, hicieron de Turquía la bestia negra para los occidentales.

No obstante la ignorancia concerniente al modus vivendi y al estado de cosas del remoto país de los sultanes, en Santo Domingo el calificativo turco o algún derivado del mismo, se utiliza a menudo en la conversación para designar algo relativo a este país, o a la idea que se tiene de el.

Edmond Amicis, un oficial de la armada italiana que visitó Estambul en el siglo XIX, al reseñar sus impresiones se preguntaba ¿quién osa describir a Constantinopla? ¿quién profana con palabras esa visión divina?

Son de uso corriente los siguientes vocablos o designaciones: café turco: el fuerte y servido con borra y todo; baño turco: el de vapor; Otomana: una especie de sofá o canapé; turcos: pastelillos  de harina rellenos de carne picada o vegetales; cabeza de turco: persona a quien se suele hacer blanco de inculpaciones; turquí: el azul más oscuro; angora; raza de gatos provistos de largos y sedosos pelos.

Quienes ostentan un cierto nivel cultural saben, que la silla turca es la cavidad del esfenoides donde se aloja la hipófisis;  Turks islands un pequeño archipiélago al norte de nuestra isla, y que a la turca – allá turca en italiano – es en música un trozo a 2/4 muy rítmico, con asiduidad empleado por Mozart y Beethoven en sus conocidas “Marchas Turcas”.   Los entendidos en filiación lingüística no ignoran, que en el castellano se emplean algunas palabras tomadas del idioma turco como son por ejemplo: bergamota, tulipán, caftán, kiosko, pachá, odalisca, serrallo, chacal y turbante, de uso bastante extendido en España e Hispanoamérica.

El término meandro utilizado para designar las curvas que describe un río en la ruta hacia su desembocadura, proviene de Meandro, un río de Turquía famoso por sus numerosos rodeos y que en la actualidad se denomina Buyuck – Menderez para quienes desean ubicarlo en el mapa.

Esta tímida penetración turca por intermedio de la utilización de ciertos vocablos en el lenguaje coloquial,  pasaba desapercibida por la generalidad de la población dominicana, que como toda la de suramérica cometió además  un error de apreciación que aún persiste en la actualidad.

Por llegar provistos de un pasaporte expedido por las autoridades otomanas de ocupación, en Iberoamérica y el Brasil se les llamó por error turcos a los emigrantes sirios y libaneses que desde finales del siglo XIX y principios del XX llegaron en masa al Nuevo Mundo en busca de mejores oportunidades.

Estos inmigrantes podían aportar informaciones fidedignas sobre la Palestina, pero no con respecto a Turquía –aunque les llamasen turcos – ni tampoco sobre su mítica capital de entonces Estambul, conocida inicialmente con el nombre de Bizancio y luego como Constantinopla en honor al emperador Constantino.

De esta metrópoli, salvo unos versos de un poeta dominicano llamado Federico Bermúdez que hablan de las maravillas de los Estambules, y de algunas reproducciones de Santa Sofía y la torre de Gálata, ignoraba por completo las riquezas monumentales y pintorescos lugares que encerraba.

Mi interés en visitarla no provino de la lectura de una novela o de entusiastas comentarios proferidos por una persona que la conocía, sino a través de un medio de comunicación que los hermanos Lumière inventaron a finales del siglo XIX y que merecidamente ha logrado el rango de una de las bellas artes: el cine.

A mediados de los años sesenta del siglo XX se exhibió en las salas de cine de la capital dominicana un film español titulado “Un fulano en Estambul” – el original era “Estambul 65” – protagonizada por Horst Bucholtz, un alemán con rasgos faciales orientalizados, y la yugoeslava Silvia Koscina.

Las peripecias del joven actor de entonces en el interior del Gran Bazar, en las estrechas callejuelas de los barrios populosos, en aguas del Bósforo y del Cuerno de Oro a bordo de una veloz embarcación,  así como en los alrededores de los monumentos emblemáticos de la ciudad, me despertaron el deseo de conocer las maravillas que veía.

Las tomas fotográficas de la película eran impresionantes, destacándose el abigarrado colorido de los mercados y viandantes, el austero perfil de los templos religiosos y en especial, algo que siempre atrae a los originarios de agua dulce como yo: el intenso azul de su mar, ese cielo de agua que se mueve y vive, como decía la escritora catalana Mercé Rodoreda.

Vi la proyección fílmica varias veces, experimentando en cada salida la sensación de haber estado bajo un placentero estado de hipnosis, y desde esa época la hermosa urbe del imperio otomano adquirió en mi imaginación la categoría de una obsesión, la jerarquía de una fijación que era imprescindible satisfacer.

A partir de esos lejanos años del mil novecientos sesenta y tantos, Estambul no cesó de ser a diario embellecida por la imaginación y la distancia, actitud mental que fue reforzada aún más por el estreno poco tiempo después del film “Topkapi” en los cines de Santo Domingo y en el interior del país.

Protagonizada por el mismo actor que la anterior, en esta cinta aparece en todo su esplendor el fabuloso palacio de los sultanes, con sus primorosos patios, sus ornamentales puertas, sus kioskos, cocinas, museos, salones y el deslumbrante tesoro imperial, cuya custodia y sustracción constituía el suspense de la película.

Fue una década después de haberlas visto y residiendo ya a orillas del Sena, cuando emprendí mi primer viaje hacia Zarigrado – nombre de Estambul en serbio – el cual realicé en el hoy desaparecido “Expreso de Oriente” el tren inmortalizado por Agatha Christie y varios narradores europeos y norteamericanos.

En el compartimiento del tren iban conmigo tres turcos que trabajaban en Francia y retornaban de vacaciones a su país, cumpliéndose en ellos una costumbre de ancestral arraigo en el Oriente Medio: cada uno portaba maletas, paquetes y bultos en cantidad suficiente para llenar la bodega de un barco, haciendo imposible cualquier desplazamiento o movilidad dentro del vagón.

Fueron muy amables conmigo durante el trayecto hasta Ljubljana la capital de Eslovenia – en esos años formaba parte de Yugoeslavia – en donde tuve que bajar del tren  por no poseer el visado correspondiente para atravesar esa otrora república socialista, debiendo retornar a la ciudad italiana de Trieste a solicitarlo.

Cuando el tren pasó frente al lugar de la Terminal en que las autoridades de Belgrado me tenían retenido, los tres turcos se asomaron a la ventanilla y con entristecidos rostros gritaron ¡ americano!  ¡americano! agitando a la vez con lentitud sus brazos en señal de despedida.  Ha sido uno de los adioses más sentidos que he recibido.

Relato este banal incidente porque si en verdad jamás volví a ver a mis ocasionales acompañantes, por una tarjeta postal recibida posteriormente en París supe que el más amistoso de ellos nombrado Saban había fallecido en un accidente automovilístico el primero de diciembre de 1974 en la localidad francesa en que vivía y laboraba.

Para finalizar este episodio debo indicar, que esta amistad surgida de improviso en el interior de un tren, de haberse cultivado se hubiera como todas desvanecido con el tiempo, pero la ocurrencia de la muerte hace que nos invada la absurda ilusión de que la misma habría desafiado el paso de los años sin sufrir menoscabo alguno.

Edmond Amicis, un oficial de la armada italiana que visitó Estambul en el siglo XIX, al reseñar sus impresiones se preguntaba ¿quién osa describir a Constantinopla? ¿quién profana con palabras esa visión divina?  para luego expresar: al verla sentí piedad de reyes, príncipes y poderosos de la tierra que no la conocen.

Quizás la tendencia a la hipérbole y exageración de los italianos explique la utilización de estas encomiables palabras, aunque talvez resulten ciertas para aquellos cuya llegada se hace por vía marítima – como lo hizo el militar italiano – al verla enclavada entre el mar de Mármara, el estrecho del Bósforo y el Cuerno de Oro